Textos por orden alfabético de Arturo Robsy | pág. 7

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autor: Arturo Robsy


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El Poder y la Gloria

Arturo Robsy


Cuento


No diré yo que fuera de los primeros en darme cuenta de lo que sucedía, y aún ahora sigo sin saber si alguien ha comprendido de verdad lo que pasó el día de Santa Lucía, que es trece y eso siempre da mala espina.

Después, claro, han salido los de siempre, los que hablaron con pilotos de platillos volantes, los que han encontrado el aviso en la Biblia y los que lo leyeron en la Cábala. A otros les llegó la explicación a través de un velador tambaleante, como enseña Kardec, y a un gitano se le apareció una Señora en lo alto de un algarrobo, vaya usted a saber, porque la tropa parapsicológica y pseudocientífica insiste en que fue un poltergeist, un espíritu burlón.

Duendes quizá y, quizá, un castigo bien merecido pero, ciertamente, yo no fui de los primeros en darme cuenta, porque doy clases en la Escuela de Formación Profesional y, encima, escribo versos con la ilusión de que me den la flor natural en los juegos florales de la ciudad, o ciudadela para ser exactos, pueblo engordado con la papilla del turismo y el pienso de las inmobiliarias.

Según todas las versiones, a las ocho y cuarto de la mañana el Jefe de la policía municipal envió a su mujer a buscar al médico, y allá fue la pobre señora, gorda y preocupadísima, y se estuvo gimiendo y cacareando hasta que el médico la acompañó:

El Jefe estaba negro. No negro de ira, ni de rabia, frustración o cualquier otra cosa de las que ennegrecen. Simplemente negro. Negro como en el Congo o en Biafra, para que me entiendan. Negro por fuera, como embetunado, puro charol, y, seguramente, pálido del susto por dentro.

Fuera lo que fuera, le había sucedido por la noche, en la cama, que también tiene sus riesgos; un mal sueño, un soplo de magia, un aojamiento bien colocado, una faena de padre y muy señor mío. Pensaba la mujer por que el camino si sería cosa del hígado, que si pone amarillos, bien puede poner negros.


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Publicado el 17 de abril de 2017 por Edu Robsy.

El Poeta

Arturo Robsy


Cuento


"El poeta es un ente continuamente amenazado por la realidad (de la que debe salir triunfante) y por sus sentimientos (a los que debe conceder un amplio margen de libertad) y por la palabra que, en él, no es solamente un vehículo".

Veintidós años tenía el poeta cuando escribió esto en su casa que daba al mar. También una novia rubia y rolliza y un ilimitado caudal de esperanzas.

Diez años después releyó el párrafo al encontrar el perdido cuadernito de hule. Naturalmente no resistió la tentación de enmendarse la plana:

"La historia íntima del hombre es la de sus fracasos. La pública, la de sus éxitos. La social, la de sus calamidades. La absurda, la de sus vicios. El poeta es centro y límite de todas ellas." —escribió.

Por aquellas fechas, claro, tenía una esposa, que no era la rubia rolliza, y un mocoso simpático que deshojaba sus libros; y, en la mente, el proyecto de la más genial obra de dos siglos (por cierto que, al terminarla, le fue devuelta por un editor con la siguiente nota: "no está usted en la línea").

Y diez años más y el cuadernito ya anciano, con sus tapas de hule llenas de máculas. Y, de nuevo, la imperiosa necesidad de corregirse:

"La nueva inteligencia es el AÑO CERO. Ver y no explicar, saber y no decir. Solo lo físico existiría sin el hombre y, desde luego, una piedra no suele hacer metafísica. El poeta es el año cero de todas las cosas".

La vida era de una plenitud transparente y habitual: la costumbre de la intimidad, el hijo que se encerraba en el lavabo para empezar a fumar; las playas y las ropas alegres, y el mar, para todos los gustos, frente a su casa. El mar del que había dicho "era ejemplo para los hombres de bienhacer y perennidad".


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Publicado el 28 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

El Primer Herrero

Arturo Robsy


Cuento


Aquellas viejas historias que la tele asesinó...


Hubo un tiempo en que Menorca no era nada. El Mediterráneo era un juvenil mar, más amigo de los díscolos vientos y de las turbias nubes que de cobijar a los hombres. Sólo algunos pescadores se aventuraban por sus riberas dispuestos a medirse con el joven mar desde la tierra: así nacieron los boliches y los palangres, ciertos tipos de nasas y las cañas de pescar.

Pero esto era insuficiente y el mar lo sabía y sonreía feliz en las crestas de sus más impresionantes olas: el hombre tardaría muchos, muchísimos años en aventajarle.

Hubo pues, un tiempo en el que Menorca no era nada. Su lugar lo ocupaban las espumas mediterráneas, los desbocados vientos, las lluvias del otoño y las familias de los animales marinos. Solamente mar y mar, sin tierra verde, sin algodonosos bosques de pinos, sin hombres sudando sobre los arados y sin calafates encaramados a las volcadas barcas.

El rey Pons, que buscaba reino, se asomó un día a las orillas del continente, al lugar preciso en que la piedra cede al mar violento y es arena y barro. Le alucinó el Mediterráneo; le llenó el alma de sal y, con la sal, de verdosas semillas de viento del norte y de prolongados espacios.

Y Pons ya no quiso ser rey más que de las olas y la espuma. Ya no quiso los imperios de la tierra firme, ni las fuerzas de la piedra, y pensó en Menorca, pero Menorca, amigos, no existía. Menorca no era nada: ¡Pobre rey Pons a punto de naufragar con sus ilusiones!

Pero el rey Pons, que buscaba reino, rodeó el mar y conoció a todos los hombres que vivían en sus orillas. Habló con los corredores de caballos de mar, con los pastores de delfines, con los inquietos buscadores de ágatas, con los tostados olivareros y hasta fue amigo de Festos, que por aquel entonces comenzaba a manejar los primeros rojizos metales.


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Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

El Provocador Discreto

Arturo Robsy


Cuento


Ejercicio número uno.


Material:

Provéase de una máquina fotográfica o grabadora de vídeo, de un bañador y de un mes de agosto. Busque una de las cientos de playas donde nacionales y extranjeros se desnudan con la esperanza de que el calor solar vivifique sus partes nobles o, si se prefiere, el soporte mortal de sus pecados.


En el fondo los nudistas no son tontos. Saben que es legal porque Múgica tiene ideas, pero dificilmente se pasearían así por la plaza mayor de su ciudad o acudirían despelotados al cine de su barrio. Se reúnen para darse valor. Es el instinto gregario.

Al principio de la temporada se ven las playas llenas de gente vestida que vigila. Un día una mujer se toma una copa para confortar su espíritu y corre a la orilla a sacarse una teta: reflejos condicionados. Pero es la señal y cientos de bañistas tiran sus prendas de vestir. Días después la multitud frunce el cejo cuando aparece un ciudadano en bañador: un provocador, sin duda; un tipejo que tanto puede ser un fascista como una víctima de la educación represiva de la clerigalla.

Pero pasearse desnudo entre los nudistas es una provocación demasiado sutil. Ellos se defenderán de usted con pensamientos progresistas o con brincos exhibicionistas dedicados a escandalizarle.

Un paso en el camino de la provocación es efectuar el paseo con perro. Los canes, en su amistosa simplicidad, se acercan a oler, porque apenas pasan de ser una nariz con sentimientos. El por qué se obstinan en oler determinadas zonas del nudista es algo que tiene que ver con su filosofía de la vida. Su máxima es dime cómo hueles y te diré quién eres.


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Dominio público
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Publicado el 1 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Séptimo Día

Arturo Robsy


Cuento


No sé muy bien qué puede suceder en las próximas horas, pero algo terrible y cruel está por sobrevenirnos a todos. Cuando en el boletín informativo de la mañana de ayer aparecieron los primeros síntomas, la humanidad, que tiene más de gallinero que de Universidad, empezó a sonreir y a suspirar llena de júbilo. Hoy, naturalmente, la misma humanidad ha empezado a recapacitar; al menos esa parte de ella que dice ser civilizada.

Ayer empezaron a llegar noticias confusas de que todas las guerras conocidas habían cesado. Al menos no se disparaba en ninguno de los frentes ni en ninguna de las selvas, desiertos y ciudades donde se acostumbra a disparar. Ni en Afganistán, ni en ningún lugar de Indochina, ni en Irán, Irak, Líbano, Camerún, Sahara, Vascongadas, Irlanda, Angola, Sudáfrica, Mozambique, Eritrea, El Salvador, Nicaragua...

Un alto el fuego, decían los corresponsales de todas las guerras, los testigos de todas las habituales matanzas. La tranquilidad reina en tal sitio. Un tenso silencio planea sobre los ejércitos. Los enemigos se vigilan pero parecen haberse tomado un descano. ¿Será — se preguntaban todos por separado — que están preparando la ofensiva definitiva?

Los corresponsales, claro, fueron los últimos en comprender la realidad. Los que lo vieron claro desde el principio fueron los jefes de redacción de prensa, radio y televisión: aquí, nada; allí, tampoco. ¿Qué sucede? ¿Ha empezado alguien a razonar? ¿Han servido de algo las oraciones del Papa? ¿Se nos ha escapado algún acuerdo secreto?

Las mismas naciones contendientes y los grupos terroristas participaban del asombro general. Lejos de ellos el funesto hábito de la paz, habían, sin embargo, hecho enmudecer sus armas. Sabían, por supuesto, algo más, el truco, la clave de aquel día sin sangre, de aquel día blanco entre tantos rojos y crueles, pero callaban obstinadamente y hacían trabajar a sus Servicios de Información.


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Publicado el 14 de abril de 2017 por Edu Robsy.

El Tonto

Arturo Robsy


Cuento


El tonto del pueblo, un nadilla en el que la naturaleza había demostrado toda su flagrante estupidez, hacía años que dejara de ser un muchacho y, con ello, su última y escasa belleza (la de la piel suave y el cutis lampiño) se esfumó para siempre.

El tonto del pueblo acostumbraba a pasear sin rumbo por las calles torcidas y por las calles rectas interrogando con sus ojos de pez los escaparates y los andares de las buenas mozas, y pidiendo, en ocasiones, un pitillo al primer conocido que veía, o una copichuela en los bares de benevolentes dueños.

El espectáculo de su indolente y serena estolidez era, pues, la costumbre de aquel pueblo (o ciudad) hasta el punto que ya no se reparaba en él, habitualmente una sombra más, itinerante; un motivo ornamental a caballo entre el tipismo y la pobreza y, desde luego, una molestia en las ocasiones en que se aventuraba a pedir algo aquel hombrecito enteco de ojos como de buey y andar despreocupado.

Vivía, por uno de esos milagros burocráticos, en su propia casa, donde antes hubo una mujer vieja y algo pariente y nada más que soledad ahora. Una vecina, por caridad, le pasaba las sobras de sus comidas y, con eso y con los mendrugos que le daban en determinados cafés, se iba apañando tan ricamente e incluso recogía el suficiente dinero para adobarse el cuerpo con vino grueso a cambio de algunos recadillos sin importancia.

Así era nuestro tonto, capaz de medrar en este tiempo donde no mama quien no llora, y donde no se llena los carrillos quien no ofrece ocho horas de su día a tal o cual sociedad anónima. Él, sin embargo, repetía estos consecutivos milagros parapetado en su sonrisa desleída y en sus ojos quietos y pálidos, que mismamente parecía de plástico.


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Publicado el 24 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

El Viejo y La Niña

Arturo Robsy


Cuento


Para María José y Gerardo


"Son otros tiempos donde el tiempo no parece no importar". — Oliverio Quintana.


El turismo siempre es una pobre solución a los problemas porque éstos se enquistan ardientemente bajo la piel y esperan con paciencia la hora ésa en que nos quedamos solos en la habitación del hotel o cuando, adormecidos, levantamos las fronteras entre actualidad y pasado.

En este sentido El Viejo era profundamente desgraciado a pesar de su máquina fotográfica colgada del hombro apaciblemente, a pesar de su sombrerito de palma, a pesar de sus brillantes pantalones veraniegos, a pesar de sus playeras blancas bien ajustadas a los pies y a pesar de sus paseos por ciudad y playa en busca de extraños opios que le descansasen.

Corrían los días de julio, cuando las orillas del mar empiezan a alcanzar su punto de saturación y el cielo es un espejuelo azul de aguas tranquilas e insípidas. El Viejo había venido a la Ciudad con su inevitable máquina fotográfica, con sus brillantes pantalones de verano y sus blancas playeras bien ajustadas.

Las ciudades tienen algo de cruel; algo de soledad mal compartida y peor respetada; algo de malsana curiosidad donde la gente busca a sus vecinos sólo para encontrar ejemplos de estolidez o apatía mayores que propias. Las ciudades tiene enormes bocas de asfalto que todo lo devoran, y no hay que dejarse engañar si vemos tal parterre de verde intento o tal macizo de flores coloreadas: sigue siendo La Ciudad y, por lo tanto, una Amenaza para corazones y sesos.


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Publicado el 25 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Elogio del Esclavo

Arturo Robsy


Cuento


Después de salir con bien de un tifus exantemático que pilló en una cacería en Marruecos, mi amigo Federico, dueño de una carpintería—aserradería, decidió convertirse en líder carismático y, a ser posible, obrero. Puede que las calenturas algo le descolocaran los sesos o que llenara las horas de sufrimiento con el noble arte del pensamiento, pero si he visto algún caso de vocación política es el suyo.

Ya en el hospital me había dicho:

— Las ideas del siglo XX todavía no han llegado a los parlamentos. Los parlamentos mismos son decimonónicos, de modo que hay que volver a pasar a la sociedad por una lupa y hacer que la porquería de las calles se reconozca en ellos.

No era manca declaración de principios, pero como apenas si estaba recuperándose no hicimos mucho caso. Por otro lado el magín de Federico siempre había sido tan maderable como los troncos de su aserrería, y no era cosa de sospechar que fuera a establecer un nuevo orden mundial en el campo de las ideas políticas.

Federico tenía la mujer primera, la de los años de escasez y lucha, que era mayor y gorda. Cuando los negocios le marcharon invirtió mucho dinero en ella: gimnasio, galas y saunas, algunas fotonovelas y una criada muy cara, estudiante de filosofía y semisuripanta, que fregoteando pagaba su acceso a la cultura.

Tras los fracasos de hacer de su costilla algo presentable, prefirió comprarse una mujer nueva, de modelo más moderno, criada desde el principio con potitos de farmacia, muy saludable, algo instruida y con buena puesta a punto. Amorosos duros le costaba pero, a su contacto, él mismo se iba refinando y fue fácil que pasara de la categoría de patán a la de hortera, y hasta pudo leerse, en un año y con paciencia, todo un libro de McLuhan.

— Complicado — resumió — Pero, ¡anda que no mola!


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Publicado el 21 de abril de 2017 por Edu Robsy.

En la Dulce Primavera

Arturo Robsy


Cuento


A Joaquín le faltaba un pelo para ser un solterón cuando entró en mi despacho. Como ustedes deducirán por el hecho de tener un despacho propio, yo soy persona de vida arreglada, de confianza, cumplidor, casi ordenado y demócrata donde los haya. Joaquín, aunque me esté mal el decirlo, no. Ustedes también lo habrán notado, porque sólo una clase de gente, nerviosa, inconstante y semibohemia, va en horas de trabajo a los despachos de los amigos. Claro que él es brillante y yo no; original y yo no; desgraciado y yo no.

Entró, pues, en mi despacho con el paso lento y el aspecto grave de quien empieza a exigir verdades a los sueños.

— "Sé que vuelas hacia mi cuando te duermes — me dijo —
en busca del nido protector que hay en mis brazos,
para apoyar en mi pecho tu cabeza
y escuchar largamente mis latidos."

— Ah, bueno. — le respondí, porque lo mejor y más práctico es no sorprenderse nunca con Joaquín.

— ¿Existe eso? — siguió — Esos amores dulces y completos que uno lee en los buenos poetas y en las novelas rosas, ¿suceden de verdad?

— La gente es muy chafardera, Joaquín.

— Siento cosas, amigo mío. — dijo — La necesidad de dar para recibir, de darme, de ser dos y uno; hambre de una soledad doble; ansia de una borrachera de intimidad y nostalgia. Ojos claros, cabellos largos, labios entreabiertos, elásticas cinturas, sonrisas como la primavera y piel con tacto de noches estrelladas. Ya sabes.

— Yo no sé nada — le advertí antes de que pudiese cargarme con alguna culpa. — En mi vida he dicho algo más insipirado que "T quiero" y aún me parece exagerado.

— Tú eres un hombre casado.

— Por eso acabo de decirte que me parece exagerado.

— ¿Y nunca has sentido florecer tu cuerpo, ni ganas de llorar al ver la curva elástica del cuello de tu mujer?


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Publicado el 14 de abril de 2017 por Edu Robsy.

En un Vuelo

Arturo Robsy


Cuento


Wenceslao daba besos a las ranas. En realidad daba besos a todos los batracios, pues no distinguía muy bien a las ranas de los sapos. Los perseguía infatigablemente y, una vez acorralados, los cogía con cuidado y los besaba en su boca de buzón, sumidero de libélulas.

De todas formas, no eran muchas las ranas ni muchos los sapos que conseguía besar, pues Wenceslao era ente de ciudad. Aún así había pillado a varios de vez en cuando.. El primero, a los siete años, cuando estaba con la reciente impresión del cuento aquel en que la rana resultaba príncipe encantado.

El bichejo quedó quieto y perplejo a los pies del niño Wenceslao después del tratamiento por osculación. Desde entonces Wenceslao creyó tener mano con las ranas y consideró que esta práctica del boca a boca era una suerte de quiniela en la que —¿quién sabe?— podía ganar una princesa, un castillo o, al menos un caballo blanco.

Veinticinco años después no había cambiado de opinión, aunque era, en todo lo demás, un hombre normal, es decir, normalizado, redactado en vulgata, con márgenes muy pequeños en el blanco folio de los sueños. Prefería que la gente no supiera que besaba sapos y ranas porque hoy a todo se le da un giro sexual.

Así estaban las cosas el verano en que Wenceslao atrapó a su decimotercer sapo, que no fue sapo ni rana, pero tampoco princesa, hada o caballo blanco. Era un enano, un Puk de Shakespeare o de Kipling, gnomo, elfo, geniecillo o cosa así. Desnudo como una fruta y agradecido como conviene a la tradición:

—No sé —le dijo— cómo tienes estómago para besar a un sapo, pero gracias de todas formas.


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Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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