Textos más populares esta semana de Arturo Robsy | pág. 9

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autor: Arturo Robsy


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Necrológica

Arturo Robsy


Memorias


Para Areli Robsy, mi única tía.


No entiendo qué diablos tiene que ver
con la LITERATURA el "Cambio Social
y reforma política" con que Don Franca
nos obsequiará en la "Semana Literaria"
 

Se ha muerto mi abuela, aquella, la del pelo blanco, el cuerpo carcoido y la mirada tantas veces sorprendida. Y estoy triste porque se ha muerto mi abuela, una mujercita que recordaba, sonriendo, mis proezas de niños y mis salidas de tono. Cuando, por ejemplo, vino el pedicuro a casa, para los pies de la abuelita, y mi prima (¡buena chica!) y yo nos le quedamos mirando.

— Está pelón — dije yo.

— Está pelón — dijo ella.

El callista era, en efecto, calvo, y la abuela, con ese largo hábito de corregir a los niños cuando hablan mal, nos reconvino:

— No se dice pelón; se dice "calvo".

Supongo que nunca el callista se sintió tan importante y, a la vez, tan corrido. Y, al final, claro, la cosa terminó en risas y alegría, que es la forma mejor de acabar algo mal empezado.

Bien, pues aquella mujer, mi abuela, hoy está muerta. "Se ha ido" — dicen algunos. "No está". "En el cielo nos cuida", pero la verdad es que está muerta y yo no acabo de comprender por qué los seres queridos nos abandonan alguna vez; y no sé, tampoco, qué se hace del cariño que nos tenían.

Recuerdo, porque me lo han dicho, cómo nos cogía a puñados a mi prima y a mí: los dos estábamos gordos y éramos naturalmente revoltosos. Los dos teníamos nuestro temperamento y ella debía sofocárnoslo tantas veces que...

Luego, en Madrid, nos llevó al zoológico: mi prima y yo, asustados y curiosos delante de aquellos enormes animales salvajes, acabados detrás de las rejas, vencidos por su misma furia ante la prisión. Pensé, entonces, qué efecto haría un hombre metidito en su jaula y mirando con los ojos apagados y tristes de los leones viejos. Se lo dije a mi abuela.


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Publicado el 26 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Historias Desconocidas (en Todo o en Parte)

Arturo Robsy


Cuento


La fecha de la Creación y otras

James Usher, arzobispo de Armagh (Irlanda), llevado de la fatuidad de los sabios estableció en 1650 que la creación del mundo tuvo lugar en el año 4.004. Su contemporáneo, el doctor John Lightfoot, vicecanciller de la Universidad de Cambridge, dio un paso más y sostuvo que "el hombre fue creado por la Trinidad el día 23 de octubre del año 4.004, a las nueve de la mañana".

Yo mismo poseo un curioso libro:

ANEW
Geographical, Historical and Commercial
GRAMMAR
and
present state of several
KINGDOMS OF THE WORLD

de William Guthrie, Esq. Editado en Londres por Edward and Charles Dilly en MDCCLXXXIX (1779).

En las tablas cronológicas del final de volumen se lee:

—4004. Creación del Mundo y de Adán y Eva.

—4003. Nacimiento de Caín, el primero que nació de hombre y mujer.

—2348. El mundo es destruido por el Diluvio, que continuó 377 días.

—2247. La Torre de Babel: Dios confunde las lenguas de sus constructores.

—1897. Las ciudades de Sodoma y Gomorra son destruidas por sus pecados.

—1822. Memnón, el egipcio, inventa las letras.

—1198. El rapto de Helena por París.

Y en 1193 la guerra de Troya.

Una historia de fantasmas en la Antigüedad

Apuleyo, en el capítulo que ya no suele aparecer en las modernas ediciones de sus Metamorfosis por considerarse apócrifo, explica de la siguiente forma lo que le contó un galo supersticioso, que juraba haber sido el protagonista de la aventura:

Este galo, comerciante de vinos en los alrededores de Lutecia (actual París), afirmaba que, a mediodía, hora muy poco propicia para los espíritus, se dirigió de su casa al almacén donde guardaba sus mercancías.


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Publicado el 1 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

La Llamada del Amor

Arturo Robsy


Cuento


Después de perpetrar su segundo libro contra la humanidad, valiéndose de su condición de catedrático de filosofía, Eduardo Libre necesitó pasar quince días en lo que la cortesía ha bautizado como «Casa de Reposo».

En las Casas de Reposo la marea deja varados los objetos más heterogéneos: obesos acomplejados ansiosos de pasar hambre; borrachines que esconden la botella bajo la almohada; profesionales que abusan de las anfetaminas; mujeres abandonadas por el marido o por el amante; estudiantes con los fusibles quemados; políticos con un acceso de conciencia y, claro, escritores filósofos que descubren que la humanidad no vale un pepino.

Eduardo era de los últimos. Un año de lucubraciones para cometer su libro le había dejado en un estado confuso, incapaz de distinguir una categoría de un accidente ni a ambos de una señorita en bikini, y tentado, además, por adscribirse al hilemorfismo aristotélico.

En tan tristes circunstancias —o, quizá, predicamentos— fue expedido a la casa de reposo y confiado a los reconstituyentes y aun médico iraquí de barba roja que daba suelta a sus instintos de beduino al disciplinar a su rebaño de neuróticos.

A Eduardo, para doblegar su altivo espíritu, le recetó una tanda de dolorosas inyecciones de hígado y le puso a régimen de verduras. Nada como las verduras para distraer los pensamientos obsesivos. El paranoico, si tiene el estómago vacío, se atiene más a la estricta realidad y, en lugar de sumirse en el delirio, organiza planes para robar de la cocina un bocadillo de chorizo o para que el portero le contrabandee un pollo al ast.

Lo mismo puede decirse del neurótico que contempla una zanahoria o del drogadicto con los depósitos llenos de coliflor hervida. Esta era, al menos, la creencia del beduino. Y funcionaba.


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Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.

No Era Amistad

Arturo Robsy


Cuento


Al pescador le faltaba un dedo y al perro, el rabo. El rabo que le cortaron para mejor cazar cuando era un cachorro, mucho antes de que se descubriera su incapacidad para el rastreo.

El perro era de un viejo predio, y todo el mundo sabe que en esos lugares no se alimenta a los inútiles, de modo que, al año de su nacimiento, se encontró siguiendo una carretera y bebiendo en los charcos de la cuneta. Seguramente no acababa de comprender su postura y caminaba perplejo, entre dolido y triste.

Antes de esto, sus amos le llevaron, en un coche, muy lejos; kilómetros y kilómetros tomando curvas y salvando baches; y él, infeliz, ladraba con su hocico pegado al parabrisas, convencido de que se aproximaba una gran cacería.

Así quedó abandonado la primera vez, pero achacó a un descuido de sus queridos "humanos", madre y padre en una misma persona que le alimentaba y le acariciaba y, también (ay) le golpeaba.

Y volvió. Cruzó la fronda, se rasgó la piel en los aulagares, esquivó automóviles, pero volvió.

Se lo llevaron. Volvió.

La tercera vez hubo una pequeña discusión en la casa: el perro era un problema y ellos no podían perder el tiempo alejándolo y alejándolo.

El payés dijo que le iba a pegar un tiro. Madona se encogió filosóficamente de hombros pensando, quizá, en la cosecha de pimientos, y él, ajeno, movía el rabo satisfecho de estar de nuevo en su hogar, y hurgaba con el hocico entre los desperdicios de la cocina.

Luego, el hijo, un muchacho torpón y sucio, sintió algo parecido a la piedad y la ejecución quedó aplazada. "Si regresa la próxima vez" —dijeron, y se lo llevaron al mar, a la distancia más larga. Allí se quedó. Allí estaba, caminando por la carretera y bebiendo el agua de sus charcos, preguntándonos lo que sucedía.


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Publicado el 28 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

La Máquina

Arturo Robsy


Cuento


Lo vi por última vez la mañana del sábado en el mercadillo de la plaza. Parecía que la alegre primavera se adelantaba y florecía en toldos de colores, en vestidos estampados que vendían gitanas dicharacheras y morenas, en la vestimenta ecléctica, en las guapas mozas que sonrerían y en todo el aire limpio que vibraba con las voces de la gente.

Él era un joven pobre, muy delgado. Un parado de ojos tristes y, quizá, iluminados. Otras veces le había visto vendiendo relojes japoneses, mecheros y bolígrafos. Tuvo también una máquina que tomaba la tensión por veinte duros. Todo automático, papelito impreso que escupía una ranura. La chocante electrónica en un mercado moruno, hasta cierto punto alegre, colorido y miserable.

Se notaba que era un chico decidido y emprendedor. Otros jóvenes vendían arenas de colores, tenedores retorcidos como brazaletes, cajitas de estaño para el hachís, cuentas de vidrio y otras cosas de la triste industria del desamparado.

El que dicho estaba solo siempre y no era artesanal ni quincallero. Era un pobre tecnológico, un electrónico desempleado, extraño personaje casi limpio del siglo veinte, trasplantado al bazar callejero y cutre, al ruído medieval de la plaza del mercado, donde la pobreza se exhibía entre saldos, alpargatas, usados artificios y artesanías falsas. Él, en cambio, ofrecía la exactitud de los relojes de cuarzo, la precisión de las máquinas, las ondas hertzianas de las diminutas radios, y hasta la arterial tensión impresa por un brillante aparato que apenas si zumbaba. La tranquilidad por veinte duros. La salud por veinte duros, la disculpa, acaso, para saltarse el régimen e ir a reposar al bar con la copa prohibida o con el café dulce y negro.


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Publicado el 17 de abril de 2017 por Edu Robsy.

Elogio del Esclavo

Arturo Robsy


Cuento


Después de salir con bien de un tifus exantemático que pilló en una cacería en Marruecos, mi amigo Federico, dueño de una carpintería—aserradería, decidió convertirse en líder carismático y, a ser posible, obrero. Puede que las calenturas algo le descolocaran los sesos o que llenara las horas de sufrimiento con el noble arte del pensamiento, pero si he visto algún caso de vocación política es el suyo.

Ya en el hospital me había dicho:

— Las ideas del siglo XX todavía no han llegado a los parlamentos. Los parlamentos mismos son decimonónicos, de modo que hay que volver a pasar a la sociedad por una lupa y hacer que la porquería de las calles se reconozca en ellos.

No era manca declaración de principios, pero como apenas si estaba recuperándose no hicimos mucho caso. Por otro lado el magín de Federico siempre había sido tan maderable como los troncos de su aserrería, y no era cosa de sospechar que fuera a establecer un nuevo orden mundial en el campo de las ideas políticas.

Federico tenía la mujer primera, la de los años de escasez y lucha, que era mayor y gorda. Cuando los negocios le marcharon invirtió mucho dinero en ella: gimnasio, galas y saunas, algunas fotonovelas y una criada muy cara, estudiante de filosofía y semisuripanta, que fregoteando pagaba su acceso a la cultura.

Tras los fracasos de hacer de su costilla algo presentable, prefirió comprarse una mujer nueva, de modelo más moderno, criada desde el principio con potitos de farmacia, muy saludable, algo instruida y con buena puesta a punto. Amorosos duros le costaba pero, a su contacto, él mismo se iba refinando y fue fácil que pasara de la categoría de patán a la de hortera, y hasta pudo leerse, en un año y con paciencia, todo un libro de McLuhan.

— Complicado — resumió — Pero, ¡anda que no mola!


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Publicado el 21 de abril de 2017 por Edu Robsy.

Un Siglo de Progreso

Arturo Robsy


Cuento


En mil novecientos, en agosto, con los últimos coletazos del siglo, nació Naveiro, postrer vástago de una larga sucesión de Naveiros renegridos y aventureros que, desde los tiempos de Don Pedro el Navegante, tuvieron que ver con el mar. Un Naveiro dobló el Cabo de las Tormentas siendo asistente de Luis de Camoens. Otro acompañó a Colón en su segundo viaje y otro más hizo la ruta de Elcano hasta morir de un lanzazo tagalo en las Filipinas.

Siempre fueron dados al orujo y discutidores, a medias pendencieros y a medias esforzados, pues no en vano la familia se había sustentado, desde los tiempos de Viriato, de la carne en cecina, del pescado seco, de la galleta y de la fantasía propia del galaico.

El padre del último Naveiro continuaba la tradición familiar y hacía la ruta de ultramar a bordo de un clipper rápido y marinero. Naveiro padre tenía una peculiar manera de entender aquello de una novia en cada puerto: él prefería lazos más sólidos, por lo que mantenía alegremente una familia en Vigo y otra en Macao, ambas numerosas, pobres y felices.

El joven Naveiro hizo su primer viaje a los trece años, como proel, junto a su padre. Así, con el alma todavía tierna, se le metió el oriente por los ojos. La calidad del mar, su color tan distinto al del Atlántico natal, las gentes extrañas con su lenguaje cantarín y sus ojos almendrados... Y, además, la riqueza. Allí un europeo podía hacer fácilmente carrera: trampeando con los chinos, navegando en los cargueros de las islas, comerciando con los salvajes o contrabandeando con el opio.

Naveiro se quedó con su otra familia, con la mujer oriental de su padre y con sus medio hermanos de ojos rasgados, y nunca más sintió la nostalgia de Galicia, donde, por cierto, las cosas no iban demasiado bien en aquellas fechas. Sólo bajo los efectos del sake se permitía algunos recuerdos de la infancia y descubría, las profundas lagunas de su memoria.


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Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Affaire Sodoma

Arturo Robsy


Cuento


"Entonces Jehová le dijo: por cuanto el clamor contra Sodoma y Gomorra se aumenta más y más y el pecado de ellos se ha agravado en extremo, descenderé ahora y veré si han consumado su obra según el clamor que ha venido hasta mí; y si no, lo sabré." (Génesis, 18-20 y 21).
 

Y más abajo, se lee:


"Entonces respondió Jehová: si hallare en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad perdonaré todo este lugar por amor a ellos." (Génesis, 18-26).
 

Y fueron los observadores a Sodoma, ciudad de muchos pecados y pocas advertencias, de donde les había llegado un gran clamor. Un clamor que empezaron a notar tan pronto como estuvieron a las puertas de Sodoma.

Cien sirenas de aire bramaron por encima de los tejados. Millares de máquinas trepidaron al empezar el mecánico y trabajoso despertar de la ciudad. Centenares de motores, pasando por su lado, les ensordecieron.

—Sodoma —dijo uno— es una gran ciudad.

—Sodoma —dijo al otro— ha crecido demasiado.

Un vapor oscuro enturbiaba el aire. Surgía del asfalto muchas veces recorrido por los automóviles; las enormes chimeneas de las factorías; de los poderosos compresores y hasta de los hombres que continuamente fumaban.

A través de este vapor, los contornos y perfiles de la ciudad se distorsionaban. Nada era exactamente íntimo. Nada recordaba al aire vecinal y humano que tuvo una vez Sodoma.

—¡Vaya clamor! ¡Cuánta razón han tenido al quejarse!

En efecto: el clamor era más bien espantoso; tanto para los oídos, que temblaban como tirantes parches de tambor, como para los ojos, que se perdían en el humo, como para el olfato, que se irritaba a fuerza de olores espesos y polvorientos.


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Publicado el 15 de junio de 2019 por Edu Robsy.

El Buen Hambre

Arturo Robsy


Cuento


El Times, admirado, le concedió su portada: Alberto, en toda su extensión de cinco años, con un polo en la mano. Debajo, la leyenda: El superniño que aprendió inglés en tres días.

En el interior, los profesores de la escuela Future para superdotados, explicaban lo que habían dicho ya todas las cadenas de televisión: La Electronics Investment lo había descubierto en España (Europa) y lo trajo al mundo real, a América.

Alberto había hablado a los cuatro meses y medio. A los seis, leía. A los doce escribía. Luego ya nadie había sido capaz de suministrarle suficiente información. Devoraba todo. Entendía todo. Los habituales test de inteligencia no servían con él. Se quedaban cortos.

Electronics Investment, al saberlo, sostuvo una conversación con el padre, hombre normal a quien su hijo preocupaba:

—¿No querrá usted que se malogre su talento?

—Lo que yo quiero no es posible. —dijo el padre, campesino que no fue arrastrado por la emigración a las ciudades.— Alberto no será feliz.

—¿Por qué no? Nosotros le daremos estudios. Será un gran hombre.

—¿Y creen que no comprenderá en qué mundo ha venido a nacer?

—Claro. —respondió Electronics, que no era sutil.— Y será un gran físico o un gran químico. O ambas cosas.

Electronics ignoraba la profundidad del alma castellana. Quizá porque, en descampado, se tapaba con una boina y se expresaba a través de hombres mal afeitados.

—A usted —añadió Electronics, interpretando mal el silencio del padre— también le pagaremos. Vendrá a vivir con Alberto a «Iusei».

El hombre se encogió de hombros. Miró la llanura y pensó, fugazmente, que ella era la única capaz de estar cerca y lejos a la vez. Miró luego al hijo superdotado.

—Tú, ¿qué piensas? —le preguntó

—Quiero saberlo todo. —respondió el niño. No usaba adornos en la lengua. Iba derecho.


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Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Anónimo

Arturo Robsy


Cuento


Dedicado, con cariño, a R.C.D.


"Los ojos de los que tienen hambre no conocen el sol".
 

Fue como en las novelas. O, al menos, siempre creí que tales cosas ocurrían exclusivamente en ellas, porque la imaginación de los escritores tiene fama de calenturienta.

Y, sin embargo, me sucedió a mí, negación del aventurero, y en una ciudad como ésta, proverbialmente tranquila. Recibí un anónimo. ¡Y qué anónimo! Más digno de un retrasado mental que de alguien que, por lo visto, sabía dibujar, aunque con dificultad, las letras de nuestro alfabeto latino.

Las personas extrañas, las que componen poemas, las que sinceramente se divierten con la televisión, las que escriben anónimos, siempre han excitado mi curiosidad. ¿Qué extrañas cosas pasan por sus cabezas? ¿Por qué en el caso de los anónimos se empeñan en llevar a los demás su propia infelicidad y descontento? Y, después, hablando con los amigos, comprobé que el mío no era un caso aislado y decidí averiguar cuanto me fuera posible. Para empezar ya sabía que en mi vecindario existía un chalado empeñado en dar sus opiniones por escrito, como si realmente esas opiniones fueran trascendentales. En suma, que el tipo debía tener un gran concepto de su inteligencia para dejarse llevar por tan desvergonzada vanidad.

Su método era sencillo. Destilaba perlas de sabiduría e indudablemente esto le producía un placentero alivio: "Usted es un cual", "Su señora madre es una impúdica profesional", "Su señora se la pepa". Éstas eran sus tarjetas de visita, por lo demás, muy explicativas ya que, viéndolas, cualquier médico hubiera podido diagnosticar las cosas que iban mal en su pobre cabeza. Pero eso, claro, él mismo no lo sabía; y, de saberlo, no lo hubiera creído jamás.


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Publicado el 27 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

7891011