Una mañana de junio, un tanto fría y brumosa, Luis Rivera, el
arrendatario de “El Laurel”, y su amigo el teniente de ingenieros
Antonio del Solar tomaban desayuno y conversaban alegremente en es
amplio y vetusto comedor de las viejas casas del fundo. Jóvenes de
veinticinco a veintiséis años, el militar y el hacendado se conocían
desde los tiempos del colegio, lo que había afirmado y hecho inalterable
su amistad. Del Solar, cuyo regimiento estaba de guarnición en el
vecino pueblo de N., hacía frecuentes excursiones a la hacienda, pues
era apasionado por la caza. La tarde anterior, con gran contento de
Rivera, a quien su visita distraía en su forzada soledad, había llegado
decidido a pasar dos días en el fundo dedicado a su deporte favorito.
De pronto y cuando la charla de los dos amigos era más animada,
resonó en el patio el rápido galope de un caballo, y un momento después
un estrepitoso ruido de espuelas se aproximó a la puerta del comedor,
apareciendo en el umbral la figura de Joaquín, el viejo mayordomo, con
el grueso poncho pendiente de los hombros y las enormes polainas de
cuero que le cubrían las piernas hasta más arriba de las rodillas.
Sombrero en mano, avanzó algunos pasos y se detuvo con ademán respetuoso
delante de los jóvenes. El hacendado dejó sobre el platillo la taza de
café humeante y preguntó, en tono afable, a su servidor:
—¿Qué hay, Joaquín; tiene algo que decirme?
Con voz que tembló ligeramente, contestó el anciano:
—Si, señor, y es una mala noticia la que tengo que darle. Anoche descueraron en el potrero de Los Sauces a otro animal.
El rostro de Rivera enrojeció visiblemente, y el viejo, viendo que nada decía, agregó:
—A la vaca overa, la Manchada, le tocó, su merced.
El mozo golpeó con el puño en la mesa y se puso de pie violentamente, en tanto exclamaba lleno de cólera:
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