Textos más largos de Armando Palacio Valdés etiquetados como Cuento | pág. 5

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autor: Armando Palacio Valdés etiqueta: Cuento


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La Castellana

Armando Palacio Valdés


Cuento


La acera de Recoletos termina en la plaza de Colón. A la derecha se encuentra la casa donde se fabrican las pocas pesetas buenas que hay en España. A la izquierda está la que proporciona las pocas novelas bellas; la casa de D. Benito Pérez Galdós. Todos los españoles saben lo primero: muy pocos somos los que tenemos noticia de lo segundo. Pero los que lo sabemos—dicho sea para nuestra honra y prez—solemos mirar con más atención a la izquierda que a la derecha. Al cabo, las monedas que se fabrican en aquel gran edificio de ladrillos irán como esclavas sumisas a procurar deleites a los poderosos, a halagar sus torpes pasiones y sus vicios, mientras las novelas que se escriben en aquel alto y silencioso despacho, vendrán a posarse delante de nuestros ojos dándonos algunos instantes de placer honrado, elevando nuestro espíritu y esclareciéndolo.

La inmensa mayoría, casi la totalidad de los hombres, guarda consideración y respeto a los ricos sólo por el hecho de serlo. Los grandes escritores sólo lo infunden cuando ejercen un cargo oficial. Y, no obstante, el rico es un hombre que trabaja y se afana únicamente para proporcionarse goces, de los cuales no nos hace, bien seguro, partícipes, mientras el escritor se priva de los suyos, gasta sus fuerzas, enferma del estómago o la cabeza y acorta su vida para procurarnos deleite y cultura. Después, se da por satisfecho con un estipendio parecido al de un albañil y con que le digamos: «¡Amigo, qué bonito libro ha escrito usted!»


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Mirada a lo Alto

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

En las primeras horas de la noche me place discurrir por las calles céntricas. Uno tras otro los arcos voltáicos se encienden, y mantienen a distancia las tinieblas que la huída del sol convida a descender. Los coches regresan del paseo, y los nobles brutos que los arrastran se muestran impacientes ante la muchedumbre que obstruye la vía.

¡Crepúsculo hermoso el de la gran ciudad! Que otros vayan a gozarse melancólicamente al bosque silencioso, y que miren al sol ocultarse detrás de los montes lejanos, y que escuchen con placer las esquilas del ganado y los dulces sones de la flauta pastoril; que corran a la playa desierta y se deleiten contemplando el romper de las olas espumosas. Yo gozo mirando las telas y las joyas deslumbrantes que se ostentan en los escaparates. Pero gozo más cuando alguna bella, desde lo alto de un coche, como una diosa sobre su trono móvil de seda, me lanza una mirada. ¡Avergonzaos, ricas telas, ocultaos, joyas deslumbrantes!; el sol, al partir, ha dejado en aquellos ojos toda su luz como en depósito sagrado.

Con tranquilo placer mis pasos errantes se deslizan por la calle. La muchedumbre se aprieta en torno mío. ¡Escuchad, escuchad esos gritos gozosos; ved esa larga fila de carruajes que llevan sobre sus ruedas la belleza, la juventud y la alegría de la villa! ¡Mirad a ese joven tembloroso que se acerca, embargado de emoción, al borde de la acera, y recoge al pasar la sonrisa de su amada y una señal de su mano adorada, de esa mano que él besa furtivamente cuando en el Retiro la dama de compañía se distrae..., o se hace la distraída! Mis canas me preservan ya de estos temblores, mas, ¡ay!, no puedo menos de acordarme de ellos.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pecado de la Amabilidad

Armando Palacio Valdés


Cuento


Era yo joven y me hallaba de visita en casa de una señora anciana de singular discreción. Entró un caballero de porte elegante, de arrogante figura. La señora nos presentó el uno al otro. Entablóse conversación, y yo hice cuanto fué posible por mostrarme amable y hacerme simpático a aquel desconocido. Hubo unos momentos de alegría cordial, de charla jocosa, de verdadera expansión. Sin embargo, cuando, al cabo, aquel caballero se levantó para irse, después de saludar con exquisita y familiar cortesía a la dama, dirigióme a mí una fría y casi impertinente inclinación de cabeza que me dejó enfadado. La señora comprendió lo que por mí pasaba, y, mirándome fijamente con ojos risueños y maliciosos, me preguntó:

—¿Me permite usted que le haga una observación acerca de su carácter?

—Cuantas guste.

—Pues bien, amigo mío; debo manifestarle que es usted demasiado amable para hombre.

—¿Qué quiere usted decir, señora?—repuse poniéndome un poco colorado.

—No se asuste usted ni se ofenda. No quiero decir que posea usted un temperamento femenino. Sólo me atrevo a indicarle que exagera usted un poco la nota de la amabilidad, y que esto ha de ocasionarle más de un disgusto en la vida.... Porque, bien mirado, nosotras, las mujeres, necesitamos a toda costa agradar; es nuestro destino; es la condición ineludible de nuestra existencia. Pero la de ustedes se puede deslizar admirablemente sin ella. Ustedes tienen interés en hacerse respetables, temibles...; agradables, ¿para qué?

—Exceptuando con ustedes.

—Exceptuando con nosotras, desde luego.... Y, sin embargo, todavía hay mujeres a quienes seducen las formas brutales. Pero son las refinadas y están en minoría.

—¿De modo que me aconseja usted ser grosero?


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Testigo de Cargo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Hay personas que no pasean jamás sino por calles céntricas. Hay otras que gustan de las excéntricas y solitarias, en los barrios extremos de Madrid, lindantes con la campiña. Las hay, por fin, que no pasean ni por unas ni por otras, y sólo encuentran alegría midiendo el pasillo de su casa a trancos, y acercándose de vez en cuando a la estufa para calentarse las manos.

Pues bien; declaro que yo pertenezco a la segunda categoría, aunque también me agrada recorrer una y otra vez mi pasillo con las manos en los bolsillos, particularmente cuando llueve, y dar unas cuantas vueltas por las calles de Alcalá y de Sevilla a las horas de más tránsito. Cuando esto último acaece, procuro que mi rostro vaya fruncido y aborrascado para adaptarse al medio ambiente; pero es contra mi gusto, bien lo sabe Dios, porque mi fisonomía, por naturaleza, es plácida y sentimental.

Así, que experimento más placer en pasearme por las afueras, donde encuentro rostros alegres que me miran sin hostilidad. Sólo allí me desarrugo y soy exteriormente lo que Dios quiso hacerme. Y he pensado algunas veces que si trasladásemos las caras de las afueras al centro, y las del centro las enviásemos a paseo, Madrid ofrecería a los ojos de los extranjeros un aspecto más hospitalario, más risueño y, sobre todo, más humano que el que ahora tiene.

No sucede lo mismo con los perros. Encuentro, generalmente, los del centro apacibles y corteses; los de los barrios extremos, agresivos, quimeristas y mucho más descuidados en el aseo de su individuo. Sin duda, la cultura, que ejerce una influencia tan triste en la raza humana, suaviza y mejora la canina.

Ignoro si el perro con quien tropecé cierto día en una de las calles más extraviadas del barrio de Chamberí era quimerista y agresivo como sus convecinos; pero sí puedo dar fe de su escandalosa suciedad.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Unidad de Conciencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


Mi padre acostumbraba a decir que las conciencias de los hombres eran tan diferentes como sus fisonomías. Yo tenía pocos años entonces, y no era capaz de discutir tal opinión. Ahora tengo muchos, y tampoco sé bien a qué atenerme.

Porque esta sencilla proposición arrastra consigo nada menos que el gran problema del bien y del mal. ¡Un grano de anís!

Si no existe la unidad de la conciencia en el género humano, dicho se está que la justicia, el honor, la caridad, son cosas convencionales que se hallan a merced de la opinión, que cambian con el transcurso de los años como cambian las mangas de las señoras, unas veces estrechas, otras, anchas. En otro tiempo era de moda el asesinato. Ahora ya no lo es. Quizás mañana vuelvan otra vez las mangas anchas.

Estoy seguro de que mi padre no se daba cuenta de las graves consecuencias metafísicas que sus palabras engendraban. De todos modos, no era hombre que emitiese sus opiniones en abstracto como un profesor de filosofía, sino que, invariablemente, las apoyaba en algún ejemplo bien concreto. Para sostener la proposición enunciada, tenía siempre a mano varios casos interesantes. Pero el que usaba más a menudo era el caso de don Robustiano.

Don Robustiano era un notario que vivía en la casa contigua a la nuestra; un hombre alto, anguloso, blanco ya como un carnero. A mi hermano y a mí nos inspiraba un terror loco. Jamás le habíamos visto sonreir. Tenía tres hijos de la misma edad, poco más o menos, que la nuestra, a los cuales trataba con despiadada severidad. Se decía que los azotaba con unas correas hasta hacerles saltar la sangre. En efecto, raro era el día en que no oíamos lamentos al través de la pared. Y una vez en que, por casualidad, me llevó uno de sus hijos hasta el cuarto de su padre, vi colgadas de un clavo las fatales disciplinas, que me hicieron dar un vuelco al corazón.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Bienaventuranza

Armando Palacio Valdés


Cuento


En la plaza de la villa se celebraba el mercado semanal los lunes. Allí se congregaban las campesinas de los contornos con sus cestas repletas de huevos y frutas y manteca. Gritaban las aldeanas ofreciendo sus mercancías, gritaban más alto aún las obreras y domésticas de la villa ofreciendo por ellas precios irrisorios, piaban las gallinas, gruñían los cerdos, mugían los terneros, relinchaban los potros. Todos estos ruidos envueltos llegaban hasta mí como un sordo rumor que me producía somnolencia.

Los lunes por la tarde no teníamos escuela a causa del mercado. El Municipio dejaba generosamente al maestro todo este tiempo para proveerse de comestibles. No necesitaba tanto.

En casa no querían que saliese a la calle, por miedo a los coches, a los borrachos, a las brujas, etc. Tampoco querían retenerme dentro de ella, porque molestaba con mis juegos ruidosos. Adoptábase un justo medio; me enviaban al almacén.

Era éste una vasta pieza vacía y polvorienta, con ventana abierta al soportal, pues la calle era de arcos, como otras muchas de la villa en que habitábamos. Prohibición absoluta de saltar por esta ventana al soportal. Llevaba, pues, mi pelota, mi peonza, mi escopeta de muelles, y me entretenía lo mejor posible en aquellas largas horas vespertinas. De vez en cuando me acercaba a la ventana, apoyaba los codos en el alféizar, y miraba cruzar a los transeuntes.

El único que me interesaba entre ellos era Nabor, mi amigo Nabor, un niño rechoncho y mofletudo que pasaba tristemente hacia su clase de latín con los libros bajo el brazo. Sólo tenía un año más que yo, y había asistido conmigo a la escuela hasta hacía poco tiempo; pero, debiendo partir en breve al Colegio de Artillería, sus padres le habían sacado de ella para que aprendiese latín, convencidos tal vez de que sin entender a Virgilio no dispararía jamás bien un cañón.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ideas Cadáveres

Armando Palacio Valdés


Cuento


Todo hombre tiene derecho a ser feliz como mejor le parezca», decía Federico el Grande. O lo que es igual: todo hombre está facultado por los dioses para entregarse a la manía que le plazca, siempre que no haga daño a los demás. Corrales tenía la suya, no perjudicaba a nadie, y, sin embargo, nosotros le tratábamos como si nos infiriese con ella alguna ofensa. Todas las noches alusiones picantes, bromitas de mejor o peor género, sonrisas desdeñosas, etc., etc.

Corrales era un hombre de sport. Había escrito y publicado en las revistas del ramo artículos muy luminosos sobre los caballos sementales ingleses y sobre la caza del zorro; era el encargado en un periódico de dar cuenta a sus lectores de las carreras de automóviles y velocípedos; el año anterior había dado a luz un tratado de Gimnástica racional, con profusión de grabados en el texto, y tenía escrito, y en prensa ya, un libro sobre El juego de la espada.

Pero Corrales era un ser raquítico y patizambo que en su vida se había subido a un trapecio o a unas paralelas, que no había montado ningún caballo ni velocípedo, ni disparado una carabina, ni asido ninguna espada francesa o española. Y he aquí lo que despertaba nuestra indignación y nos tenía sobresaltados y furiosos.


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El Paseo de Recoletos

Armando Palacio Valdés


Cuento


Voy a denunciarme ante el severo tribunal de la sociedad fashionable de Madrid, y entregarme con las manos atadas a su justa reprobación.

«Egregias damas: señores sietemesinos: Tengo la vergüenza de confesar a ustedes que la mayor parte de los domingos y fiestas de guardar me paso la tarde dando vueltas en el paseo de Recoletos lo mismo que un mancebo de la Dalia azul. Y no subo hasta el Retiro, a admirar respetuosamente vuestros chaquettes y vuestros perros ratoneros, porque deje de poseer carruaje; pues si bien es mucha verdad que no lo poseo (¡misericordia!) no es menos exacto que tengo unas piernas que no me las merezco, las cuales han hecho con fortuna más de una vez la competencia al tranvía, y de ello puedo presentar testigos. Me quedo, por tanto, en Recoletos sin motivo alguno que pueda justificarme, por pura perversidad, lo cual revela mi depravada índole. Vuestra conciencia distinguida se alarmaría aún más si supieseis... ¡pero no me atrevo a decirlo!... ¡que me gustan mucho las cursis! ¡Perdón, señores, perdón! Ahora que he confesado mi indignidad descargando el alma del peso que la abrumaba, aguardo resignado vuestro fallo. Condenadme, si queréis, a perpetuos pantalones anchos. Los llevaré como marca indeleble de mi deshonra, los pasearé hasta la muerte como la librea del presidario... pero los pasearé los domingos por Recoletos».


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Arte Arcaico

Armando Palacio Valdés


Cuento


¿Por qué hablaban los espíritus libres del Arte? ¿Hay arte posible arrancando al artista la noción del bien y del mal? Si se exceptúan tal vez la escultura, las artes todas tienen por base esas telas de araña que se llaman Dios, alma, bien, verdad. La arquitectura sin religión no sería arte bella, sino de pura utilidad, una arquitectura de castor. La música, si quedase plenamente demostrado que no existe más mundo que el de los fenómenos, si no despertase en nuestra alma dulces y vagos presentimientos de otra patria, ¿ejercería encanto alguno? Una vez persuadidos, absolutamente persuadidos de que su influencia es puramente fisiológica, que no tiene otra finalidad que la de activar las funciones vitales por medio del ritmo, acelerando la digestión o la circulación de la sangre, huiríamos como de un veneno de la música de Beethoven. Buscaríamos algún wals de Strauss o un pasodoble de Chueca a título solamente de licor estomacal.

Y si consideramos el arte por excelencia, el arte de la poesía, no hallaremos en todas sus manifestaciones más que esa lucha profunda, desesperada, trágica y cómica a la vez, entre los ciegos apetitos de nuestra naturaleza animal y las aspiraciones elevadas de nuestro ser espiritual.


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Pragmatismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El sol se puso rojo. La negra, horrible nube se acercó, y las tinieblas invadieron el cielo, momentos antes sereno y transparente.

Entonces los camellos se arrodillaron, y los hombres se volvieron de espalda y se prosternaron también. Los caballos se acercaron temblando a los hombres, como buscando protección.

El furioso khamsin comenzó a soplar. No hay nada que resista al impetuoso torbellino. Las tiendas, sujetas al suelo con clavos de hierro, vuelan hechas jirones, y la arena azota las espaldas de los hombres; sus granos se clavan en los lomos de los cuadrúpedos, haciéndoles rugir de dolor.

Aguardaron con paciencia por espacio de dos horas, y la espantosa tromba se disipó. Entonces el sol volvió a lucir radiante; el aire adquirió una transparencia extraordinaria.

Los pacientes camellos se alzaron con alegría, los caballos relincharon de gozo, y los hombres lanzaron al aire sonoros hurras. Estaban salvados.

Habían salido de Río de Oro hacía algunos días, y, audaces exploradores, se lanzaron por el desierto líbico para alcanzar el país de los árabes tuariks. Les faltaba el agua; pero esperaban llegar aquel mismo día al gran oasis de Valatah. Así lo pensaba y lo prometía su guía Beni-Delim, un hombre desnudo de medio cuerpo arriba, de tez rojiza, nariz aguileña, cabellos crespos y mirada inteligente.

—¡Beni-Delim! ¡Beni-Delim! ¿Dónde está Beni-Delim?

Beni-Delim había desaparecido.

Entonces la consternación se pintó en todos los semblantes. El traidor había aprovechado los momentos de obscuridad y de pánico para huir, dejándolos en el desierto sin guía. Estaban perdidos.

El jefe de la expedición, un italiano hercúleo de facciones enérgicas y agraciadas, les gritó:

—¡No hay que acobardarse, amigos! Cuando ese miserable ha huído, el oasis no debe de estar lejos. ¡En marcha!


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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