La Parábola del Último
Arturo Robsy
Cuento
Para Elena Arias-Salgado Robsy
Cuando desperté nadie quedaba a mi alrededor. Todo había
terminado, aunque no sabía muy bien en qué pudo consistir ese todo.
Simplemente regresé del sueño como cada mañana. La boca pastosa me daba
el informe general sobre mi cuerpo y me recordaba el festín de la noche
anterior. Los ojos, entrecerrados todavía, me enviaban turbias imágenes
del mundo. Las manos... bueno: las manos: sirven siempre para lo mismo
al despertar: para rascarse y taparse los bostezos de la boca.
Un detalle más: estaba solo. Y esto lo supe nada más emerger del pegajoso sueño: fue una sensación automática como de despertar y saber que estás despierto. Bien: yo estaba, además, solo y no había remedio para ello. Debo avisar que, en un principio, me pareció de perlas.
He aquí que hoy no tendría que acudir al trabajo, por ejemplo. Para después, le había prometido a mi mujer llevarla de tiendas... ¡Imagínense! Dos o tres horas de inaplazable aburrimiento, diciendo que sí y esforzándome por atender a los dibujos y colores de los vestidos que ella me enseñaría. Dos o tres horas de viril soledad en lo profundo del más femenino de los mundos... También estaba el asunto del dentista, para el que tenía hora: ya no me dolía la muela que había que extraer, de modo que era bendición del cielo esto de haber despertado solo, solo, solo.
Vagueé cuanto pude en la cama. Probé todas las posturas del lado derecho y luego hice de ellas una versión libre en el izquierdo. Me abracé a la almohada. Me la puse, por fin, bajo los riñones y quedé todo lo arqueado que me permitió mi pobre columna vertebral. Repasé a tientas con el índice cada una de las molduras de la cabecera. Me destapé y me volví a tapar. Encendí un cigarrillo y pensé en la vez en que quemé todo un colchón y parte de mi codo. Entonces reconocí que me aburría y me puse a gritar.
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Publicado el 1 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.