No hace todavía dos años que pasando por la Carrera de San Jerónimo di
con un amigo periodista, que me dijo al tiempo de saludarme:—Vaya usted
por la calle de Sevilla y verá V. a Pelayo del Castillo acostado en la
acera.
Había oído hablar muchísimo de este personaje y tenía la cabeza llena de
sus extravagancias y proezas tabernarias: había visto en los teatros una
pieza suya titulada El que nace para ochavo, no desprovista
enteramente de gracia: no quise, pues, perder la ocasión de conocerle. A
los pocos pasos encontré a Urbano González Serrano, conocido seguramente
de todos mis lectores, y le invité a venir conmigo, lo que aceptó con
gusto. Ambos nos dirigimos al lugar que me habían designado, o sea, la
acera de la calle de Sevilla colocada en el sitio de los recientes
derribos, donde tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en una piedra
y expuesto a los rigores del sol, vimos a un mendigo sucio y
desarrapado. ¡Cómo se nos había de ocurrir que aquel hombre fuese Pelayo
del Castillo! Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas,
el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el
residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en
otro tiempo habían sido alpargatas.
Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca
de nuestro literato, sin lograr hallarle. Al fin nuestros ojos se
encontraron y le pregunté recelosamente designando al mendigo:
—¿Será ese?
—¡Imposible!—replicó Serrano.
No obstante, en la frente de aquel hombre había algo que no suele verse
en las de los braceros; era una frente degradada, pero era una frente
donde se había pensado. Insistí en que lo averiguásemos, y acercándonos
a él, Serrano le sacudió levemente:
—Oiga V..... ¿es V. D. Pelayo del Castillo?
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