El mar, sobre la barra de arena negra. Sobre el mar,
ensangrentándole, dándole la púrpura y el clavel, el líquido y la
sangre, el sol redondo, el sol enorme, muerto. Tal vez dormido. Cansado
de un día de jornal y de sudores, de astronautas y telescopios, de
sondas y ecuaciones, de hidrógenos y teorías.
Turismo, si queréis, de invierno: y turismo pobre, turismo social,
con excusas para guardar el dinero y pagarse alojamientos baratos. El
pueblecito, redondo, a dos palmos de la playa y a un tiro del mar.
Blanco y rojizo, oscuro bajo la próxima noche, resbaladizo en la
tiniebla, silencioso, típico.
El turista, nacional. Mozo alto, aburrido, que un día terminará
oposiciones y que ahora juega a la aventura del descanso y de la
soledad. Por las mañanas sube a las rompientes con unos prismáticos: a
veces pasan barcos lejanos y sin nombre, especiales en la distancia:
podrían ser, por ejemplo, el del Holandés Errante, o aquel otro que se
perdió en su última singladura entre Buenos Aires y Sevilla. Si no se
ven los barcos, siempre aparecen las aves: pajarillos diminutos y
saltarines que buscan alimento entre los cardos, las albas gaviotas, los
cormoranes fieros...
A mediodía la casa en que pervive; los olores del yantar, la mesa del
mantel blanco y la gente de la casa, que le pregunta y le responde, que
le observa y le curiosea y que, en el fondo, se desentiende de él
mientras pague las facturas y diga "buenos días" y "buenas tardes" y
sonría en su momento.
La siesta. El paseo de la tarde fresca. Las búsquedas secretas en la
glera, con la esperanza de hallar tesoros misteriosos: tapones de
plástico, botellas viejas, boyas arrastradas mar adentro y por fin
devueltas, maromas deshilachadas, bolas de alquitrán tan negras como la
noche, soldaditos de plástico y maderas.
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