Por la calleja triste y solitaria pasan ráfagas zumbadoras. El polvo
se arremolina y penetra en las habitaciones por los cristales rotos y a
través de los tableros de las puertas desvencijadas.
El crepúsculo envuelve con su parda penumbra tejados y muros y un
ruido lejano, profundo, llena el espacio entre una y otra racha: es la
voz inconfundible del mar.
En la tiendecilla de pompas fúnebres, detrás del mostrador, con el
rostro apoyado en las palmas de las manos, la propietaria parece
abstraída en hondas meditaciones. Delante de ella, una mujer de negras
ropas, con la cabeza cubierta por el manto, habla con voz que resuena en
el silencio con la tristeza cadenciosa de una plegaria o una confesión.
Entre ambas hay algunas coronas y cruces de papel pintado.
La voz monótona murmura:
—…Después de mirarme un largo rato con aquellos ojos claros empañados
ya por la agonía, asiéndome de una mano se incorporó en el lecho, y me
dijo con un acento que no olvidaré nunca: “¡Prométeme que no la
desampararás! ¡Júrame, por la salvación de tu alma, que serás para ella
como una madre, y que velarás por su inocencia y por su suerte como lo
haría yo misma!”
La abracé llorando, y le prometí y juré lo que quiso.
(Una ráfaga de viento sacude la ancha puerta, lanzan los goznes un chirrido agudo y la voz plañidera continúa:)
—Cumplía apenas los doce años, era rubia, blanca, con ojos azules tan
cándidos, tan dulces, como los de la virgencita que tengo en el altar.
Hacendosa, diligente, adivinaba mis deseos. Nunca podía reprocharle cosa
alguna y, sin embargo, la maltrataba. De las palabras duras, poco a
poco, insensiblemente, pasé a los golpes, y un odio feroz contra ella y
contra todo lo que provenía de ella, se anidó en mi corazón.
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