Los golpes de las hachas resonaban por todos los ámbitos de la
montaña. Resonaban, estridentes, engrandecidos por el eco. Las hachas
mordían el tronco del viejo copinol, cuya enroñecida corteza saltaba en
fragmentos a los rudos golpes de los hachadores.
El viejo copinol iba a caer. Por momentos crujía su ramazón, como la arboladura de un navío en medio del vendabal.
─¡Jalá ese lazo un poquito!
El árbol aparecía, prisionero entre una red de cuerdas tendidas en todas direcciones, como entre una desmesurada tela de araña.
─Más juerte. ¡Tilintiá de ese lado!
Se oía el fuerte jadeo de los que tiraban de las cuerdas, mientras
las hachas seguían cayendo, cayendo intermitentes, sobre el tronco.
La vida del viejo copinol tocaba a su fin.
¿Quién hubiera dicho al árbol centenario el fin que le esperaba?
Tantos años fijo ahí, todo cubierto por la sarna del tiempo, vacío de
nidos, abrigador de iguanas y garrobos, devorado por las parásitas,
pero siempre recto, siempre fuerte, siempre imponente. Parecía destinado
a vivir una eternidad; a esperar así, el fin del mundo.
Y ahora iba a caer, como todos. La montaña entera parecía sobrecogida
de dolor y de espanto. Uno de los patriarcas moría despedazado. Y hasta
los pájaros, que en vida huían de él, y de él se burlaban, ahora
enmudecían de tristeza. Los golpes de las hachas, alternándose,
repercutían en el corazón de la montaña. Los hacheros, desnudos de la
cintura para arriba, estaban empapados en sudor. Sus velludos pechos
bronceados, palpitaban como fuelles. Y bajo la piel de sus brazos
vigorosos, los músculos en tensión se acusaban como cables.
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