Textos más populares este mes de Arturo Robsy publicados por Edu Robsy | pág. 2

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autor: Arturo Robsy editor: Edu Robsy


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Qué Difícil Es Ser Dios

Arturo Robsy


Cuento


Sólo los que se aferran a la vida más de lo reglamentario creen que se les puede hacer una biopsia de puro trámite cuando se quejan de que un catarro no se les cura. Y, cuando en vez de una aspirina, les recetan veinte sesiones bajo el acelerador lineal, sólo los de piel de rinoceronte siguen creyendo que las cosas marchan bien.

Eduardo Libre, que soportaba desde niño las desventajas de un espíritu burlón, sonrió, de cara al médico:

—¿Y, a pesar de esto, cree que me curaré?

—Naturalmente.

Libre, que era de otra escuela de pensamiento más propensa a la acción, salió directamente hacia el banco y pidió un cartucho de monedas de cincuenta pesetas. Lo pagó y, con él en el puño, dio un formidable golpe en el mentón del guardia se seguridad de aquella desventurada sucursal. Ya tenía pistola y un total de veinticinco balas.

Cuando, además de cáncer, se tiene un arma de fuego con alguna munición, sobreviene un momento de optimismo. Aguzando el oído se oyen cánticos de aves. Quizá es pasajero, pero alivia la tensión.

De haberse enterado su médico, hombre de escasa psicología y de nómina profunda, hubiera pensado que los últimos manejos perseguían el fin de dotar a Eduardo de un pasaporte a la eternidad: rápido aunque ruidoso. Por eso se hubiera extrañado al ver como su cliente, lejos de perforarse el cráneo, se acomodaba en el escritorio e invertía su valioso tiempo en sumirse en los recuerdos.

Aspiraba a escribir en un blanco papel los nombres de quienes le hubieran perjudicado gravemente, para remitirlos al más allá como avanzadilla. Tenía la impresión de que su cáncer no era más que el resultado del cúmulo de injusticias sufridas y, católico ligeramente heterodoxo, pensaba hacer de Dios durante unos días, decidiendo sobre el destino de ciertos elementos perjudiciales para la salud.

—Juan Valls. —escribió.


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Publicado el 12 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Diccionario de Medicina Letal

Arturo Robsy


Diccionario, Medicina


Así se extinguieron nuestros antepasados

Prólogo

¿Qué es de verdad un incordio? ¿Por qué las pesadillas se llaman así? ¿Quién nos enseñó a fumar y con qué fines? ¿Por qué hablamos de los «duros de mollera»? ¿De dónde viene eso de tomar tapas? ¿Nos «opilamos» todavía? ¿Sigue siendo el corazón una especie de infiernillo que calentaba el estómago?

El hombre vive en un mundo de palabras. De aquí que hablar bien y de modo comprensible, sea sinónimo de pensar bien. Y viceversa. Para eso, para educar las mentes y no desperdiciar los hallazgos de otras generaciones, nacieron los diccionarios.

El hombre actual carece de tiempo pero sigue sobrado de curiosidad: necesita información breve compatible con el entretenimiento. Así es como este «Diccionario de Medicina Letal» se ha escrito: con la intención de llenar un vacío bibliográfico, cuyo contenido hasta ahora había que entresacar de viejos diccionarios y proporcionar, a la vez, un descanso. ¿Quién, leyendo a los clásicos, no se ha encontrado con palabras médicas, anatómicas o de farmacopea que no ha logrado entender en su contexto, es decir, en cómo concebían los cuerpos y las almas aquellos hombres del Siglo de Oro y del Despotismo Ilustrado?

No se trata de un estudio sobre los orígenes de la lengua, sino de la descripción, convenientemente pasada al español actual, de una medicina peligrosa, mortífera, con la que sanaron no pocos antepasados. Y también es el lugar de encontrar significados de palabras que hoy usamos sin pensar: ¿Cómo se curaban la tiña, la manía, la alferecía, la sordera o las hernias? ¿Qué era entonces tener potra? ¿Con qué se limpiaban los dientes los españoles antiguos? ¿Se podía beber el alcohol del siglo XVII? ¿Es cierto que existía un oro potable?


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Publicado el 19 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Cómo Ser un Sinvergüenza con las Señoras

Arturo Robsy


Novela, Cuento, Manual


PRINCIPIO Y JUSTIFICACIÓN

Eran las nueve y media de agosto o, para ser precisos, de una noche del mes de agosto. Felipe, Jorge y yo acabábamos de salir del gimnasio, de una sesión de karate en la que el profesor nos había demostrado, de palabra y de obra, cuánto nos faltaba para llegar a maestros.

Aceptablemente apaleados, decidimos llegar hasta una playa cercana a procurarnos cualquier anestésico en vaso para combatir los dolores físicos y morales y, de paso, disfrutar del clima, de la flora y de la fauna.

Yo era entonces —y aún se mantiene la circunstancia— el mayor de los tres y, por lo tanto, el experto. Además, después de hora y media de karate me sentía por encima de las pasiones humanas o, mejor dicho, por debajo de los mínimos exigibles para cualquier hazaña.

Nos estábamos en la barra, rodeados de cerveza casi por todas partes, cuando llegaron dos inglesitas, jovencísimas aunque perfectamente terminadas para la dura competencia de la especie. Felipe y Jorge sintieron pronto el magnetismo y, cuando vieron que ocupaban una mesa solas, saltaron hacia ellas entre cánticos de victoria y ruidos de la selva.

Las muchachas, que sin duda habían oído hablar de los latin lovers y otras especies en extinción, les acogieron, se dejaron invitar y mantuvieron una penosa conversación chapurreada.

A distancia, yo vigilaba la técnica de mis amigos. ¡Bah! Todo se reducía a ¿de dónde eres?, ¿cuándo has llegado?, ¿qué estudias? y ¿te gusta España? Se me escapaba cómo pensaban seducir a las chicas con semejante conversación.

Gracias a la distancia —y, quizá, a la cerveza que seguía rodeándome observé que las extranjeras estaban repletas hasta los bordes de los mismos pensamientos que mis amigos: cuatro personas, como aquel que dice, pero una sola idea: ¿Cómo hacer para tener una aventurita?


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Publicado el 8 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Fábulas

Arturo Robsy


Cuento


Tres amigos, Luis, Paco y José, se separaron después de la mili. Los tres habían sido camaradas de párvulos y los tres compartieron esas tardes de primavera en que uno olvida que hay que asistir a clase y va en busca del primer torrente con agua fresca o del primer árbol con buena sombra. Se llamaban Luis, Paco y José. Tenían casi los mismos gustos, las mismas duraderas costumbres y los mismos juveniles vicios. Como, además, habían sido vecinos de toda la vida se repartían en complicidad secretos y aventuras del viejo barrio.

Después de la mili tuvieron que separarse entonces cuando suena la hora de volar del nido y cuando a los muchachos el cuerpo se les llena de calenturas que definitivamente concluyen en el matrimonio.

Se alejaron tristes, cada uno por su lado, conscientes de que abandonaban, en las personas de sus amigos, los últimos rescoldos de una vida quizá feliz. Antes de esto, sin embargo, se habían hecho una promesa:

—Dentro de veinte años, cuando nos hayamos hecho ricos, nos reuniremos de nuevo.

—¿Dónde?

—Aquí. El mismo día, solo que veinte años después.

Para cada uno de ellos pasó el tiempo más que de prisa; excesivamente rápido quizás y, así el plazo de veinte años quedó cumplido y cada uno se dirigió en busca de sus compañeros, Luis, Paco y José, a aquel mismo lugar donde se separaron hacía tanto y tanto.

Luis y Paco fueron los primeros en llegar. Se reconocieron al momento, pero no cabía duda de que habían cambiado: Paco, antaño seco, estaba ahora muy delgado y tenía una molesta tos, ganada a pulso entre el tabaco y los pocos cuidados. Luis había engordad y tenía el rostro marcado con las bolsas de la edad. Eran ni más ni menos que caricaturas de aquellos jóvenes que se separaron con la ilusión de triunfar en la vida o, cuando menos, con la de enriquecerse para quitarse de penas.


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Publicado el 14 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Armas Cargadas

Arturo Robsy


Cuento


Hoy llovió rojo y un vecino ha creído ser el hombre lobo. Su mujer pedía socorro corriendo por las escaleras y una anciana, a la puerta, decía "¡qué vergüenza, qué vergüenza!", y sonreía. Miseria de presagios.

En la calle un guardia me ha dado un papel: "Os engañan". Ya lo sé —le he dicho—. Nos engañan porque no hay más remedio. La verdad no existe.

—La verdad se ha muerto —ha respondido otro señor que llevaba el paraguas manchado de barro rojo-. Vengo del entierro —y se ha puesto a reír mientras tiraba el periódico a un mendigo joven que estaba mirando el cielo.

La señora que volvía con su gran cesta de la compra, se ha plantado delante del hombre pobre:

—¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!

Y un muchacho que lo veía todo, también ha repetido, mirando a la señora como con pena:

—¡Qué vergüenza!

Ir y venir es lo que más importa o, al menos, eso parece desde las calles, pero los mendigos suelen estar quietos y miran; son distintos, y uno no sabe nunca lo que ven los mendigos.

—Vemos gente —dicen misteriosamente— pero no nos importa: también la gente se quedará quieta un día u otro.

Nadie sabe adónde va el mundo, lo cual es cosa buena o mala, según. A alguna parte se encamina, lo veamos o no, y un día llegará a su destino y quizá entonces algo sabremos.

A la entrada de la Plaza Mayor, grupos de jóvenes están colgando letreros: "Manicomio". Todos les miramos distraídos y, como ellos ríen y bromean, nosotros hemos reído. ¿Manicomio? ¿Qué más dará?

Justo debajo hay un puesto de libros a mitad de precio, y gentes los remueven mientras leen los títulos.

—¿Tiene clásicos?


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Publicado el 30 de enero de 2025 por Edu Robsy.

Apuntes para el Cuadro "La Belleza del Verano"

Arturo Robsy


Cuento


El sol, desnudo como un niño, había tardado toda la mañana en subir a lo alto. Cansado y todo, irradiaba como era su obligación, instigado por el gremio de los hoteleros y por el de los alquiladores de sombrillas.

El buen astro, imbuido de la más pura ortodoxia democrática, irradiaba a todos por igual, sin pedirles copia de su declaración de la renta, sin preocuparse por cegar a un rico o por dar a un pobre el atezado de un capitán de yate.

Aunque Don José de Espronceda lo hubiera desaprobado, la luna no rielaba en el mar por hallarse fuera de turno. El sol, para cumplir con la imagen poética, sólo podría reverberar. El viento, ya dentro de su tradición, procuraba gemir en la lona de nylon de los "snipes" alquilados a tanto la hora. El tal viento, poco espabilado, no llevaba porcentaje a pesar de soplar a dos carrillos.

El mar, siempre al acecho, se colaba entre las piernas de las mujeres, arriesgándose a un juicio por violación. No obstante, si alguien preguntaba, daba a entender que él era La Mar.

Las avispas, en su eterna búsqueda de una gota de cocacola, aterrizaban en las brillantes tripitas de las jóvenes, emprendiendo exploraciones a las selvas del sur y a las montañas del norte. Al ser avispas, no sacaban excesivas ventajas de sus hallazgos, aunque solían comentar las vistas, con aire pícaro, de regreso al avispero.

Adelfas y arrayanes cercanos, conscientes de llevar un nombre unido a la tradición, insistían en perfumar el ambiente, gastando en ello casi todas las leyes de Mendel acumuladas durante el invierno.

Aerosoles y untes varios, sintiéndose agredidos, extendían su olor a aceite que, al caer sobre las carnes desnudas, daban al entorno un aroma de freiduría. La arena, siempre maliciosa, aprovechaba la extraordinaria ocasión para adherirse a la piel y, si la ocasión lo valía, hacer visitas de cortesía a los ojos.


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Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Cazadores de Osos

Arturo Robsy


Cuento


Menorca, la bien arbolada, era una isla demasiado boscosa para el gusto de muchos campesinos que, poco a poco, la fueron talando para conseguir nuevas tierras de cultivo. Era Menorca tan pequeña que un palmo de terreno era indispensable para sembrar en él el trigo que los hombres se comerían vuelto pan, o el forraje que los hombres guisarían vuelto vaca.

Con esto fueron menguando los bosques, pero todavía eran formidables y espesos, porque el campesino se conforma con lo necesario y sólo mata en último extremo. Además, los labradores comprendían que aquellos árboles, casi azules, algodonosos, les sujetaban la tierra y les protegían los cultivos del díscolo Viento del Norte que, desde que la Isla fue Menorca, se había obstinado en arrancarla de su lugar a fuerza de grávidos soplidos.

Pero los hombres que durante tanto tiempo habían temido al bravucón Mediterráneo, aprendieron por fin la forma de dominarle por completo y se hicieron marineros. Y, por el mar, descubrieron el comercio, y, por el comercio, la riqueza y por la riqueza, volvieron sus ojos contra el bosque y decidieron que él se la proporcionaría toda de golpe.

Así comenzaron las grandes talas. Las cuadrillas empezaban al amanecer afilando las segures con sus piedras rojas, y, hasta la noche, en el bosque no se oía más que el ruido de las hachas cayendo contra las indefensos troncos rugosos, las voces "¡madera!" y el desgarrarse y troncharse de los árboles que caían abatidos.


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Dominio público
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Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

Jeremiada

Arturo Robsy


Cuento


Jeremías, pese a no faltarle motivos, no era jeremiaco. Razonablemente infeliz en un mundo en que nadie es feliz, cultivaba los frutos de su miseria con la conformidad de un eremita.

Sus hijos se libraron de él a los setenta años, cuando decoraron de nuevo la casa y lo descubrieron allí, junto a los muebles viejos, silencioso estorbo con la tapicería raída. Comía sopa y veía la tele. En ocasiones, preguntaba al nieto como iban las cosas.

—Bah. —decía el muchacho, con la expresividad de su generación.

Como en la casa había que hacer reformas, Jeremías acabó en el asilo. Le llamaban Residencia de la Tercera Edad, pero era un asilo con un dormitorio enorme donde los ancianos, en largas filas, roncaban de noche hasta que el insomnio de la mucha edad les despertaba con la cabeza llena de pensamientos secos .

Como eran dolorosos, muchos fingían seguir durmiendo y roncaban con más fuerza para engañar al gusano que roía la memoria y escupía trozos de vida a la cabeza, memorias de juventud perdida y recortes de amargura próxima.

Jeremías se escapó una noche. Descalzo, por no meter ruido. Otros lo vieron y, envidiosos, roncaron más. Descalzo se fue por el mundo, con sus viejos pantalones y una camisa de verano. A rayas.

En el campo hubiera encontrado el hueco de una mata, la cabaña de un pastor o una cueva. Cerca, alguna hierba, alguna fruta. Pero en la ciudad la miseria de un anciano es más sórdida, menos apta para que la cante un poeta.

Jeremías, animoso, disputaba a los gatos las bolsas de basura, donde siempre había restos que sus viejas tripas digerían sin protestas. Había también periódicos para atárselos a los pies desnudos con tiras de plástico. Y confortables subterráneos donde, a veces, era posible echarse durante un trozo negro de la noche.


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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Descenso a los Infiernos

Arturo Robsy


Cuento


No se sabe si a causa de la alegre Primavera o como consecuencia de copiar cena, Gilirramón de la Tea, alcalde por la gracia del populacho, se despertó inspirado, dueño de una idea entera para él solo y satisfecho de la redondez de su ombligo.

Su Secretario particular, híbrido de factótum y tiralevitas, la tuvo que escuchar durante aquella mañana primaveral que daba gloria. En los invertidos tiempos que corren, es fácil ver a Quijotes de escuderos de Sancho, pues aunque lo grosero puede mandar, sólo lo elevado puede pensar, a veces hasta por dinero.

— He pensado — afirmó Gilirramón de la Tea, alcalde.

El Secretarui a punto estuvo de darle parabienes, pero se abstuvo, pues aquella mañana tenía el alcalde un aire suspicaz. Se limitó a hacer que sí con la cabeza y enarcar las cejas.

— Ha llegado la primavera — siguió Gilirramón —, y esto sólo quiere decir una cosa: se acerca el Primero de Mayo.

El Primero de Mayo es, desde hace mucho, Fiesta de Guardar laica, y a ella se atienen los políticos sin distinción de rangos o ideas, sin que les influyan las opuestas ubres nutricias o las internacionales mamaderas.

— Primero de Mayo — recalcó Gilirramón de la Tea —, San José Obrero, que le decían. Y es cosa de hacer algo que no tenga que ver con nada.

El Secretario Particular era una herencia del Ayuntamiento, una especie de hombre de todas las tallas, que se ajustaba a los nuevos cuerpos o a las nuevas almas, a las corrientes de la historia, a los vientos del cambio, a las nubes del futuro, relevándose a sí mismo por la incomparable gracia de la alabanza. Por eso mismo se limitó a escuchar respetuosamente.

— Este Ayuntamiento el Primero de Mayo hará un homenaje público a los desheredados, al Proletariado Irredento, como quien dice, para que no haya dudas sobre nuestro talante social y progresista.


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Publicado el 5 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Los Confines del Cosmos

Arturo Robsy


Cuento


I

—Te digo que es verdad —el demudado rostro del que hablaba expresaba, a la vez que la impaciencia y la fatiga por no ser creído, la extraña agitación que le embargaba y le hacía temblar.

—¡Quita, hombre! Eso que cuentas es más difícil de creer que hacerle pantalones a un pulpo.

—¿Tanto te cuesta admitir que yo he oído voces en la cueva y que no ha sido una sola vez, sino muchas y a diferentes horas?

—Puede ser una cabra que ande por allí perdida. Puede ser una pareja de enamorados...

—Total: que tiene que ser algo distinto de lo que yo te digo, ¿no?

—Es que creer que por allí dentro vive gente es creer mucho, Pedro.

El otro se levantó airado. Dejó unas monedas encima de la mesa para pagar la consumición que habían hecho. Luego contempló meditativamente a su compañero como pensando si aquel zagalón fornido y bizarro podía comprender algo tan hondo y misterioso como lo que él le había contado.

—Bueno —dijo—, yo ya me voy. Pero, si quieres, vente conmigo hasta la cueva, sólo para demostrarme que la cabeza te sirve para algo más que para ponerte fijapelo y brillantina.

—Iré. ¡Vaya que si iré! Y si oigo esas voces que dices y me dan la impresión de ser de hombres que vivan allí dentro, me bajo y te traigo por el pescuezo al que las dé.


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Publicado el 15 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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