Casi al final de la avenida encontré el número indicado en la hoja
impresa que llevaba en el bolsillo. Pasé a la acera de enfrente y
examiné la fachada del edificio, en la cual se ostentaba en grandes
caracteres un letrero que decía: “El Anzuelo de Plata-Gran tienda y
Paquetería-Ventas por mayor y menor”.
No cabía duda, era lo que buscaba. Atravesé la calle, crucé la ancha
puerta y avancé tímidamente hacia el mostrador y pregunté al dependiente
que, tomándome sin duda por un parroquiano, salía a mi encuentro con la
sonrisa en los labios.
—¿Puedo hablar con el jefe de la casa?
El empleado se volvió para mirar a través de una vidriera que había a
su espalda y, en seguida, reanudando la tarea de despachar al único
cliente que había en el almacén, me dijo:
—El señor Pirayán está en este momento ocupado, pero no tardará en venir.
Me apoyé en el mostrador y esperé.
A pesar de aquel pomposo por mayor y menor y de la hábil y estudiada
colocación de las mercaderías en los armazones para llenar los huecos y
aparentar una gran existencia, su adquisición no habría arruinado a
ningún Rothschild. El Anzuelo de Plata no pasaba de ser un modesto
tenducho con un giro insignificante.
Hacía ya algunos minutos que oía distraído la charla del dependiente y
del comprador, cuando un rumor de pasos me hizo volverme con presteza.
Un hombrecillo rechoncho, calvo, de rostro abotagado y patillas a la
española, lanzándome una escrutadora mirada, me interrogó secamente:
—¿Qué se le ofrece?
Comprendí que me hallaba delante del jefe de la casa y, sacándome
cortésmente el sombrero, le dije, al mismo tiempo que desplegaba el
diario que tenía en la diestra:
—Señor, vengo por este aviso...
Sus ojos se clavaron en los míos y durante algunos segundos me sentí
escudriñado y analizado por aquella mirada penetrante. Con voz reposada
me contestó:
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