Textos más populares esta semana de Arturo Robsy etiquetados como Cuento disponibles | pág. 4

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autor: Arturo Robsy etiqueta: Cuento textos disponibles


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Invertidos

Arturo Robsy


Cuento


Después de la vigésima cerveza dieron las dos de la madrugada. Las dos pasaron por entre el humo de la whiskería como pisadas de muerto. Pero Quico no participaba ya de las sensaciones. Sólo una señal de alarma en la vejiga puso en marcha ciertos tropismos que le condujeron al lavabo. Allí vio a un gitano que empujaba contra la pared a un joven de mal aspecto. Había una «papelina» en su mano izquierda y una navaja en su derecha.

—¿Pasa algo? —preguntó Quico, que se había formado esa opinión pero no podía estar seguro a causa de la cerveza.

El gitano lo cogió por las mejillas y apretó hasta que Quico enseñó los dientes como un caballo. Muy humillante. Y, como flotaba en un mar de espuma de cebada, le pareció oportuno soltar la mano.

El golpeado al menos tuvo la sensatez de plegar la navaja. Con ella apretada para dar solidez al puño, dio una paliza a Quico. El, recibiendo, oía voces que decían «no» y «por favor». Cuando supo que eran las suyas, estaba ya caído en el suelo. Sangrando y avergonzado.

Lo encontraron minutos después y lo sacaron a la calle con asco. Olía a sangre, cerveza y orines. También tenía, aunque eso no se veía bien, un pómulo roto y una herida larga, desde el rabillo del ojo hacia la oreja.

Apoyado contra la pared, vio salir a dos. «Ayuda», les dijo. Le costaba pedirla, pero más a ellos darla.. Lo dejaron que sangrara, en la convicción de que esa sangre era tan desinfectante como el alcohol.

—Tengo —se dijo, espoleado por varios dolores— un verdadero problema con la cerveza.

Lo consideró, en la intimidad de su alma, y decidió ser valiente:

—...Con la bebida. —rectificó— Soy un borracho. Joven, bien situado, pero borracho.

La mujer, tras liarse con su tercer amante, lo había dejado no sin antes derramar sobre él unos toques de ternura femenina: «Eres un desgraciado». Lo era, pero sonaba mal.


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Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Canción de Acero

Arturo Robsy


Cuento


LA NO MUERTE D'ARTÚS

Aquí se habla de hoy y de mañana. No de ayer. De hombres, acero y piedra.

El mundo solo, nublado, dormido. La Gran Espada clavada en la piedra viva y un joven que la empuña y la saca de su encierro: el mundo se estremece. Todo empieza.

Piedra solitaria.

De la espada se ha hablado. De la piedra viva, pura luz de manantial, nunca. Y era el soporte de un mundo nuevo, el cimiento de otra edad.

—¿Cómo era la piedra? — preguntaron, mucho después, al joven los que jamás la vieron.

—Era — explicó— sílex cóncavo y vibraba como una palabra que se va a decir.

Mago.

El mago, impaciente tras años de tanta y repetida historia, gritó tras la gran mesa:

—¿Es que nadie entenderá al fin que el hierro nace de la piedra y el acero bruñido de la luz? ¿Habrá que decir, de nuevo, que el pedernal, la más dura piedra, sólo existe porque el acero es lumbre?

Rey.

—¿La espada me hace Rey, mago?

—¡Qué juventud! La espada te obliga a ser hombre. Y sólo el hombre es rey.

—¿Rey de qué?

El aire quedó en suspenso: La brisa y el pedernal, el acero y el agua escuchaban:

—Sólo es posible ser rey de una cosa: de Justicia. Y, de uno mismo.

Acero.

Artús es rey. Tiene la espada del Rey, sacada de la piedra antigua y cóncava: entrambas son la Unión de ayer y hoy, de lo moderno y lo antiguo.

Pero es rey de un reino de uno. Menos que eso quizá, porque ni se domina ni se vence. No tienen razón mejor salvo el brillo del acero, cuando lo levanta al sol. Tampoco tiene verdad para llenar un estandarte.

El tiempo nuevo.

Algunos cómites, en la hora miserable del reino dividido y discorde, quieren ver al muchacho que, al sacar la espada hundida en la noche del sílex, venció a la piedra y es rey del nuevo tiempo.


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Publicado el 13 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Apuntes para el Cuadro "La Belleza del Verano"

Arturo Robsy


Cuento


El sol, desnudo como un niño, había tardado toda la mañana en subir a lo alto. Cansado y todo, irradiaba como era su obligación, instigado por el gremio de los hoteleros y por el de los alquiladores de sombrillas.

El buen astro, imbuido de la más pura ortodoxia democrática, irradiaba a todos por igual, sin pedirles copia de su declaración de la renta, sin preocuparse por cegar a un rico o por dar a un pobre el atezado de un capitán de yate.

Aunque Don José de Espronceda lo hubiera desaprobado, la luna no rielaba en el mar por hallarse fuera de turno. El sol, para cumplir con la imagen poética, sólo podría reverberar. El viento, ya dentro de su tradición, procuraba gemir en la lona de nylon de los "snipes" alquilados a tanto la hora. El tal viento, poco espabilado, no llevaba porcentaje a pesar de soplar a dos carrillos.

El mar, siempre al acecho, se colaba entre las piernas de las mujeres, arriesgándose a un juicio por violación. No obstante, si alguien preguntaba, daba a entender que él era La Mar.

Las avispas, en su eterna búsqueda de una gota de cocacola, aterrizaban en las brillantes tripitas de las jóvenes, emprendiendo exploraciones a las selvas del sur y a las montañas del norte. Al ser avispas, no sacaban excesivas ventajas de sus hallazgos, aunque solían comentar las vistas, con aire pícaro, de regreso al avispero.

Adelfas y arrayanes cercanos, conscientes de llevar un nombre unido a la tradición, insistían en perfumar el ambiente, gastando en ello casi todas las leyes de Mendel acumuladas durante el invierno.

Aerosoles y untes varios, sintiéndose agredidos, extendían su olor a aceite que, al caer sobre las carnes desnudas, daban al entorno un aroma de freiduría. La arena, siempre maliciosa, aprovechaba la extraordinaria ocasión para adherirse a la piel y, si la ocasión lo valía, hacer visitas de cortesía a los ojos.


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Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Leyenda Marítima

Arturo Robsy


Cuento


Para Elisa Pons, en mutuo recuerdo de Neruda.
 

Al Juanón se le despertó el hambre de mar y cuando no pudo llevarla más bajo el pecho, se echó a los caminos. Los andaba con el corazón saltándole por las acequias y la cabeza imaginándole desconocidos espectáculos. Tenía hambre de mar: una enfermedad que los médicos no curan ni siquiera distinguen en sus laboriosos análisis, y que no acusan ni los leucocitos ni los eosinófilos.

Tenía hambre de mar: algo tan común que por ella vino al mundo América, o nacieron mitos tan enormes como el de la Atlántida. Juanón, claro, no sabía los antecedentes de su mal, y se limitaba a seguir el camino cantando poquito a poco las canciones de su repertorio para que, así, le durasen más y estar acompañado.

Antes, cuando estaban en su casa, fue un muchacho normal hasta que llegó un hombre al pueblo hablando del mar. Traía los ojos claros de tanto mirarlo, y las manos grises, con brillos, que es el efecto del agua salada; y el cabello lanzado hacia el cielo, espeso y profundo, que es como, según cuentan, se pone el cabello a las orillas. Decía que el mar era lo más grande y lo más azul de la creación. Decía que los peces curiosos se asomaban a la superficie para hablar con los pescadores y que era raro encontrar algunos que conocían tu idioma.


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Publicado el 15 de julio de 2019 por Edu Robsy.

Yo, en mi Nube

Arturo Robsy


Cuento


Del mismo modo que uno nace pelirrojo y tiene que aguantarse con el color y las pecas, yo nací zahorí bajo el signo de Cáncer, acuático o líquido, soñador de corrientes, poeta de alfaguaras, enamorado de las fuentes.

Como nadie sabe exactamente lo que es ser zahorí, serlo tiene su encanto. Los racionalistas suelen negar que existamos y otros, más prácticos, contratan a gentes de mi raza para dar con la vena de agua clara que fecunda sus campos. Dicen que es un misterio y dicen que es un don, pero tampoco puedo explicar yo por qué sé que me aproximo al agua.

Igual que usted huele la comida yo percibo el agua, pero, ¿con qué? He oído a un zahorí viejo que con la piel, en especial con la de los antebrazos; pero como yo soy más poeta, tengo también mi versión: siento el agua como una presencia maternal y pura, como cuando se sabe que aguarda una mujer enamorada. Y entonces, sólo entonces, se me eriza el vello: el de los antebrazos, pero también la barba.

Acuático soy y no tiene ya remedio; así pues mi mundo no es exactamente el mundo de todos los días, ése que enseñan en el cine o sobre el que escriben casi perfectos poetas. El mío tiene una sensación más y una emoción nueva: la llamada de las fuentes, la dulce onda que en el aire anuncia el secreto transcurrir del agua.

Ya de niño buscaba las orillas del torrente que, a mis ojos, despedían una sombra fresca, un latido que se unía a mis latidos y me contaba impresiones secretas de eso que yo sé ahora que es la sangre de la tierra: el río que alimenta, la vena que corre por la piel del mundo y lo nutre de frescor, lo fecunda y lo limpia.


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Publicado el 27 de enero de 2018 por Edu Robsy.

El Hombre del Río

Arturo Robsy


Cuento


Si usted desea llegar a Encinar, no tiene más que acercarse al Tajo desde Madrid y allí, a las orillas del río, encontrará un pueblo moderno, modelo de limpieza y pulcritud, donde vivió Antonio. Pero, antes, no se deje engañar por la bifurcación de la carretera: en ambos lados pone "Encinar". Tome usted el de la derecha, porque el otro conduce a un pasado muerto y ahogado: justamente al del antes citado Antonio.

Antonio nació molinero por la misma razón que su primo Eugenio nació carpintero, y su amigo Calixto, labrantín: su familia, que era dueña y señora del único molino del lugar, asentado sobre el río que movía perezosamente las enormes palas puestas contra la corriente. Pudo, como Salvador, nacer sacristán, pero no estuvo ahí la suerte y el molinero se quedó para toda la vida desde mil novecientos diez, fecha en que su madre, primeriza en esto, empezó a quejarse de fuertes dolores, y su padre salió disparado en busca del señor médico.

Y el Tajo, desde el principio, entró a formar parte del cuerpo y de la sangre del recién nacido Antonio. Ya la primera noche, en la aceña, la pasó oyendo el batir de las palas, pues no se pudo interrumpir el trabajo hasta la madrugada; y, aún después, la corriente siempre tiene un rumor especial a distancia, a camino reposado, que se cuela por detrás del alma y se instala definitivamente cerca del corazón.

Y cerca del corazón lo llevó él, y de las nalgas, que en más de una ocasión volvía, de niño, rebozado a casa con la pobre excusa de un empujón a mala uva, y le tenían que dar unos cachetes, más por la suciedad que por la mentira.


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Publicado el 25 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Arte Parietal

Arturo Robsy


Cuento


El Arte Parietal empezó en España pintando bisontes o arqueros con sus atributos al aire. Los franceses, cuando Marcelino de Sautuola publicó su descubrimiento en 1880, no se lo creyeron. Sólo cuando ellos encontraron los grabados de La Mouthe y de Font—de—Gaume, en 1901, y necesitaron presumir, acabaron aceptando que los bisontes de Altamira eran verdaderamente antiguos.

No obstante, estos sabios no supieron librarse de la idea de que el hombre antiguo, además de barbudo, sólo pensaba en la religión y en la comida y decidieron que las pinturas eran elementos de alguna práctica chamánica para propiciar la caza: magia imitativa. Hay que decir en su descargo que a principios de siglo todavía no se pintaba en las paredes.

Han tenido que pasar muchos años hasta que las nuevas costumbres políticas reprodujeran el arquetipo psicológico del pringatapias. Hoy el tal arquetipo, armado con aerosoles, vive su edad de oro dibujando ideogramas de elevado contenido filosófico y moral, pero los especialistas en historia antigua no parecen percibirlo; no son capaces de encontrar concomitancias entre Altamira y una valla de Madrid.

Afortunadamente, una nueva escuela prehistórica, encabezada por el Historiador Fernández, tiene algo más lógico que decir. Así, el mismo Historiador Fernández, en OLD TIME (Oxford, septiembre, 1989), se pregunta: «¿No es posible imaginar cómo debió sentirse el hombre dibujado desnudo, rodeado de mujeres que le contemplaban, según aparece en el abrigo de El Cogul (Lérida)? ¿No estamos ante un intento de ridiculizar la virilidad de alguien, posiblemente un cargo de la administración de la época? Y todas aquellas mujeres mirando hacia abajo y señalando con el dedo...Esta teoría se refuerza por el hecho de que muy cerca, a los pies del jerarca, está dibujado lo que parece un asno.»


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Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Ancla del Espíritu

Arturo Robsy


Cuento


Allá cuando la infancia se convierte en ensueño y el bozo apunta, el director espiritual del instituto, hombre santo llamado Alberto, que cerraba los ojos para atreverse a hablar del espíritu a los alumnos, percibió la clave de Julio. Se la reveló en el confesonario, después de la absolución:

—Julio: tú eres un místico.

Por si acaso, el mozo miró en el diccionario. Hubiera preferido ser guitarrista por ciencia infusa, o donjuán con arte de embaucamiento, pero era místico a decir del clérigo.

Como dolía poco, lo dejó estar, no antes de leer los poemas de Juan de la Cruz. Se le clavaron en el pecho y, en cada herida, sintió florecer una rosa. Una sensación muy extraña, pero un joven no puede presentarse en la consulta del médico y explicarle que hay poemas que le perforan el pecho, circunstancia que aprovechan las rosas para florecer por los intersticios. Hasta un especialista pensaría mal y recetaría baños fríos.

Los años, a falta de mejor ocupación, le fueron esculpiendo. Empezó a parecerse a un árbol que tendiera las ramas hacia el cielo. Los ojos se le hicieron grandes y le servían por igual para mirar hacia adentro y hacia afuera. Las estrellas, malévolas, cogieron la costumbre de reflejarse en ellos.

También se le alargaron las manos y los dedos. Cualquier literato hubiera diagnosticado sin dificultad: Manos sensitivas. De poeta, de artista, de pianista. Pero Julio, que no lo sabía, se hacía un lío con ellas.

Julio prendía hogueras para encandilarse con el baile de las llamas. Seguía sus arabescos con la vista y, perdido en el laberinto, penetraba en mundos ignorados. Estaba cansado de contemplar soles azules. Alguna que otra vez había visto mares blancos, de plata. Hasta en una ocasión le pareció percibir el aire perfumado de las alas de un ángel dándole en la cara.


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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

El Ángel Felipe

Arturo Robsy


Cuento


Publicado el 23 de enero de 1973 en el Diario Menorca.


A las doce en punto de la noche le entraron los dolores a la Señora Paca (la Señá Paca). Ligeramente estremecida pero tranquila, que ya tenía tres experiencias de antes, despertó al marido, el Felipe, y le contó el asunto: lo hablaron despacio, sin echarle demasiado énfasis:

"Que ya" — dijo la Señá Paca.

"¿Ya? — repitió el Felipe que recién emergido de las aguas del sueño, no fijaba todavía la situación.— ¿Quién viene?"

"¡El niño, marido! ¡Como si te llegase de nuevas!"

"¿Tan pronto? Creí que aún faltaba..."

La Señá Paca echó la cuenta de la vieja apoyándose los dedos en la boca: "Abril, Mayo... Para el treinta le esperaba yo, pero viene con adelanto. Jacinto se retrasó dos semanas y Gregorio vino a su hora".

El Felipe hizo el ademán de continuar el sueño: "Será una falsa alarma" — dijo.

"¡Falsa alarma! — la Señá Paca no admitía intromisiones en su ciencia — ¿Cuántas veces has traído un niño al mundo, animal? Yo sé lo que me digo y me entiendo. Anda, llama a la Tía Remedios, que se venga a ayudar, y que Dios reparta suerte."

El marido se puso el pantalón sobre el pijama; se echó al hombro el tabardo y obedeció, refunfuñando cosas acerca de las mujeres a quienes les da el parto a oscuras. La suya, Paca, era de las madrugadoras: siempre por la noche, siempre de doce a una. Y luego resultaba que no, que madrugaba, y el niño venía con un sol de todos los diablos. Estas cosas — pensaba— debieran saberse antes de la boda, que, aunque no todos los días venga un cachorro, menuda la gracia que hace pasarse una noche de claro en claro.


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Publicado el 1 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia del Siglo XIX

Arturo Robsy


Cuento


Prólogo

Hojeando un libro antiguo me he encontrado con una vieja historia, en francés, que cuenta las peripecias de una pacífica y próspera ciudad a finales del siglo pasado, cuando alboreaba la electricidad y nadie sospechaba todavía la desenfrenada carrera que se emprendería en pos del progreso.

Los buenos ciudadanos consumían sus horas entre el buen café, un empleo sin complicaciones y los aperitivos de mariscos, que habían dado justa fama a la región. Monsieur Dupont, a las nueve en punto, abría su mercería y saludaba con una inclinación de cabeza a Monsieur Martin, el abacero de enfrente. Monsieur Derblay, el director del banco, a las diez y un minuto, se aflojaba el cuello duro, y Monsieur Delag, el vinatero, a las once hacía su primera "cura de agua" a base de bicarbonato, porque era un comerciante honrado y no vendía un solo cuartillo sin asegurarse de su calidad.

La historia

En una ciudad así, con sólidos lazos entre los vecinos, lo elemental era pasar el teimpo, asesinarlo de algún modo, para que los Messieurs Derblay, Delage, Martin y etcétera, no acabaran consumidos por la propia monotonia, y cobrasen ánimos para la próxima jornada.

¿Cuáles eran, pues, la consecuencias de un aburrimiento colectivo? El Urbanismo. Los hombres de la ciudad, todos a una, se dedicaban a embellecer calles, paseos y edificios públicos, y se sentían orgullosos de una política ornamental que ellos consideraban avanzada en Europa: ¿a qué otra cosa podían aspirar los hombres? ¿No era, acaso, el ideal vivir en un lugar confortable y sin estridencias?


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Publicado el 23 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

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