A la manera de opulento palio desenvuelve el cielo, por sobre el
paisaje, la magnificencia de su seda. El sol, radiante e impetuoso, que
anega los ámbitos todos del espacio, le da más esplendor todavía, y
quiebra su tersa superficie en mil joyantes reflejos...
En el horizonte, las montañas se sumerjen en un fluido
cristalino, y recortan, uno a uno, sus contornos, precisando hasta los
detalles más nimios de sus laderas con la nitidez y minucia de un
grabado holandés.
* * *
(Flota el sopor, como una densa embriaguez. Y el sueño vence a la Naturaleza, sumiéndola en un letargo de plomo.)
* * *
Una ringla de deshojados chilamates, empolva sus
esqueletos al borde de la carretera. Sus rugosos troncos sirven de poste
al alambrado de los potreros, en que la bueyada se apacenta.
En uno de esos chilamates, enrollada en viscoso tirabuzón a una de
sus ramas, dormita una culebra. El color negruzco de su piel resalta del
fondo calinoso de la corteza del árbol. Y en el esplendor de luz
zodiacal, la chata cabecita brilla como un ónix tallado, y el punzón de
su cola, afilado y sutil, destella como la faceta de un diamante. Cerca
del chilamate, se eleva un carao. Es un carao gigantesco. En las
ramas más altas de ese carao, diez o doce zopilotes congregados,
dormitan también su siesta. Y la mancha negra de sus plumajes, como
pastosos brochazos de tinta china, entenebrece la magnificencia del
rincón de cielo que les sirve de fondo.
* * *
(Está en suspenso el ruido, en un gran paréntesis de espera).
* * *
Es la época de las quemas. Y el humo que de ellas se escapa, flota un instante, y luego se diluye en el ambiente argelino.
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