Theotocos
Armando Palacio Valdés
Cuento
Fué una criadita guipuzcoana quien me sugirió la idea de visitar el santuario de la Virgen de Aránzazu. Había nacido en sus cercanías, y en su infancia apacentó un rebaño de ovejas en aquellos montes. Cuando nos daba cuenta de su vida monótona, inocente, al pie de la mole de piedra que guarda la milagrosa imagen, su palabra sonaba dulce, intermitente, como las esquilas del ganado, me traía a la imaginación el amable sosiego y los aromas de la montaña.
—¿Nunca se te apareció la Virgen en alguna gruta, como a Bernardetta en Lourdes?—le pregunté yo con sonrisa de burla.
—¡Oh, no!... La Virgen a mí no quiere... Mala que soy—respondía ruborizándose.
¡Vaya si la quería! No tardó mucho tiempo en arrastrarla a un convento y hacerla fiel servidora de sus altares.
—Si alguna vez voy a tu país, te prometo visitar el santuario de Aránzazu y rezar una salve delante de la Virgen.
—¡Oh, señor!... Hágalo, hágalo...—exclamó con los ojos brillantes de alegría—. ¡Quién sabe! Usted verá algún milagro.
—Soy viejo ya para ver milagros—respondí con poca delicadeza.
—La Virgen es Madre de todos—replicó alzando con gravedad los ojos al cielo.
Pasaron algunos años. La casualidad me llevó un día a las montañas de Guipúzcoa, y en ellas me asaltó el recuerdo de la monjita guipuzcoana que había sido mi criada, y de la promesa que le había hecho. Amigo tanto como Rousseau de los campos y de las excursiones a pie, resolví ir a Aránzazu, no por la carretera, sino por trochas y senderos al través de los montes.
Dominio público
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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.