Textos más descargados de Arturo Robsy publicados por Edu Robsy | pág. 4

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autor: Arturo Robsy editor: Edu Robsy


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La Sobreinformación como Manipulación

Arturo Robsy


Ensayo, artículo


Cuando abrimos un periódico, cuando conectamos un televisor o escuchamos un diario hablado radiofónico, accedemos a una especie de instantánea de nuestro mundo y nos vemos rodeados por la información más actual. O eso tendemos a creer.

Sabemos, simultáneamente, lo que está sucediendo en Filipinas, en Corea, en Nueva York o en Santiago de Chile, aunque ello nos obliga a enterarnos menos de lo que hace nuestro vecino. Oímos, en ocasiones, las voces de los protagonistas de la actualidad y hasta velamos sus cadáveres en la pantalla. Conocemos muy especialmente las desgracias que caen, con regularidad y mala entraña, sobre la humanidad rica y sobre la humanidad pobre.

Casi es posible afirmar que disponemos de un exceso de información. Un hombre que lea un periódico al día, vea un telediario al día y oiga un diario hablado al día, recibe algo más de trescientas noticias interesantes, entre sucesos, catástrofes y declaraciones de personalidades.

Con semejantes fuentes, no es raro que el hombre de hoy tienda a creerse conocedor de la sociedad en la que vive. Mucho más que lo fueron los hombres de las generaciones anteriores, de los siglos anteriores, cuando el mundo era todavía grande y distintas las formas de vivir y de pensar.

La información masiva es un hecho, tanto si se considera el número de personas que se informa diariamente sobre el mundo que les rodea como si se atiende a la cantidad de información que, consciente e inconsciente, recibimos al cabo del día. En ambos casos, este es el mundo de la información y, quizá, ella se ha convertido en uno de sus vínculos fundamentales.


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Publicado el 2 de septiembre de 2024 por Edu Robsy.

La Muerte Viene del Mar

Arturo Robsy


Cuento


Para María Teresa Arias-Salgado Robsy
(para que siempre siga respetando tantas pequeñas y utilísimas vidas).


En Tófol es viejo hace muchos años. Es uno de esos desafortunados hombres que sobreviven a su decrepitud y tienen la mala ocurrencia de ponerse a vivir años y más años mientras todo deja de ser lo que era. Así, hasta ochenta y cuatro años, tres meses y doce días: los de Tófol.

El día que se retiró los compañeros le hicieron una despedida: él era carpintero y se reunieron en el almacén con una botella de gin y muy buenos propósitos.

—Ahora —le dijeron— podrás descansar.

—Ahora —le explicaron— tendrás tiempo para tus cosas.

Pero olvidaron preguntarle si de verdad quería Tófol descansar o tener todo el tiempo del mundo. Le echaron simplemente. ¡Valiente cosa! La gente matándose por ahí y volviéndose necia para matar el tiempo. La gente gastándose dinero y más dinero para hacer algo mientras descansa, y a Tófol solamente le daban un traguito de gin, una palmada en la espalda y cuatro malas perras, "para tabaco", y para "ayudar un poco en casa".

—No nos sirves —le decían en realidad—. Ya no tienes las fuerza de hace veinte años. Ya no se te puede confiar la sierra grande. Ya no te van tan bien las manos. ¡A la calle!

¡Leche! Era cosa de parar un momento el carro de la edad y ponerse a hacer preguntas. Por ejemplo: ¿para qué exactamente se pasó trabajando cincuenta y cinco años? ¿Para quién? ¿Eh?. "Ya no nos sirves. ¡A la calle!". Tófol no estaba entonces tan viejo que no se diera cuenta de que algo fallaba en este asunto.

—Te quieren mientras les ganas dinero —sí, de acuerdo—. Pero tampoco sería lógico que te soportaran cuando eres un inútil. ¡Cuánta razón! ¡Cuánta verdad! ¡Leche...!


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Publicado el 25 de julio de 2021 por Edu Robsy.

La Madre; El Hogar; El poeta; y No Era Amistad

Arturo Robsy


Cuento


La madre

—Dime, ¿es niño o niña?

—Mujer, ten calma.

Lavado y fresco se lo traen: un niño. ¡Qué hermoso es verle así, callado, con la piel tierna y arrugada y las manitas de estampa!

—Un niño, pequeña: Mamá... ¿qué efecto te hace este nombre?

Y ella calla: por ahí hay gente mala y su hijo es tan pequeño... Un día soportará una burla; otro, una bofetada, y, de caída en caída, pasará por profesores, por amigos, y conocerá la soledad y la tristeza.

Después, la novia, los licores... Un poco más todavía y, quizá, la guerra para morirse joven o...

—Mujer, ¿qué te pasa?

La madre abre un poco los ojos y aprieta suavemente al hijo.

—Menos mal que no ha sido una muchacha.

El hogar

Hoy es un día feliz: ahora, los cuarenta años y, por la mañana, su mujer le ha besado y sus niños, antes de ir a la escuela, le han dicho un indiferente "felicidades, papá", porque la madre les ha aleccionado.

Cuarenta años. Bien: una fecha para hacer balance y sacar el saldo de su vida. Con el puro y el diario entre las manos, comienza. Realmente no se puede quejar: vive bien en una casa cómoda; tiene una mujer hermosa que envejece y unos hijos sanos.

La historia... ¡hum! Es difícil recordar los pormenores: hay, desde luego, momentos luminosos bien grabados pero, a continuación, sombrías lagunas en la memoria. Sí: de niño, con pantalón y peto, paseando por el puerto en una barca, y su padre, con bigotes, hurgando en el motor, enrojecida la cara.

Una herida, sangre, el médico principiante que cose con sus agujas curvas y él, sobre la mesa, llorando de pura rabia.

Un cierto juego de médicos con alguna vecinita.

Una pedrada; la antigua pandilla de amigos de la guerra donde él era, alguna vez, comandante.

Un religioso repitiendo: Brahmaputra, Ganges e Indo, y haciendo sonar la carraca.


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Publicado el 13 de mayo de 2022 por Edu Robsy.

La Caza

Arturo Robsy


Cuento


Pedro regresa de la caza con la escopeta al hombro: ha sido un día feliz, siempre acompañado por los crujidos del borrajo bajo sus pies o por los rasponazos de las aulagas sobre las perneras del pantalón. Lleva también junto al pulgar un pinchazo de la zarza, de cuando se detuvo a comer zarzamoras y a dejar pasar el calor insoportable que le agobiaba el cuerpo, y, sin embargo, sonríe mientras silba una vieja marcha de los tiempos del servicio militar, porque la cacería es algo más que una afición para él.

Ahora se detiene y cambia el morral por la percha a la sombra del cabrahigo más próximo: son, en total, seis perdices, dos codornices y tres becadas, algo poco acostumbrado ya por estas tierras cuando se caza solo. Pero, como antes pensaba, hoy era un día especial; incluso a la primera muestra del perro, cuando se levantaron tres perdices, a punto estuvo de conseguir un doblete (el sexto de su vida) y, desde luego, la segunda pieza escapó de ala, soltando plumas...

"Mejor será —concluye— no explicar esto: luego todo es decir que si a los cazadores se nos hacen los dedos huéspedes o que no sabemos pasar sin exagerar un poco."

El setter, a su lado, hunde el hocico entre la caza y respira a gusto los olores de los animales. Se trata de un cariñoso perro, con muy buenos vientos, una verdadera joya que le regaló un amigo francés:

"Usted le hará feliz —había dicho el extranjero—. Yo, en cambio, no sé cazar".

Y así, Zar, el setter, y él, pasaron a formar un magnífico equipo; ambos eran dos apasionados del monte, de pisar y repisar los pajones y patear la fronda, y sólo la oscuridad les alejaba de los cotos, como hoy, que iban ya camino de su coche, gloriosamente cansados y satisfechos, el amo del perro, y el perro, del cazador de mandaba.


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Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Historia del Siglo XIX

Arturo Robsy


Cuento


Prólogo

Hojeando un libro antiguo me he encontrado con una vieja historia, en francés, que cuenta las peripecias de una pacífica y próspera ciudad a finales del siglo pasado, cuando alboreaba la electricidad y nadie sospechaba todavía la desenfrenada carrera que se emprendería en pos del progreso.

Los buenos ciudadanos consumían sus horas entre el buen café, un empleo sin complicaciones y los aperitivos de mariscos, que habían dado justa fama a la región. Monsieur Dupont, a las nueve en punto, abría su mercería y saludaba con una inclinación de cabeza a Monsieur Martin, el abacero de enfrente. Monsieur Derblay, el director del banco, a las diez y un minuto, se aflojaba el cuello duro, y Monsieur Delag, el vinatero, a las once hacía su primera "cura de agua" a base de bicarbonato, porque era un comerciante honrado y no vendía un solo cuartillo sin asegurarse de su calidad.

La historia

En una ciudad así, con sólidos lazos entre los vecinos, lo elemental era pasar el teimpo, asesinarlo de algún modo, para que los Messieurs Derblay, Delage, Martin y etcétera, no acabaran consumidos por la propia monotonia, y cobrasen ánimos para la próxima jornada.

¿Cuáles eran, pues, la consecuencias de un aburrimiento colectivo? El Urbanismo. Los hombres de la ciudad, todos a una, se dedicaban a embellecer calles, paseos y edificios públicos, y se sentían orgullosos de una política ornamental que ellos consideraban avanzada en Europa: ¿a qué otra cosa podían aspirar los hombres? ¿No era, acaso, el ideal vivir en un lugar confortable y sin estridencias?


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Publicado el 23 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

En un Vuelo

Arturo Robsy


Cuento


Wenceslao daba besos a las ranas. En realidad daba besos a todos los batracios, pues no distinguía muy bien a las ranas de los sapos. Los perseguía infatigablemente y, una vez acorralados, los cogía con cuidado y los besaba en su boca de buzón, sumidero de libélulas.

De todas formas, no eran muchas las ranas ni muchos los sapos que conseguía besar, pues Wenceslao era ente de ciudad. Aún así había pillado a varios de vez en cuando.. El primero, a los siete años, cuando estaba con la reciente impresión del cuento aquel en que la rana resultaba príncipe encantado.

El bichejo quedó quieto y perplejo a los pies del niño Wenceslao después del tratamiento por osculación. Desde entonces Wenceslao creyó tener mano con las ranas y consideró que esta práctica del boca a boca era una suerte de quiniela en la que —¿quién sabe?— podía ganar una princesa, un castillo o, al menos un caballo blanco.

Veinticinco años después no había cambiado de opinión, aunque era, en todo lo demás, un hombre normal, es decir, normalizado, redactado en vulgata, con márgenes muy pequeños en el blanco folio de los sueños. Prefería que la gente no supiera que besaba sapos y ranas porque hoy a todo se le da un giro sexual.

Así estaban las cosas el verano en que Wenceslao atrapó a su decimotercer sapo, que no fue sapo ni rana, pero tampoco princesa, hada o caballo blanco. Era un enano, un Puk de Shakespeare o de Kipling, gnomo, elfo, geniecillo o cosa así. Desnudo como una fruta y agradecido como conviene a la tradición:

—No sé —le dijo— cómo tienes estómago para besar a un sapo, pero gracias de todas formas.


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Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Tonto

Arturo Robsy


Cuento


El tonto del pueblo, un nadilla en el que la naturaleza había demostrado toda su flagrante estupidez, hacía años que dejara de ser un muchacho y, con ello, su última y escasa belleza (la de la piel suave y el cutis lampiño) se esfumó para siempre.

El tonto del pueblo acostumbraba a pasear sin rumbo por las calles torcidas y por las calles rectas interrogando con sus ojos de pez los escaparates y los andares de las buenas mozas, y pidiendo, en ocasiones, un pitillo al primer conocido que veía, o una copichuela en los bares de benevolentes dueños.

El espectáculo de su indolente y serena estolidez era, pues, la costumbre de aquel pueblo (o ciudad) hasta el punto que ya no se reparaba en él, habitualmente una sombra más, itinerante; un motivo ornamental a caballo entre el tipismo y la pobreza y, desde luego, una molestia en las ocasiones en que se aventuraba a pedir algo aquel hombrecito enteco de ojos como de buey y andar despreocupado.

Vivía, por uno de esos milagros burocráticos, en su propia casa, donde antes hubo una mujer vieja y algo pariente y nada más que soledad ahora. Una vecina, por caridad, le pasaba las sobras de sus comidas y, con eso y con los mendrugos que le daban en determinados cafés, se iba apañando tan ricamente e incluso recogía el suficiente dinero para adobarse el cuerpo con vino grueso a cambio de algunos recadillos sin importancia.

Así era nuestro tonto, capaz de medrar en este tiempo donde no mama quien no llora, y donde no se llena los carrillos quien no ofrece ocho horas de su día a tal o cual sociedad anónima. Él, sin embargo, repetía estos consecutivos milagros parapetado en su sonrisa desleída y en sus ojos quietos y pálidos, que mismamente parecía de plástico.


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Publicado el 24 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Da Costa

Arturo Robsy


Cuento


I. Quién era Da Costa

En mil novecientos, en agosto, con los últimos coletazos del siglo, nació Da Costa, postrer vástago de una larga sucesión de Da Costas renegridos y aventureros que, desde los tiempos de Don Pedro el Navegante, tuvieron que ver con el mar. Un Da Costa dobló el Cabo de las Tormentas siendo asistente de Luis de Camoens. Otro acompañó a Colón en su segundo viaje, y otro más hizo la ruta de El Cano hasta morir de un lanzazo tagalo en las Filipinas.

Siempre fueron discutidores, a medias pendencieros y a medias esforzados, pues no en vano la larga familia se había sustentado, desde Viriato, de la carne en cecina, del pescado seco y de la galleta, alimentos propios de la gente de mar curtida.

El padre del último Da Costa continuaba la tradición familiar y hacía la ruta de ultramar a bordo de un clíper rápido y marinero. Da Costa padre tenía una peculiar manera de entender aquello de "una novia en cada puerto", por lo que mantenía alegremente una familia en Lisboa y otra en Macao, ambas numerosas, pobres y felices.

El joven Da Costa hizo su primer viaje a los trece años, como proel, junto a su padre, y, así, con el alma todavía tierna, se le metió el Oriente por los ojos, la calidad del mar; su color tan distinto del Atlántico natal; las gentes extrañas con su lenguaje cantarín y sus ojos almendrados... Y, además, la riqueza: allí un europeo podía hacer fácilmente carrera: trapicheando con los chinos, navegando en los cargueros de las islas y comerciando con los salvajes o contrabandeando con el opio.


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Publicado el 28 de mayo de 2019 por Edu Robsy.

Cómo Ser un Sinvergüenza con las Señoras

Arturo Robsy


Novela, Cuento, Manual


PRINCIPIO Y JUSTIFICACIÓN

Eran las nueve y media de agosto o, para ser precisos, de una noche del mes de agosto. Felipe, Jorge y yo acabábamos de salir del gimnasio, de una sesión de karate en la que el profesor nos había demostrado, de palabra y de obra, cuánto nos faltaba para llegar a maestros.

Aceptablemente apaleados, decidimos llegar hasta una playa cercana a procurarnos cualquier anestésico en vaso para combatir los dolores físicos y morales y, de paso, disfrutar del clima, de la flora y de la fauna.

Yo era entonces —y aún se mantiene la circunstancia— el mayor de los tres y, por lo tanto, el experto. Además, después de hora y media de karate me sentía por encima de las pasiones humanas o, mejor dicho, por debajo de los mínimos exigibles para cualquier hazaña.

Nos estábamos en la barra, rodeados de cerveza casi por todas partes, cuando llegaron dos inglesitas, jovencísimas aunque perfectamente terminadas para la dura competencia de la especie. Felipe y Jorge sintieron pronto el magnetismo y, cuando vieron que ocupaban una mesa solas, saltaron hacia ellas entre cánticos de victoria y ruidos de la selva.

Las muchachas, que sin duda habían oído hablar de los latin lovers y otras especies en extinción, les acogieron, se dejaron invitar y mantuvieron una penosa conversación chapurreada.

A distancia, yo vigilaba la técnica de mis amigos. ¡Bah! Todo se reducía a ¿de dónde eres?, ¿cuándo has llegado?, ¿qué estudias? y ¿te gusta España? Se me escapaba cómo pensaban seducir a las chicas con semejante conversación.

Gracias a la distancia —y, quizá, a la cerveza que seguía rodeándome observé que las extranjeras estaban repletas hasta los bordes de los mismos pensamientos que mis amigos: cuatro personas, como aquel que dice, pero una sola idea: ¿Cómo hacer para tener una aventurita?


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Publicado el 8 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

¡Canta, Compadre, Canta!

Arturo Robsy


Cuento


A Vicente M., redomado golfista, con admiración


—¡Las diez y misión cumplida! ¿Estamos todos aquí? ¡Quién sabe! A ver: Antonio (¡Presente!), Juan (¡Servidor!), Cristóbal (¡Cómo éste!), Pedro...

—¡Pedro!

—Que no, que no está Pedro. Pero, ¿cómo es eso? Si hace un momento que le vi hablando con Juan.

—Eso era ayer, tú.

—¿Ayer? ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo!

—No importa, ¿verdad? Somos bastantes. Así está bien. Somos uno, dos, tres, cuatro y cinco.

—Pero, ¿qué hacemos?

—¡Qué hacemos! ¡Qué hacemos! ¡Punto redondo!

—¿No son las fiestas? Pues a divertirnos. Compraremos espantasuegras y trompetas y gorros de papel y pelotas con elástico, y nos divertiremos.

—También hemos de subir en los autos de choque.

—Y a ese balancín. Cuando sube se te revuelven las tripas de una manera...

—Pero, ¿a qué hora iremos al baile?

—Hay tiempo para todo, ¿no?

—Pues, hale, a por el espantasuegras (matasuegras tendría que ser, matasuegras).

Caminamos por la calle mayor en busca de la primera "turronera", que a saber por qué se llamará así, porque, de turrón, nada. Calle Mayor abajo, con buena alegría en la cabeza y divertido sonar de la calderilla en los bolsillos.

El ciudadano Antonio es el primero en desmandarse.

—¡Me cisco en los espantasuegras! ¿No veis que Casa Manolo está abierto?

—¡Eso! Lo primero es tomar un buen gin.

—Claro que sí.

Lo primero y lo último, porque sabe Dios el gin que hemos trasegado entre los seis durante el día... Perdón: los cinco, porque Pedro ha desaparecido. No importa. Casa Manolo tiene la virtud de tranquilizar las más rebeldes conciencias.

Cristóbal canturrea a mi lado mientras esperamos la vez:

—Amur, Amarillo y Azul; Bramaputra, Ganges e Indo.

—¿Y eso?


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Publicado el 20 de abril de 2022 por Edu Robsy.

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