Textos más largos de Armando Palacio Valdés etiquetados como Cuento | pág. 3

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autor: Armando Palacio Valdés etiqueta: Cuento


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El Sueño de un Reo de Muerte

Armando Palacio Valdés


Cuento


Una mañana, al salir de casa, hirió mis oídos el repique agudo y estridente de una campanilla. Llevé la mano al sombrero y busqué con la vista al sacerdote portador de la sagrada forma; pero no le vi. En su lugar tropezaron mis ojos con un anciano, vestido de negro, que llevaba colgada al cuello una medalla de plata; a su lado marchaba un hombre con una campanilla en la mano y un cajoncito verde en el cual la mayoría de los transeúntes iban depositando algunas monedas. De vez en cuando se abría con estrépito un balcón, y se veía una mano blanca que arrojaba a la calle algo envuelto en un papel; el hombre de la campanilla se bajaba a cogerlo, arrancaba el papel, y eran también monedas que inmediatamente introducía en el cajoncito verde: cuando levantaba la vista al balcón, estaba ya cerrado. Lo adiviné todo.

Un ligero temblor corrió por todo mi cuerpo, y a toda prisa procuré alejarme de aquella escena. Corrí por la ciudad, haciendo inútiles esfuerzos para no escuchar el tañido de la fatal campanilla, y en todas partes tropezaba con la misma escena. Notaba que los transeúntes se miraban unos a otros con expresión de susto, y se hacían preguntas en tono bajo y misterioso. Algunos chicos, pregoneros de periódicos, chillaban ya desaforadamente: «La Salve que cantan los presos al reo que está en capilla».

Desde que tengo uso de razón he sabido que existe la pena de muerte en nuestro país; y no obstante siempre la he mirado del mismo modo que los autos de fe y el tormento; como una cosa que pertenece a la historia. Esto se explica, atendiendo a que he residido siempre en una provincia donde por fortuna hace ya bastantes años que no se ha aplicado. Conocía algunos detalles de la ejecución de los reos sólo por referencia de los viejos, a los cuales no dejaba de mirar, cuando me lo contaban, con cierta admiración, mezclada de terror.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Gloria y Obscuridad

Armando Palacio Valdés


Cuento


Acaece a los hombres que han gustado las dulzuras de la gloria lo mismo que a los que frecuentan las salas de juego. Éstos ya no encuentran en el mundo nada que les complazca, sino las fuertes emociones de ganar o perder dinero. Aquéllos ya no pueden vivir sino siendo a todas horas y por todos lisonjeados. Cuando las lisonjas no llegan, se va a buscarlas con mil artificios y violencias. Se adula a los seres más despreciables para obtenerlas; se urden intrigas; se hacen favores a aquellos a quienes se odia; se escuchan dramas soporíferos y se leen libros indigestos; se sube a las buhardillas y se baja a los sótanos; se practican todas las obras de misericordia sin misericordia. Se vive, últimamente, en un estado de perpetua inquietud y vigilancia. ¡Todo para cazar la gacetilla arrulladora!

Esta es la vida feliz que disfrutan la mayoría de los llamados grandes hombres. Voltaire, Víctor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, Castelar, no han llevado otra.

Y es que el manjar de la gloria tiene un sabor tan pronunciado, que quita el gusto a todos los demás platos.

* * *

Siempre y en todas partes la envidia se ha cebado en los hombres de verdadero mérito. Por lo cual ocurre preguntar: «¿Cómo es posible que los necios hayan visto tan claro, siendo necios, el mérito de los hombres superiores?» Solamente porque la envidia es una pasión que en vez de turbar el cerebro, como las otras, lo esclarece. Gracias a ella, cualquiera puede sin esfuerzo separar el oro del similor en los dominios de la inteligencia.

* * *

Sucede a los escritores muy agasajados de la prensa lo que a los niños mimados. Cuando se les deja solos o no se les hace caso, se afligen horriblemente. Éstos chillan como desesperados. Aquéllos se lanzan de nuevo a la publicidad, con la esperanza de llamar nuevamente la atención, y escriben la serie de fruslerías que todos conocemos.

* * *


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Último Bohemio

Armando Palacio Valdés


Cuento


No hace todavía dos años que pasando por la Carrera de San Jerónimo di con un amigo periodista, que me dijo al tiempo de saludarme:—Vaya usted por la calle de Sevilla y verá V. a Pelayo del Castillo acostado en la acera.

Había oído hablar muchísimo de este personaje y tenía la cabeza llena de sus extravagancias y proezas tabernarias: había visto en los teatros una pieza suya titulada El que nace para ochavo, no desprovista enteramente de gracia: no quise, pues, perder la ocasión de conocerle. A los pocos pasos encontré a Urbano González Serrano, conocido seguramente de todos mis lectores, y le invité a venir conmigo, lo que aceptó con gusto. Ambos nos dirigimos al lugar que me habían designado, o sea, la acera de la calle de Sevilla colocada en el sitio de los recientes derribos, donde tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en una piedra y expuesto a los rigores del sol, vimos a un mendigo sucio y desarrapado. ¡Cómo se nos había de ocurrir que aquel hombre fuese Pelayo del Castillo! Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas, el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en otro tiempo habían sido alpargatas.

Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca de nuestro literato, sin lograr hallarle. Al fin nuestros ojos se encontraron y le pregunté recelosamente designando al mendigo:

—¿Será ese?

—¡Imposible!—replicó Serrano.

No obstante, en la frente de aquel hombre había algo que no suele verse en las de los braceros; era una frente degradada, pero era una frente donde se había pensado. Insistí en que lo averiguásemos, y acercándonos a él, Serrano le sacudió levemente:

—Oiga V..... ¿es V. D. Pelayo del Castillo?


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6 págs. / 11 minutos / 58 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Confesión de un Crimen

Armando Palacio Valdés


Cuento


En el vasto salón del Prado aún no había gente. Era temprano; las cinco y media nada más. A falta de personas formales los niños tomaban posesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda, de la pelota, pío campo, escondite, y otros no menos respetables, tan respetables, por lo menos, y por de cantado más saludables, que los del ajedrez, tresillo, ruleta y siete y media con que los hombres se divierten. Y si no temiera ofender las instituciones, me atrevería a ponerlos en parangón con los del salón de conferencias del Congreso y de la Bolsa, seguro de que tampoco habían de desmerecer.

El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Los chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en una mesa de mármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño, con sus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manos coloradas y las mejillas rebosando una salud, que yo para mí deseo, se agrupaban a la sombra sentadas en algún banco, desahogando con placer sus respectivos pechos henchidos de secretos domésticos, sin que por eso perdiesen de vista un momento (dicho sea en honor suyo) los inquietos y menudos objetos de su vigilancia. Tal vez que otra se levantaban corriendo para ir a socorrer a algún mosquito infeliz que se había caído boca abajo y que se revolcaba en la arena con horrísonos chillidos: otras veces llamaban imperiosamente al que se desmandaba y le residenciaban ante el consejo de doncellas y amas de cría, amonestándole suavemente o recriminándole con dureza y administrándole algún leve correctivo en la parte posterior, según el sistema y el temperamento de cada juez.


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6 págs. / 11 minutos / 267 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2017 por Edu Robsy.

Polifemo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas; de estatura gigantesca, paso rígido, imponente; enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aun más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de África había dado muerte a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.

Por allí paseaba también metódicamente los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.

El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.

—Voy a comunicarle a usted un secreto —decía a cualquiera que le acompañase en el paseo—. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.

Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Abeja

Armando Palacio Valdés


Cuento


Periódico científico y literario

No muchos días después de haber llegado a Madrid con el fin de seguir la carrera de leyes, fui invitado por uno de mis condiscípulos para entrar en cierta Academia o Ateneo escolar, donde algunos jóvenes estudiosos se adiestraban en el arte de la elocuencia. Acepté con gusto la oferta; asistí algunos jueves a la sesión, y vencida la timidez natural del provinciano, llegué a intervenir en algún debate, si no con éxito lisonjero, por lo menos con la tolerancia benévola de mis consocios.

A los tres o cuatro meses de instituida aquella sabia y nobilísima Sociedad, comprendimos la urgencia de tener un órgano en la prensa, y resolvimos incontinenti fundarlo. Había de ser semanal y titularse La Abeja. Al efecto, vaciamos los bolsillos en manos del presidente (director nato del periódico) y nos pusimos de todo en todo a sus órdenes. La redacción se constituyó en el mismo local del Ateneo, que era el cuarto de estudio de uno de nuestros compañeros; una habitación aguardillada, donde los sábados se aplanchaba la ropa de la casa, no pudiendo por lo mismo reunirnos en este día.

Discutiose ampliamente el reglamento y se nombró administrador y redactor en jefe. Yo quedé de simple redactor, pero encargado además de entenderme con el impresor y corregir las segundas pruebas.

Al cabo de un mes de idas y venidas y no pocos trabajos, salió a luz La Abeja, que llevaba entre otros un artículo mío histórico acerca de Felipe II. Este artículo en que se defendía la política del monarca español y se vindicaba su nombre, consiguió llamar la atención de las familias de los redactores y me valió no pocas enhorabuenas.


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6 págs. / 11 minutos / 53 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Leyes Inmutables

Armando Palacio Valdés


Cuento


El hombre del mundo que yo pensaba menos expuesto a volverse loco era mi amigo Montenegro.

Era un ser tímido, reflexivo, metódico, lector asiduo de La Época, apuntador incansable de todos sus gastos, hasta de las cajas de cerillas que compraba.

Y, sin embargo, cayó repentinamente en una espantosa demencia.

Una tarde le encontré en el Retiro, y me pidió un millón de pesetas para la canalización del río Manzanares. Se trataba de un negocio que importaría, aproximadamente, cincuenta millones; él se había suscrito ya por veinticinco: le faltaba la mitad; pero contaba con los banqueros más importantes de Madrid, y conmigo, por supuesto.

Para llevar a feliz término este proyecto grandioso, le parecía muy conveniente, se puede decir indispensable, hacerse diputado. «Ya ves, en España la política lo absorbe todo... Si uno no es diputado», etc., etc.

Montenegro lo fué. Es decir, no lo fué; pero como si lo fuese. Una tarde se presentó en el Congreso poco antes de abrirse la sesión; hizo avisar al presidente de que un señor diputado electo deseaba jurar. El presidente ordenó todo lo necesario para tan solemne acto, el crucifijo, los Evangelios, etc.

Se dió la voz: «Un señor diputado va a prestar juramento.»

Los que estaban en los escaños se pusieron en pie, y Montenegro, vestido de etiqueta y escoltado por los maceros, se presentó en el salón y avanzó majestuosamente hacia la Presidencia.

¿Por qué ríe todo el mundo a carcajadas? Es que Montenegro llevaba un zapato negro de charol y otro de color. El presidente le pregunta su nombre, se entera de que no es diputado, sospecha que se trata de un loco, y lo hace retirar.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Drama de las Bambalinas

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

Antoñico era una chispa, al decir de cuantos andaban entre bastidores; no se había conocido traspunte como él desde hacía muchos años: era necesario remontarse a los tiempos de Máiquez y Rita Luna, como hacía frecuentemente un caballero gordo que iba todas las noches de tertulia al saloncillo, para hallar precedente de tal inteligencia y actividad.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Tierra es un Ángel

Armando Palacio Valdés


Cuento


La Tierra es un ángel: yo he leído eso en alguna parte—me decía el doctor Mediavilla cierta tarde paseando por la Moncloa—. ¡Ah!, sí, ya me acuerdo; era un filósofo alemán llamado Fechner quien lo afirmaba. Y en este momento estoy tentado a darle la razón. ¡Vea usted qué luz irisada se esparce por el cielo!, ¡qué transparencia en el aire!, ¡qué crestas azuladas aquellas del Guadarrama!, ¡qué dulce sosiego en toda la campiña! Considerando la Tierra como un ser cuyas vastas dimensiones exigen un plan de vida completamente distinto del nuestro, no ofrece duda su inmensa superioridad sobre nosotros. La Tierra no tiene piernas ni brazos: ¿para qué los necesita, puesto que posee ya dentro de sí todas aquellas cosas tras de las cuales nosotros corremos anhelantes? ¿Necesita de piernas para caminar con la espantosa velocidad de treinta kilómetros por segundo? No tiene ojos; pero sigue su camino por el espacio insondable sin extraviarse. Para llevar su preciosa carga en todos los momentos, en todas las estaciones—dice aquel ingenioso filósofo—, ¿qué forma podría ser más excelente que la suya, puesto que es al mismo tiempo el caballo, las ruedas y el carro? Hay que pensar en la belleza de este globo luminoso, cuya mitad alumbrada por el sol es azul, mientras la otra mitad se baña en la noche estrellada. Hay que pensar en esta cristalina esfera, que gira bañada en luz, como decía nuestro gran Espronceda; hay que pensar en sus aguas transparentes, en esos millones de luces y de sombras por las cuales los cielos se reflejan en los pliegues de sus montañas y en los repliegues de sus valles. Este globo sería un espectáculo sublime para quien lo viese de lejos. En él se encuentran a la vez todos los contrastes y todas las armonías; es decir, todo lo pintoresco, todo lo que puede producir la emoción estética, la desolación y la alegría, la riqueza, la frescura, los vívidos colores, los aromas delicados.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mercí, Monsieur

Armando Palacio Valdés


Cuento


La Tierra es un ángel: yo he leído eso en alguna parte—me decía el doctor Mediavilla cierta tarde paseando por la Moncloa—. ¡Ah!, sí, ya me acuerdo; era un filósofo alemán llamado Fechner quien lo afirmaba. Y en este momento estoy tentado a darle la razón. ¡Vea usted qué luz irisada se esparce por el cielo!, ¡qué transparencia en el aire!, ¡qué crestas azuladas aquellas del Guadarrama!, ¡qué dulce sosiego en toda la campiña! Considerando la Tierra como un ser cuyas vastas dimensiones exigen un plan de vida completamente distinto del nuestro, no ofrece duda su inmensa superioridad sobre nosotros. La Tierra no tiene piernas ni brazos: ¿para qué los necesita, puesto que posee ya dentro de sí todas aquellas cosas tras de las cuales nosotros corremos anhelantes? ¿Necesita de piernas para caminar con la espantosa velocidad de treinta kilómetros por segundo? No tiene ojos; pero sigue su camino por el espacio insondable sin extraviarse. Para llevar su preciosa carga en todos los momentos, en todas las estaciones—dice aquel ingenioso filósofo—, ¿qué forma podría ser más excelente que la suya, puesto que es al mismo tiempo el caballo, las ruedas y el carro? Hay que pensar en la belleza de este globo luminoso, cuya mitad alumbrada por el sol es azul, mientras la otra mitad se baña en la noche estrellada. Hay que pensar en esta cristalina esfera, que gira bañada en luz, como decía nuestro gran Espronceda; hay que pensar en sus aguas transparentes, en esos millones de luces y de sombras por las cuales los cielos se reflejan en los pliegues de sus montañas y en los repliegues de sus valles. Este globo sería un espectáculo sublime para quien lo viese de lejos. En él se encuentran a la vez todos los contrastes y todas las armonías; es decir, todo lo pintoresco, todo lo que puede producir la emoción estética, la desolación y la alegría, la riqueza, la frescura, los vívidos colores, los aromas delicados.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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