Textos peor valorados de Arturo Robsy etiquetados como Cuento disponibles | pág. 16

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autor: Arturo Robsy etiqueta: Cuento textos disponibles


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El Cuento de la Puñeta

Arturo Robsy


Cuento


Soy un hombre del camino: mi oficio es el más viejo, que, según dicen los letrados, la gente, antes de afincarse y poner casas en los campos sembrados, iba de lado a lado con sus cosas y se le daba una higa el asunto del municipio, la luz, las alcantarillas o el Alcalde.

Verán: soy un hombre pobre, pero respetuoso. Aquí, a mi lado, tengo mis riquezas (que lo son realmente) y con ellas voy de acá para allá malviviendo el tiempo. Si alguien me preguntara (que nadie lo hace, claro) le contestaría que no busco la felicidad. Estoy bien así; no me sobra nada y, como me faltan muchas cosas, pues tengo todavía ilusiones. No como Miguel, mi primo, que tiene coche y televisión y viste de corbata. Tampoco él es feliz, naturalmente, pero, además, para pagarse el coche y el televisor y la mujer y las corbatas se pasa todo el día amarrado al trabajo, tanto que, para consolarse, va diciendo que el trabajo dignifica y eleva y da prestigio, cuando la verdad es que el trabajo sólo cansa y pone de mal humor y acorta la vida. Lo demás, las morales de faena, son artimañas inventadas por los que hacen trabajar a tipos como mi primo, y por mi primo mismo, que no quiere pensar que es un fracasado.

¿Por dónde iba? Sí, que mis riquezas están aquí, conmigo: mi bicicleta, las alforjas con el pan; el espejo, el peine y la maquinilla; mis cigarrillos y el tabardo. Y, en el bolsillo, el tintineo de las últimas monedas. En un pueblo de los cercanos trabajaré una chispita y ¡a vivir! Ahora es el tiempo de la siega y siempre hacen falta jornaleros pese a los tractores y demás, que hay cosas que sólo un hombre puede hacer, como dar lumbre al pitillo del capataz o comentarle que, gracias a Dios, no vendrá la lluvia mientras las gavillas estén sobre la tierra.


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Publicado el 20 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

4 Cuentecillos - 1 Extravagancia

Arturo Robsy


Cuento


I. Viejo

El viejo, al sol, sentado en el poyo de la puerta, no tiene melancolía ninguna por lo que ve. Con la boina sobre las cejas mira tranquilamente el huertecillo y fuma cigarrillos liados, pues tuvo que prescindir de los que él mismo se hacía a causa de la artritis de sus dedos.

El mundo tanto puede ir bien como mal por lo que a él respecta. Todas las mañanas se despierta con el alba, y de noche en invierno, porque tiene el sueño ligero y también viejo. Pide el caldito caliente y un sorbo de gin para el frío, o para el calor en verano, porque el gin tiene especiales poderes y tanto calienta como refresca. Después, trastea en el almacén; une sus interminables ovillos de cordelillos que recoge aquí y allá; afila la navajita, casi comida, que le ha acompañado en los últimos treinta años; piensa en la cuerda, aquella colgada del garabato, que él compró antes de la guerra a un pescador que las hacía. Y , luego, al poyo de la puerta, al sol que le embriaga y a la indiferencia por tanta tierra y tanto cielo como le envuelven.

A veces —muy pocas— desciende hasta las palabras y explica algo. Oyéndole, pocos podrían decir si es entonces cuando vuelve a la realidad o cuando sale de ella, porque el viejo es todo igual, del mismo color; seco, apenas piel quemada y arrugas secas.

Y el viejo, mientras la hija hace el sofrito del "oliaigua", me señala una higuera donde duermen por la noche los pavos y, después, la pared con musgo centenario que se recoge sólo para el belén de los nietos. Se encoge de hombros y da a entender que nada de aquello le pertenece ya. Sólo quizá, siente haber dejado su vida enredada en cosas tan sin importancia como la reja del arado, los mangos de las azadas, las puntas de los bieldos o la vertedera...

Le digo, pues, cualquiera de las memeces que sobre la juventud se dicen a los viejos y él ríe.


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Publicado el 1 de mayo de 2022 por Edu Robsy.

Cómo Ser un Sinvergüenza con las Señoras

Arturo Robsy


Novela, Cuento, Manual


PRINCIPIO Y JUSTIFICACIÓN

Eran las nueve y media de agosto o, para ser precisos, de una noche del mes de agosto. Felipe, Jorge y yo acabábamos de salir del gimnasio, de una sesión de karate en la que el profesor nos había demostrado, de palabra y de obra, cuánto nos faltaba para llegar a maestros.

Aceptablemente apaleados, decidimos llegar hasta una playa cercana a procurarnos cualquier anestésico en vaso para combatir los dolores físicos y morales y, de paso, disfrutar del clima, de la flora y de la fauna.

Yo era entonces —y aún se mantiene la circunstancia— el mayor de los tres y, por lo tanto, el experto. Además, después de hora y media de karate me sentía por encima de las pasiones humanas o, mejor dicho, por debajo de los mínimos exigibles para cualquier hazaña.

Nos estábamos en la barra, rodeados de cerveza casi por todas partes, cuando llegaron dos inglesitas, jovencísimas aunque perfectamente terminadas para la dura competencia de la especie. Felipe y Jorge sintieron pronto el magnetismo y, cuando vieron que ocupaban una mesa solas, saltaron hacia ellas entre cánticos de victoria y ruidos de la selva.

Las muchachas, que sin duda habían oído hablar de los latin lovers y otras especies en extinción, les acogieron, se dejaron invitar y mantuvieron una penosa conversación chapurreada.

A distancia, yo vigilaba la técnica de mis amigos. ¡Bah! Todo se reducía a ¿de dónde eres?, ¿cuándo has llegado?, ¿qué estudias? y ¿te gusta España? Se me escapaba cómo pensaban seducir a las chicas con semejante conversación.

Gracias a la distancia —y, quizá, a la cerveza que seguía rodeándome observé que las extranjeras estaban repletas hasta los bordes de los mismos pensamientos que mis amigos: cuatro personas, como aquel que dice, pero una sola idea: ¿Cómo hacer para tener una aventurita?


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111 págs. / 3 horas, 15 minutos / 1.050 visitas.

Publicado el 8 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Nuevo Guiñol

Arturo Robsy


Cuento


Mi hijo, ocho años transfigurados en treinta y dos kilos de buena carne española, ha traído hoy un muñeco de guiñol hecho en el colegio: una pelota de papel con gafas y melenas de algodón en torno a un tubo de cartón por donde se mete el índice.

Los ojos no están muy bien —me explica— pero por el pelo se nota que es del tiempo de las pelucas blancas. ¿Qué son polvos de arroz?

Mi hijo no confía en la maestra, que le ha explicado que con el arroz se hacían polvos para blanquear las pelucas. Paella, sí, y arroz a la cubana y con leche: todo eso entra dentro de la lógica, pero si cree lo de los polvos, el espíritu se debilita.

De lo negro de la cartera ha salido después un cucurucho de papel arrugado: es el presunto vestido:

—Se sacan los dedos por estos agujeros, ¿ves, papá? Y se mete el cuello por el centro... ¡Tatatáaa!

—Tatatáaa... —trompeteo también yo, porque soy hombre melómano.

—Si me ayudas a hacer el teatro y diez muñecos más, te daré una función. Pero rápido.

Mi hijo lo es también del siglo y, por algún resquicio de su infancia, se le cuelan la velocidad y las prisas de los mayores, eso de que vivir es una carrera contra reloj y las demás ideas que tendrían que ser pecado. Cuando tenga bigote será un poco menos mi hijo, sin duda, y también habrá descubierto que yo no soy un dios, y a mi me gusta ser dios por las tardes, cuando él regresa a casa.


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Publicado el 8 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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