El Oro
Baldomero Lillo
Cuento
Una mañana que el sol surgía del abismo y se lanzaba al espacio, un vaivén de su carro flamígero lo hizo rozar la cúspide de la montaña.
Por la tarde un águila, que regresaba a su nido, vio en la negra cima un punto brillantísimo que resplandecía como una estrella.
Abatió el vuelo y percibió, aprisionado en una arista de la roca, un rutilante rayo de sol.
—Pobrecillo —díjole el ave compadecida—, no te inquietes, que yo escalaré las nubes y alcanzaré la veloz cuadriga antes que desaparezca debajo del mar.
Y cogiéndolo en el pico se remontó por los aires y voló tras el astro que se hundía en el ocaso.
Pero, cuando estaba ya próxima a alcanzar al fugitivo, sintió el águila que el rayo, con soberbia ingratitud, abrasaba el curvo pico que lo retornaba al cielo.
Irritada, entonces, abrió las mandíbulas y lo precipitó en el vacío.
Descendió el rayo como una estrella filante, chocó contra la tierra, se levantó y volvió a caer. Como una luciérnaga maravillosa erró a través de los campos, y su brillo, infinitamente más intenso que el de millones de diamantes, era visible en mitad del día, y de noche centelleaba en las tinieblas como un diminuto sol.
Los hombres, asombrados, buscaron mucho tiempo la explicación del hecho extraordinario, hasta que un día los magos y nigromantes descifraron el enigma. La errabunda estrella era una hebra desprendida de la cabellera del sol. Y añadieron que el que lograse aprisionarla vería trocarse SU existencia efímera en una vida inmortal; pero, para coger el rayo sin ser consumido por él, era necesario haber extirpado del alma todo vestigio de piedad y amor.
Dominio público
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Publicado el 8 de octubre de 2019 por Edu Robsy.