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autor: Arturo Robsy etiqueta: Cuento


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4 Cuentecillos - 1 Extravagancia

Arturo Robsy


Cuento


I. Viejo

El viejo, al sol, sentado en el poyo de la puerta, no tiene melancolía ninguna por lo que ve. Con la boina sobre las cejas mira tranquilamente el huertecillo y fuma cigarrillos liados, pues tuvo que prescindir de los que él mismo se hacía a causa de la artritis de sus dedos.

El mundo tanto puede ir bien como mal por lo que a él respecta. Todas las mañanas se despierta con el alba, y de noche en invierno, porque tiene el sueño ligero y también viejo. Pide el caldito caliente y un sorbo de gin para el frío, o para el calor en verano, porque el gin tiene especiales poderes y tanto calienta como refresca. Después, trastea en el almacén; une sus interminables ovillos de cordelillos que recoge aquí y allá; afila la navajita, casi comida, que le ha acompañado en los últimos treinta años; piensa en la cuerda, aquella colgada del garabato, que él compró antes de la guerra a un pescador que las hacía. Y , luego, al poyo de la puerta, al sol que le embriaga y a la indiferencia por tanta tierra y tanto cielo como le envuelven.

A veces —muy pocas— desciende hasta las palabras y explica algo. Oyéndole, pocos podrían decir si es entonces cuando vuelve a la realidad o cuando sale de ella, porque el viejo es todo igual, del mismo color; seco, apenas piel quemada y arrugas secas.

Y el viejo, mientras la hija hace el sofrito del "oliaigua", me señala una higuera donde duermen por la noche los pavos y, después, la pared con musgo centenario que se recoge sólo para el belén de los nietos. Se encoge de hombros y da a entender que nada de aquello le pertenece ya. Sólo quizá, siente haber dejado su vida enredada en cosas tan sin importancia como la reja del arado, los mangos de las azadas, las puntas de los bieldos o la vertedera...

Le digo, pues, cualquiera de las memeces que sobre la juventud se dicen a los viejos y él ríe.


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Publicado el 1 de mayo de 2022 por Edu Robsy.

¿No se Reparan?

Arturo Robsy


Cuento


Como suele suceder a veces en naciones felices y dormidas, en Vardulia llegó al poder un hombre iluminado, ya que no de muchas luces. Lanzaba palabras ardientes al espacio libre y ellas, al caer sobre las cabezas de pueblo, le explicaban que había un destino histórico que cumplir y una exigencia racial que mantener.

El iluminado, cuando abandonaba los abstractos, era absolutamente preciso y escueto: quería Trevín. Muy posiblemente quisiera algo más al año siguiente pero, de momento, Vardulia sólo sería libre y feliz si metía mano a Trevín que, desafortunadamente, pertenecía a Austrigonia.

Los austrigones, aunque herederos de una brillante tradición militar, eran pacíficos comedores de cacahuetes, bebedores de refrescos y fumadores de tabaco rubio. No disponían de iluminados que los despeñaran por el destino pero, aún así, estaban encariñados con Trevín, un lugar lleno de panorámicas y muy ducho en la crianza y preparación del cordero.

El vecino ardiente sabía, sin embargo, que los condes de Trevín, en el Siglo XII, habían emparentado con la segunda dinastía de síndicos de Vardulia y, aunque el matrimonio no fue consumado por la debilidad sanguínea del primo del síndico Leocadio I pese a someterse al vino fuerte y a sahumerios aplicados por debajo del halda, el Papa lo declaró nulo tras cobrar varios miles de ducados—oro. Pero subsistía que por unos meses Trevín perteneció a la familia reinante en Vardulia. Había pues sobrados motivos para la reivindicación histórica.

—¡Venga ya! —dijeron los austrigones, muy divertidos con aquellas locuras y sin dejar de comer cacahuetes y de beber refrescos.

Fue una exclamación malhadada. Muy ofendido el iluminado, lanzó sobre Trevín varios batallones de soldados várdulos que creían firmemente en que, gracias a su arrojo, Vardulia sería más feliz y más libre.


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Publicado el 12 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Es Gorg d'Albranca

Arturo Robsy


Cuento


La nuestra, Menorca, es una tierra de amplias resonancias islámicas que dejaron, además de puntos esenciales en nuestro carácter, bellas leyendas que nosotros conservamos.

Una de ellas es esta de Es Gorg d'Albranca, que nos ha llegado, quizá, un poco transformada en lo que se refiere a su valor primitivo.

Examinándola detenidamente nos damos cuenta de lo extraño de la actitud de un padre, el Rey Moro de Ses Coves Gardes, que arroja a la Hoya del terrente a su hija "casadera". Aquellos que son padres y, más aún, aquellos que tienen hijas casaderas que les piden dinero "para esto" o "para lo otro", que les aburren con las descripciones detalladas de "lo que llevaba Puri" o "el coche tan fantástico que se ha comprado Gabriel (Biel)", comprenderán muy bien lo lógico de un padre que no permita casarse a su hija. Otros lectores, impuestos en la sociedad y la cultura islámica de aquellos siglos, observarán otra contradicción todavía más chocante: su significación económica.

"Para un padre moro (al contrario que ahora) tener una hija era un interesante negocio de compraventa, muy semejante al de un tratante. Desde su nacimiento hasta los trece años (a veces también antes) las moritas se encargaban de arreglar la casa, cocinar, lavar los platos y demás asuntos femeninos solo en las horas libres que les dejaban las faenas del campo, donde trabajaban como uno (o una) más. Esto hacía que amortizasen con creces lo que se comían y los sacos con los que tapaban su cuerpo. Llegados a la pubertad, su padre les regalaba un velo y las llevaba, cuidadosamente envueltas, de visita a la casa de un vecino. Allí se ultimaban las conversaciones y se firmaba el contrato, pues es sabido que los vecinos no se cansaban nunca de contraer matrimonio".


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Publicado el 10 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Penúltima Historia

Arturo Robsy


Cuento


El viejo Zeus, desde lo alto del Olimpo, miraba pensativo el universo y recordaba con nostalgia aquellos viejos tiempos en los que era llamado el padre-de-los-Dioses-y-los-Hombres... ¡Inútiles cosas cuando sólo el dorado Olimpo prevalecía el caos! Y, además, Zeus se sentía demasiado viejo para volver a empezar de nuevo; por eso una lagrimita plateada se le descolgaba a intervalos de los pesados párpados y, por los surcos de las mejillas, se le perdía en la venerable barba.

—El padre Zeus está triste —decía en el Olimpo—. ¿Qué le pasará al padre Zeus?

Él, que fue tan alegre y dicharachero; él, cuyas disputas con Hera fueron el regocijo de todos; él, en fin, famoso mujeriego y renombrado juerguista... El dios con más parentela (legítima) que recuerdan las crónicas... ¡Pobre Zeus triste! ¡Pobre dios sumergido en sus angustias! Y es que se encuentra sólo; es que está asistiendo al fracaso de toda su obra, al hundimiento de la creación ésa donde había puesto sus mejores ilusiones y sus mayores esperanzas.

El Olimpo entero se hace lenguas del tenebroso talante del padre Zeus:

—El padre Zeus está triste —dicen—. El padre Zeus llora.

Temen, quizá, por su salud. La cara agrietada se le oscurece y sus barbas eternamente jóvenes son ahora canas. El padre Zeus es viejo, de acuerdo, pero siempre lo ha sido y sin embargo nunca se dejó vencer por el peso de la edad y el dolor del tiempo. Y es que el padre Zeus, después de tanta lucha, saborea su fracaso y nota el sabor de la desdicha sobre sus labios.

En esto llega hasta él Apolo, el guapo hijo que le nació de Leto hace milenios. Apolo, como todos, ha perdido el encanto de la juventud. El pelo, que fue rubio, pinta ya borrascosas nieves, y la esbelta línea de su cintura se ha espesado y retorcido. También, a la nueva usanza del Olimpo, gasta bigote caído y lacio que le marca el rostro con un indefinible aire de pena.


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Publicado el 24 de abril de 2022 por Edu Robsy.

Por Amor al Joven César

Arturo Robsy


Cuento, Política


En algunos ambientes se extendió el uso —que a veces permanece— del laconismo falso, basado en el verdadero de José Antonio Primo de Rivera, cuando inició, entre aplausos, el que luego fue conocido como Discurso de Fundación de Falange, pronunciado en el Teatro de la Comedia, el 29 de Octubre de 1933, dijo así lo que llegó a ser tópico: «Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.»

Y José Antonio, negándolo, había hecho su «párrafo de gracias». Pero, inteligente, salido de la Facultad a los 18 años como abogado, no era lacónico. Pensador, debía comunicar los pensamientos y más los suyos, pura novedad en aquel mundo inmovilizado.

Sí, era sobrio. Nunca hablaba a humo de pajas ante su gente o las multitudes; nunca de él. Tenía algo que decir y lo hacía tanto con la palabra como con lo que se llamó «Estilo», concepto que al rodar hacia abajo ha acabado en «Look». Pero donde estaba José Antonio la gente pedía su voz, su idea, su perdón para aquel mundo que se moría. Tenía lo que hoy se diría «el valor de decir lo necesario», el mismo valor que nos falta.

Pero este libro a mi Joven César, debe empezar hermanando dos épocas, dos posiciones, mediante cuatro versos:

Anoche, cuando dormía,
soñé, bendita ilusión,
que José Antonio venía
a tocarme el corazón.


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85 págs. / 2 horas, 29 minutos / 228 visitas.

Publicado el 15 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Leyenda Marítima

Arturo Robsy


Cuento


Para Elisa Pons, en mutuo recuerdo de Neruda.
 

Al Juanón se le despertó el hambre de mar y cuando no pudo llevarla más bajo el pecho, se echó a los caminos. Los andaba con el corazón saltándole por las acequias y la cabeza imaginándole desconocidos espectáculos. Tenía hambre de mar: una enfermedad que los médicos no curan ni siquiera distinguen en sus laboriosos análisis, y que no acusan ni los leucocitos ni los eosinófilos.

Tenía hambre de mar: algo tan común que por ella vino al mundo América, o nacieron mitos tan enormes como el de la Atlántida. Juanón, claro, no sabía los antecedentes de su mal, y se limitaba a seguir el camino cantando poquito a poco las canciones de su repertorio para que, así, le durasen más y estar acompañado.

Antes, cuando estaban en su casa, fue un muchacho normal hasta que llegó un hombre al pueblo hablando del mar. Traía los ojos claros de tanto mirarlo, y las manos grises, con brillos, que es el efecto del agua salada; y el cabello lanzado hacia el cielo, espeso y profundo, que es como, según cuentan, se pone el cabello a las orillas. Decía que el mar era lo más grande y lo más azul de la creación. Decía que los peces curiosos se asomaban a la superficie para hablar con los pescadores y que era raro encontrar algunos que conocían tu idioma.


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6 págs. / 12 minutos / 99 visitas.

Publicado el 15 de julio de 2019 por Edu Robsy.

El Hombre del Río

Arturo Robsy


Cuento


Si usted desea llegar a Encinar, no tiene más que acercarse al Tajo desde Madrid y allí, a las orillas del río, encontrará un pueblo moderno, modelo de limpieza y pulcritud, donde vivió Antonio. Pero, antes, no se deje engañar por la bifurcación de la carretera: en ambos lados pone "Encinar". Tome usted el de la derecha, porque el otro conduce a un pasado muerto y ahogado: justamente al del antes citado Antonio.

Antonio nació molinero por la misma razón que su primo Eugenio nació carpintero, y su amigo Calixto, labrantín: su familia, que era dueña y señora del único molino del lugar, asentado sobre el río que movía perezosamente las enormes palas puestas contra la corriente. Pudo, como Salvador, nacer sacristán, pero no estuvo ahí la suerte y el molinero se quedó para toda la vida desde mil novecientos diez, fecha en que su madre, primeriza en esto, empezó a quejarse de fuertes dolores, y su padre salió disparado en busca del señor médico.

Y el Tajo, desde el principio, entró a formar parte del cuerpo y de la sangre del recién nacido Antonio. Ya la primera noche, en la aceña, la pasó oyendo el batir de las palas, pues no se pudo interrumpir el trabajo hasta la madrugada; y, aún después, la corriente siempre tiene un rumor especial a distancia, a camino reposado, que se cuela por detrás del alma y se instala definitivamente cerca del corazón.

Y cerca del corazón lo llevó él, y de las nalgas, que en más de una ocasión volvía, de niño, rebozado a casa con la pobre excusa de un empujón a mala uva, y le tenían que dar unos cachetes, más por la suciedad que por la mentira.


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Publicado el 25 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Da Costa

Arturo Robsy


Cuento


I. Quién era Da Costa

En mil novecientos, en agosto, con los últimos coletazos del siglo, nació Da Costa, postrer vástago de una larga sucesión de Da Costas renegridos y aventureros que, desde los tiempos de Don Pedro el Navegante, tuvieron que ver con el mar. Un Da Costa dobló el Cabo de las Tormentas siendo asistente de Luis de Camoens. Otro acompañó a Colón en su segundo viaje, y otro más hizo la ruta de El Cano hasta morir de un lanzazo tagalo en las Filipinas.

Siempre fueron discutidores, a medias pendencieros y a medias esforzados, pues no en vano la larga familia se había sustentado, desde Viriato, de la carne en cecina, del pescado seco y de la galleta, alimentos propios de la gente de mar curtida.

El padre del último Da Costa continuaba la tradición familiar y hacía la ruta de ultramar a bordo de un clíper rápido y marinero. Da Costa padre tenía una peculiar manera de entender aquello de "una novia en cada puerto", por lo que mantenía alegremente una familia en Lisboa y otra en Macao, ambas numerosas, pobres y felices.

El joven Da Costa hizo su primer viaje a los trece años, como proel, junto a su padre, y, así, con el alma todavía tierna, se le metió el Oriente por los ojos, la calidad del mar; su color tan distinto del Atlántico natal; las gentes extrañas con su lenguaje cantarín y sus ojos almendrados... Y, además, la riqueza: allí un europeo podía hacer fácilmente carrera: trapicheando con los chinos, navegando en los cargueros de las islas y comerciando con los salvajes o contrabandeando con el opio.


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Publicado el 28 de mayo de 2019 por Edu Robsy.

El Buen Hambre

Arturo Robsy


Cuento


El Times, admirado, le concedió su portada: Alberto, en toda su extensión de cinco años, con un polo en la mano. Debajo, la leyenda: El superniño que aprendió inglés en tres días.

En el interior, los profesores de la escuela Future para superdotados, explicaban lo que habían dicho ya todas las cadenas de televisión: La Electronics Investment lo había descubierto en España (Europa) y lo trajo al mundo real, a América.

Alberto había hablado a los cuatro meses y medio. A los seis, leía. A los doce escribía. Luego ya nadie había sido capaz de suministrarle suficiente información. Devoraba todo. Entendía todo. Los habituales test de inteligencia no servían con él. Se quedaban cortos.

Electronics Investment, al saberlo, sostuvo una conversación con el padre, hombre normal a quien su hijo preocupaba:

—¿No querrá usted que se malogre su talento?

—Lo que yo quiero no es posible. —dijo el padre, campesino que no fue arrastrado por la emigración a las ciudades.— Alberto no será feliz.

—¿Por qué no? Nosotros le daremos estudios. Será un gran hombre.

—¿Y creen que no comprenderá en qué mundo ha venido a nacer?

—Claro. —respondió Electronics, que no era sutil.— Y será un gran físico o un gran químico. O ambas cosas.

Electronics ignoraba la profundidad del alma castellana. Quizá porque, en descampado, se tapaba con una boina y se expresaba a través de hombres mal afeitados.

—A usted —añadió Electronics, interpretando mal el silencio del padre— también le pagaremos. Vendrá a vivir con Alberto a «Iusei».

El hombre se encogió de hombros. Miró la llanura y pensó, fugazmente, que ella era la única capaz de estar cerca y lejos a la vez. Miró luego al hijo superdotado.

—Tú, ¿qué piensas? —le preguntó

—Quiero saberlo todo. —respondió el niño. No usaba adornos en la lengua. Iba derecho.


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Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Hágase la Llama

Arturo Robsy


Cuento


— ¡Máquinas y máquinas! — dijo el hombre lanzando un martillo al fondo del cobertizo. — Apuesto a que no has visto una bendita herrería en tu vida.

El pueblo, blanco, se extendía a lo lejos en la luminosa calma mediterránea y el hombre lo vigilaba con ojos airados y tan encendidos como los tizones de su fragua.

— Ni siquiera debes de saber qué cosa es un herrero. — dijo, mirándome de mal humor — Nadie lo sabe. Pero yo te lo diré: los herreros somos los conquistadores del mundo, los que decidimos, hace milenios, llevar al hombre a las estrellas. Los Señores del Fuego.

De todas formas aquellas palabras no sonaban a herrero ni mucho menos. Atendí mejor a los rasgos en busca de la señal de la cultura en el rostro, de la huella del pensamiento en las manos, pero aquel era un diablo malhumorado y algo cojo, que se meneaba pisoteando la tierra cenicienta debajo de su emparrado verde.

— No hay herreros — resumió — de modo que nadie puede entender el mundo. No me extraña que haya tanta delincuencia.

Yo, para la historia y para el mundo, había ido a una ferretería a comprar una rejilla y unos morillos para mi chimenea y, aunque julio, me hacía ilusión colocarlos inmediatamente y, sobre ellos, tres o cuatro artísticos leños de encina.

Desgraciadamente, las medidas de mi chimenea no estaban homologadas, estandarizadas o como quiera que se diga, de modo que ninguna de las piezas fabricadas en serie encajaba en ella, y así fue como me encaminaron a las afueras, al herrero, advirtiéndome de que estaba medio loco y que me haría o no el trabajo, según.

— ¿Según, qué?

— Según el viento, por ejemplo. Cuando sopla el mediodía es cosa sabida que tira piedras. El poniente sólo le hace maldecir. El norte es el más favorable. Hay quien dice que con norte se le ha visto sonreír, pero son exageraciones.


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Publicado el 21 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

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