La Caza
Arturo Robsy
Cuento
Pedro regresa de la caza con la escopeta al hombro: ha sido un día feliz, siempre acompañado por los crujidos del borrajo bajo sus pies o por los rasponazos de las aulagas sobre las perneras del pantalón. Lleva también junto al pulgar un pinchazo de la zarza, de cuando se detuvo a comer zarzamoras y a dejar pasar el calor insoportable que le agobiaba el cuerpo, y, sin embargo, sonríe mientras silba una vieja marcha de los tiempos del servicio militar, porque la cacería es algo más que una afición para él.
Ahora se detiene y cambia el morral por la percha a la sombra del cabrahigo más próximo: son, en total, seis perdices, dos codornices y tres becadas, algo poco acostumbrado ya por estas tierras cuando se caza solo. Pero, como antes pensaba, hoy era un día especial; incluso a la primera muestra del perro, cuando se levantaron tres perdices, a punto estuvo de conseguir un doblete (el sexto de su vida) y, desde luego, la segunda pieza escapó de ala, soltando plumas...
"Mejor será —concluye— no explicar esto: luego todo es decir que si a los cazadores se nos hacen los dedos huéspedes o que no sabemos pasar sin exagerar un poco."
El setter, a su lado, hunde el hocico entre la caza y respira a gusto los olores de los animales. Se trata de un cariñoso perro, con muy buenos vientos, una verdadera joya que le regaló un amigo francés:
"Usted le hará feliz —había dicho el extranjero—. Yo, en cambio, no sé cazar".
Y así, Zar, el setter, y él, pasaron a formar un magnífico equipo; ambos eran dos apasionados del monte, de pisar y repisar los pajones y patear la fronda, y sólo la oscuridad les alejaba de los cotos, como hoy, que iban ya camino de su coche, gloriosamente cansados y satisfechos, el amo del perro, y el perro, del cazador de mandaba.
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Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.