El sol se puso rojo. La negra, horrible nube se acercó, y
las tinieblas invadieron el cielo, momentos antes sereno y
transparente.
Entonces los camellos se arrodillaron, y los hombres se volvieron de
espalda y se prosternaron también. Los caballos se acercaron temblando a
los hombres, como buscando protección.
El furioso khamsin comenzó a soplar. No hay nada que resista al
impetuoso torbellino. Las tiendas, sujetas al suelo con clavos de
hierro, vuelan hechas jirones, y la arena azota las espaldas de los
hombres; sus granos se clavan en los lomos de los cuadrúpedos,
haciéndoles rugir de dolor.
Aguardaron con paciencia por espacio de dos horas, y la espantosa
tromba se disipó. Entonces el sol volvió a lucir radiante; el aire
adquirió una transparencia extraordinaria.
Los pacientes camellos se alzaron con alegría, los caballos
relincharon de gozo, y los hombres lanzaron al aire sonoros hurras.
Estaban salvados.
Habían salido de Río de Oro hacía algunos días, y, audaces
exploradores, se lanzaron por el desierto líbico para alcanzar el país
de los árabes tuariks. Les faltaba el agua; pero esperaban llegar aquel
mismo día al gran oasis de Valatah. Así lo pensaba y lo prometía su guía
Beni-Delim, un hombre desnudo de medio cuerpo arriba, de tez rojiza,
nariz aguileña, cabellos crespos y mirada inteligente.
—¡Beni-Delim! ¡Beni-Delim! ¿Dónde está Beni-Delim?
Beni-Delim había desaparecido.
Entonces la consternación se pintó en todos los semblantes. El
traidor había aprovechado los momentos de obscuridad y de pánico para
huir, dejándolos en el desierto sin guía. Estaban perdidos.
El jefe de la expedición, un italiano hercúleo de facciones enérgicas y agraciadas, les gritó:
—¡No hay que acobardarse, amigos! Cuando ese miserable ha huído, el oasis no debe de estar lejos. ¡En marcha!
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