Textos más largos de Baldomero Lillo etiquetados como Cuento | pág. 2

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autor: Baldomero Lillo etiqueta: Cuento


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El Vagabundo

Baldomero Lillo


Cuento


En medio del ávido silencio del auditorio alzóse evocadora, grave y lenta, la voz monótona del vagabundo:

—…Me acuerdo como si fuera hoy; era un día así como éste; el sol echaba chispas allá arriba y parecía que iba a pegar fuego a los secos pastales y a los rastrojos. Yo y otros de mi edad nos habíamos quitado las chaquetas y jugábamos a la rayuela debajo de la ramada. Mi madre, que andaba atareadísima aquella mañana, me había gritado ya tres veces, desde la puerta de la cocina: “¡Pascual, tráeme unas astillas secas para encender el horno!”

Yo, empecatado en el juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los tejos de cobre:

—Ya voy, madre, ya voy.

Pero el diablo me tenía agarrado y no iba, no iba… De repente, cuando con la redondela en la mano ponía mis cinco sentidos para plantar un doble en la raya, sentí en la espalda un golpe y un escozor como si me hubiesen arrimado a los lomos un hierro ardiendo. Di un bufido y ciego de rabia, como la bestia que tira una coz, solté un revés con todas mis fuerzas…

Oí un grito, una nube me pasó por la vista y vislumbré a mi madre, que sin soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena de sangre, al mismo tiempo que me decía con una voz que me heló hasta la médula de los huesos:

—¡Maldito seas, hijo maldito!

Sentí que el mundo se me venía encima y caí redondo como si me hubiese partido un rayo… Cuando volví tenía la mano izquierda, la mano sacrílega, pegada debajo de la tetilla derecha.


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13 págs. / 23 minutos / 167 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Chiflón del Diablo

Baldomero Lillo


Cuento


En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.

Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:

—Quédense ustedes.

Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia.

La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.


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12 págs. / 21 minutos / 789 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Quilapán

Baldomero Lillo


Cuento


Quilapán, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la hierba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a trechos en el ramaje oscuro de las barrancas, reaparece más allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina.

Con los codos en el suelo y el cobrizo y ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre y dilatada extensión no interrumpían entonces fosos, cercados ni carreteras.

Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas y entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano.

Y luego, a la vista de la cerca derruida, de las hierbas y malezas que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes y escaramuzas de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo, para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores.

¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción, qué de intrigas y de asechanzas para arrancarle una promesa de venta!

Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de ese pedazo de tierra en que vio la luz, donde el sol a la hora de la siesta tuesta la curtida piel, y desde el cual la vista descubre tan bellos y vastos horizontes.


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12 págs. / 21 minutos / 170 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Ahogado

Baldomero Lillo


Cuento


Sebastián dejó el montón de redes sobre el cual estaba sentado y se acercó al barquichuelo. Una vez junto a él extrajo un remo y lo colocó bajo la proa para facilitar el deslizamiento. En seguida se encaminó a la popa, apoyó en ella su espalda y empujó vigorosamente. Sus pies desnudos se enterraron en la arena húmeda y el botecillo, obedeciendo al impulso, resbaló sobre aquella especie de riel con la ligereza de una pluma. Tres veces repitió la operación.

A la tercera recogió el remo y saltó a bordo del esquife que una ola había puesto a flote, empezó a cinglar con lentitud, fijando delante de sí una mirada vaga, inexpresiva, como si soñase despierto.

Mas, aquella inconsciencia era sólo aparente. En su cerebro las ideas fulguraban como relámpagos. La visión del pasado surgía en su espíritu, luminosa, clara y precisa. Ningún detalle quedaba en la sombra y algunos presentábanle una faz nueva hasta entonces no sospechada. Poco a poco la luz se hacía en su espíritu y reconocía con amargura que su candorosidad y buena fe eran las únicas culpables de su desdicha.


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12 págs. / 21 minutos / 198 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Juan Fariña

Baldomero Lillo


Cuento


Sobre el pequeño promontorio que se interna en las azules aguas del golfo se ven hoy las viejas construcciones de la mina de…

Altas chimeneas de cal y ladrillo se levantan sobre los derruidos galpones que cobijan las maquinarias, cuyas piezas roídas por el orín descansan inmóviles sobre sus basamentos de piedras. Los émbolos ya no avanzan ni retroceden dentro de los cilindros, y el enorme volante detenido en su carrera parece la rueda de un vehículo atascado en aquel hacinamiento de escombros carcomidos por el tiempo.

En lo más alto, dominando la líquida inmensidad, la cabría destaca las negras líneas de sus maderos entrecruzados en el fondo azul del cielo como una cifra siniestra y misteriosa. En las agrias laderas, las casas de los obreros muestran sus techos hundidos, y por los huecos de las puertas y ventanas, arrancadas de sus goznes, se ven blanqueadas paredes llenas de grietas de las desiertas habitaciones.

Algunos años atrás ese paraje solitario era asiento de un poderoso establecimiento carbonífero y la vida y el movimiento animaban esas ruinas donde no se escucha hoy otro rumor que el de las olas, azotando los flancos de la montaña.

Densas columnas de humo se escapaban entonces de las enormes chimeneas, y el ruido acompasado de las máquinas, junto con el subir y bajar de los ascensores en el pique, no se interrumpía jamás. Mientras, allá abajo, en las habitaciones escalonadas en la falda de la colina, las voces de las mujeres y los alegres gritos de los niños se confundían con el ruido del mar en aquel sitio siempre inquieto y turbulento.


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11 págs. / 20 minutos / 145 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Malvavisco

Baldomero Lillo


Cuento


¡Cómo me burlé yo siempre de aquel palurdo! Del simplísimo Malvavisco como le llamábamos los campesinos. Su verdadero nombre era Benito. Vaquero de un fundo colindante, tuvo un día la desgracia de que al enlazar un novillo a la carrera, enroscárasele en el dedo del corazón, de la mano derecha, un espiral de lazo que le arrancó las dos primeras falanges. Enconada la herida, estuvo a punto de perder la mano y aun el brazo, salvándose de este peligro gracias a una cierta infusión de malvavisco. A fuerza de ensalzar la bondad y excelencia de la maravillosa planta, y de repetir incansablemente su nombre, quedóle éste por apodo.

Desde un principio, y en cuanto trabamos conocimiento, fuimos grandes amigos, pues Malvavisco era un gran cazador a quien acompañé varias veces en sus excursiones cinegéticas. Mas, un día mi malhadada inclinación a la broma me privó de este agradable pasatiempo. Como esta aventura metió gran ruido en ambos fundos, quiero relatarla aquí detalladamente.

Nos encontrábamos, una mañana, en un extenso y arenoso sembrado de pequeños matorrales cazando torcazas. Los resultados eran casi nulos, pues las aves mostrábanse desconfiadas, costando gran trabajo aproximárseles. Varias veces había pedido a Malvavisco me prestase Bocanegra, su famosa escopeta, para tentar fortuna disparando un tirito por mi cuenta. Pero se había negado a ello tercamente, lo cual me tenía de pésimo humor y dispuesto a cualquiera diablura. La ocasión de vengarme de su egoísta proceder llegó de improviso. En el momento en que tras un disparo soltó el cazador la escopeta para correr en pos de la torcaza herida, me acerqué cauteloso a Bocanegra y vacié en el cañón un puñado de arena, huyendo en seguida a todo correr por entre la maleza.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 22 visitas.

Publicado el 19 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

La Mano Pegada

Baldomero Lillo


Cuento


Por la carretera polvorienta, agobiado por la fatiga y el fulgurante resplandor del sol, marcha don Paico, el viejo vagabundo de la mano pegada. Su huesosa diestra oprime un grueso bastón en que apoya su cuerpo anguloso, descarnado, de cuyos hombros estrechos arranca el largo cuello que se dobla fláccidamente bajo la pesadumbre de la cabeza redonda y pelada como una bola de billar.

Un sombrero de paño terroso, grasiento, de alas colgantes, sumido hasta las orejas, vela a medias el rostro de expresión indefinible, mezcla de astucia y simplicidad, animado por dos ojos lacrimosos que parpadean sin cesar. Una larga manta descolorida y llena de remiendos cae en pesados pliegues hasta cerca de las rodillas, y sus pies descalzos que se arrastran al andar dejan tras de sí un ancho surco en la espesa capa de polvo que cubre el camino.

Junto a él, montado en un caballo alazán de magnífica estampa, va don Simón Antonio, y más atrás, jinetes en ágiles cabalgaduras, siguen al patrón a respetuosa distancia el mayordomo y un vaquero de la hacienda.

La atmósfera es sofocante. El aire está inmóvil y un hálito abrasador parece desprenderse de aquellas tierras chatas y áridas, cortadas en todas direcciones por los tapiales, los setos vivos y los alambrados de los potreros.

Don Simón Antonio con su gran sombrero de pita sujeto por el barbiquejo de seda y su manta de hilo con rayas azules, parece sentir también la influencia enervadora de aquel ambiente. Su ancha y rubicunda faz está húmeda, sudorosa; y sus grises ojillos, de ordinario tan vivaces y chispeantes en la penumbra de sus pobladas cejas hirsutas, miran ahora con vaguedad, adormilados, soñolientos.


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11 págs. / 20 minutos / 97 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Cañuela y Petaca

Baldomero Lillo


Cuento


Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.

Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.

Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.

Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas —tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho—, ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido, contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos obscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho, es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.

Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas y conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades, inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones y fulminantes?


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11 págs. / 19 minutos / 244 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Pago

Baldomero Lillo


Cuento


Pedro Maria, con las piernas encojidas, acostado sobre el lado derecho, trazaba a golpes de piqueta un corte en la parte baja de la vena. Aquella incision que los barreteros llaman circa alcanzaba ya a treinta centímetros de profundidad, pero el agua que se filtraba del techo i corria por el bloque llenaba el surco cada cinco minutos, obligando al minero a soltar la herramienta para estraer con ayuda de su gorra de cuero aquel sucio i negro líquido que, escurriéndose por debajo de su cuerpo, iba a formar grandes charcas en el fondo de la galeria.

Hacia algunas horas que trabajaba con ahinco para finiquitar aquel corte i empezar la tarea de desprender el carbon. En aquella estrechísima ratonera el calor era insoportable, Pedro Maria sudaba a mares i de su cuerpo, desnudo hasta la cintura, brotaba un cálido vaho que con el humo de la lámpara formaba a su alrededor una especie de niebla cuya opacidad, impidiéndole ver con precision, hacia mas difícil la dura e interminable tarea. La escasa ventilacion aumentaba sus fatigas, el aire cargado de impurezas, pesado, asfixciante, le producia ahogos i accesos de sofocacion i la altura de la labor, unos setenta centímetros escasos, solo le permitia posturas incómodas i forzadas que concluian por entumecer sus miembros ocasionándole dolores i calambres intolerables.


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 354 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

El Angelito

Baldomero Lillo


Cuento


Allá donde empiezan los primeros contrafuertes de la cordillera de Nahuelbuta, a pocos kilómetros del mar, se extiende una vasta región erizada y cubierta de cerros altísimos, de profundas quebradas y bosques impenetrables.

En un aislamiento casi absoluto, lejos de las aldeas que se alzan en los estrechos valles vecinos al océano, vive un centenar de montañeses cuya única labor consiste en la corta de árboles, que, labrados, y divididos en trozos, transpórtanse en pequeñas carretas hasta los establecimientos carboníferos de la costa.

Por todas partes, ya sea en la falda de los cerros o en el fondo de las quebradas, se escucha durante el día el incesante rumor de las hachas que hieren los troncos seculares del roble, el lingue y el laurel.

Dos veces en el mes sube, desde el llano, uno de los capataces de la hacienda para medir y avaluar la labor de los madereros, nombre que se les da a estos obreros de las montañas. Después de un prolijo examen, entrega a cada uno una boleta con la anotación de la cantidad que le corresponde por la madera elaborada. Estas boletas sirven de moneda para adquirir en el despacho de la hacienda los artículos necesarios para la vida del trabajador y su familia. En estos días, en las miserables chozas diseminadas en la maraña de la selva, en huecos abiertos a filo de hacha, mujeres y niños de rostros macilentos y cuerpos semidesnudos espían con ojos tímidos a través de los claros del boscaje, la silueta del capataz, amo y señor, para ellos todopoderoso, de cuanto existe en la montaña.


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Dominio público
10 págs. / 19 minutos / 498 visitas.

Publicado el 8 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

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