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autor: Baldomero Lillo etiqueta: Cuento


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Irredención

Baldomero Lillo


Cuento


Cuando los últimos convidados se despidieron, la princesa, recogiendo la falda de su vestido constelado de estrellas, atravesó los desiertos salones y se encaminó a su alcoba, echando, al pasar, una postrer mirada a aquellos sitios donde, por su gracia y hermosura, más que por su simbólico traje, había sido durante algunas horas la reina de la noche.

Sentíase un tanto fatigada, pero, al mismo tiempo, alegre y satisfecha. El baile había resultado suntuosísimo. Todo lo que la gran ciudad ostentaba de más valía: la nobleza de la sangre, del dinero y del talento, desfiló por sus salones, adornados con deslumbradora magnificencia.

Pero la nota sensacional, la que arrancó frases de admiración y de entusiasmo, era la de las flores, de un pálido matiz de aurora, desparramadas con tal profusión por todo el palacio, que parecía una nevada color de rosa caída en los vastos aposentos, cubriendo las consolas, los muebles, los bronces, derramándose sobre los tapices y haciendo desaparecer bajo sus carmenadas plumillas la soberbia cristalería de la mesa del buffet. Guirnaldas de las mismas envolvían las arañas, trazaban caprichosos dibujos en los muros y orlaban los marcos dorados de los espejos. El efecto producido por aquella avalancha de flores rosadas era sencillamente maravilloso y los asistentes al baile no se cansaban de elogiar aquella fantástica ornamentación, cuya idea genial llenaba de orgullo a la hermosa dama que a solas con sus doncellas, que preparaban su tocado nocturno, se complacía en evocar los detalles de la magnífica fiesta.

Sí, aquel pensamiento originalísimo había sido de ella, únicamente de ella, y no podía menos de sonreír al recordar la cara de sorpresa del viejo administrador cuando le dio orden de despojar de sus flores a todos los durazneros en floración que existiesen en sus fincas.


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4 págs. / 7 minutos / 127 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Quilapán

Baldomero Lillo


Cuento


Quilapán, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la hierba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a trechos en el ramaje oscuro de las barrancas, reaparece más allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina.

Con los codos en el suelo y el cobrizo y ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre y dilatada extensión no interrumpían entonces fosos, cercados ni carreteras.

Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas y entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano.

Y luego, a la vista de la cerca derruida, de las hierbas y malezas que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes y escaramuzas de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo, para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores.

¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción, qué de intrigas y de asechanzas para arrancarle una promesa de venta!

Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de ese pedazo de tierra en que vio la luz, donde el sol a la hora de la siesta tuesta la curtida piel, y desde el cual la vista descubre tan bellos y vastos horizontes.


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12 págs. / 21 minutos / 166 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Sub Sole

Baldomero Lillo


Cuento


Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el hambre chupando ávido el robusto seno, Cipriana con los ojos húmedos y brillantes por la excitación de la marcha abarcó de una ojeada la líquida llanura del mar.

Por algunos instantes olvidó la penosa travesía de los arenales ante el mágico panorama que se desenvolvía ante su vista. Las aguas, en las que se reflejaba la celeste bóveda, eran de un azul profundo. La tranquilidad del aire y la quietud de la bajamar daban al océano la apariencia de un vasto estanque diáfano e inmóvil. Ni una ola ni una arruga sobre su terso cristal. Allá en el fondo, en la linea del horizonte, el velamen de un barco interrumpía apenas la soledad augusta de las calladas ondas.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 25 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

Tienda y Trastienda

Baldomero Lillo


Cuento


Casi al final de la avenida encontré el número indicado en la hoja impresa que llevaba en el bolsillo. Pasé a la acera de enfrente y examiné la fachada del edificio, en la cual se ostentaba en grandes caracteres un letrero que decía: “El Anzuelo de Plata-Gran tienda y Paquetería-Ventas por mayor y menor”.

No cabía duda, era lo que buscaba. Atravesé la calle, crucé la ancha puerta y avancé tímidamente hacia el mostrador y pregunté al dependiente que, tomándome sin duda por un parroquiano, salía a mi encuentro con la sonrisa en los labios.

—¿Puedo hablar con el jefe de la casa?

El empleado se volvió para mirar a través de una vidriera que había a su espalda y, en seguida, reanudando la tarea de despachar al único cliente que había en el almacén, me dijo:

—El señor Pirayán está en este momento ocupado, pero no tardará en venir.

Me apoyé en el mostrador y esperé.

A pesar de aquel pomposo por mayor y menor y de la hábil y estudiada colocación de las mercaderías en los armazones para llenar los huecos y aparentar una gran existencia, su adquisición no habría arruinado a ningún Rothschild. El Anzuelo de Plata no pasaba de ser un modesto tenducho con un giro insignificante.

Hacía ya algunos minutos que oía distraído la charla del dependiente y del comprador, cuando un rumor de pasos me hizo volverme con presteza. Un hombrecillo rechoncho, calvo, de rostro abotagado y patillas a la española, lanzándome una escrutadora mirada, me interrogó secamente:

—¿Qué se le ofrece?

Comprendí que me hallaba delante del jefe de la casa y, sacándome cortésmente el sombrero, le dije, al mismo tiempo que desplegaba el diario que tenía en la diestra:

—Señor, vengo por este aviso...

Sus ojos se clavaron en los míos y durante algunos segundos me sentí escudriñado y analizado por aquella mirada penetrante. Con voz reposada me contestó:


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 26 visitas.

Publicado el 26 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

En el Conventillo

Baldomero Lillo


Cuento


Entre dos hileras de cuartos, cuyo aspecto sórdido denotaba la desidia o la avaricia del propietario, extendíase un espacio de quince metros de ancho por cuarenta de largo, cruzado por alambres y cordeles que sostenían pinzas de ropa de todas formas y colores.

Separadas entre sí por delgados tabiques, las habitaciones carecían de ventanas y sólo tenían una puerta, cuya parte alta ostentaba algunos agujeros para dar paso al aire del exterior.

Obreros y jornaleros ocupaban estos cuartos. En el más grande, con frente a la calle tenía su habitación la portera o mayordoma, encargada de las importantes funciones de cobrar los alquileres, de dar el desahucio a los reacios en el pago y a los que no le rindiesen el acatamiento debido a su alta investidura de representante del propietario.

En una mañana de agosto, fría y nebulosa, mujeres y niños desarrapados asomábanse a las puertas de las habitaciones. Afuera, en el patio, algunas lavanderas inclinadas sobre sus artesas batían la ropa en el agua jabonosa con los brazos desnudos, amoratados por el frio.

De pronto, de una de las piezas salió corriendo y dando chillidos una muchachita de seis a siete años seguida de cerca por una mujer que le gritaba llena de cólera:

—¡Párate chiquilla, no te digo que te pares!

Pero la pequeña, avispada y ágil, se le escabullía fácilmente entre las artesas, barriles, tinas y otros artefactos que llenaban el patio.

Cuando se convenció que la persecución resultaba inútil, la abandonó y se entró al cuarto, no sin antes conminar a la fugitiva:

—No van a ser palos los que te voy a dar cuando te pille, bribona.

La aludida, contorsionando la morena cara, hizole una serie de muecas para significarle que le importaba un ardite la amenaza.


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Dominio público
17 págs. / 30 minutos / 25 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

Cambiadores

Baldomero Lillo


Cuento


—Dígame usted, ¿qué cosa es un cambiador?

—Un cambiador, un guardagujas como más propiamente se le llama, es un personaje importantísimo en toda línea ferroviaria.

—¡Vaya, y yo que todavía no he visto a ninguno y eso que viajo casi todas las semanas!

—Pues, yo he visto a muchos, y ya que usted se interesa por conocerlos, voy a hacerle una pintura del cambiador, lo más fielmente que me sea posible.

Mi simpática amiga y compañera de viaje dejó a un lado el libro que narraba un descarrilamiento fantástico, debido a la impericia de un cambiador, y se dispuso a escucharme atentamente.

—Ha de saber usted —comencé, esforzando la voz para dominar el ruido del tren lanzado a todo vapor— que un guardagujas pertenece a un personal escogido y seleccionado escrupulosamente.

Y es muy natural y lógico que así sea, pues la responsabilidad que afecta al telegrafista o jefe de estación, al conductor o maquinista del tren, es enorme, no es menor la que afecta a un guardagujas, con la diferencia de que si los primeros cometen un error puede éste, muchas veces, ser reparado a tiempo; mientras que una omisión, un descuido del cambiador es siempre fatal, irremediable. Un telegrafista puede enmendar el yerro de un telegrama, un jefe de estación dar contraorden a un mandato equivocado, y un maquinista que no ve una señal puede detener, si aún es tiempo, la marcha del tren y evitar un desastre, pero el cambiador, una vez ejecutada la falsa maniobra, no puede volver atrás. Cuando las ruedas del bogue de la locomotora muerden la aguja del desvío, el cambiador, asido a la barra del cambio, es como un artillero que oprime aún el disparador y observa la trayectoria del proyectil.


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4 págs. / 7 minutos / 190 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Inválidos

Baldomero Lillo


Cuento


La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornar las vacías y colocarlas en las jaulas.

Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las fatigas de una penosa jornada.

A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazos entonces vigorosos hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.

Todos estaban silenciosos ante la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje.

Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos la arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de humedad.


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8 págs. / 14 minutos / 217 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Chascuda

Baldomero Lillo


Cuento


La historia tal como nos la narró el hacendado es más o menos así: Hacía ya dos años que era juez de distrito en X, empezó nuestro amigo, cuando las hazañas de La Chascuda me obligaron a tomar cartas en el asunto para investigar lo que hubiese de verdad en los fabulosos cuentos que relataban los campesinos acerca del misterioso fantasma que traía aterrorizados a los caminantes que tenían precisión de pasar por la Angostura de la Patagua.

El primer mes pasaron de doce los viajeros que tuvieron que habérselas con él, y este número fue en aumento en el segundo y tercer mes hasta que, por fin, no hubo alma viviente que se atreviese a cruzar sin buena compañía por el sitio de la temerosa aparición. Este estaba situado en la medianía de la carretera que va desde mi hacienda, Los Maitenes, hasta el pueblo de X.

Llamábasele la Angostura de la Patagua porque ahí el camino atravesaba una profunda zanja, cavada por las aguas lluvias al borde mismo de una hondísima quebrada en cuya ladera arraigaba una patagua gigantesca. Las ramas superiores cruzaban por encima de la carretera y cubrían el extremo inferior del foso. Aquel lugar, verdaderamente siniestro y solitario, era el que había elegido La Chascuda para sus apariciones nocturnas. Todos los que la habían visto estaban acordes en la descripción del fantasma y en los relatos que hacían de los detalles del encuentro. Referían que, al llegar a la zanja, un poco antes de pasar por debajo de las ramas de la patagua, el caballo deteníase de improviso, daba bufidos y trataba de encabritarse y que, cuando obligado por el látigo y la espuela descendía al foso, súbitamente se descolgaba del árbol, y caía sobre la grupa del animal, un monstruo espantable cuya vista producía en los jinetes tal terror, que la mayoría se desmayaba con el susto.


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Dominio público
13 págs. / 23 minutos / 819 visitas.

Publicado el 26 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Pago

Baldomero Lillo


Cuento


Pedro Maria, con las piernas encojidas, acostado sobre el lado derecho, trazaba a golpes de piqueta un corte en la parte baja de la vena. Aquella incision que los barreteros llaman circa alcanzaba ya a treinta centímetros de profundidad, pero el agua que se filtraba del techo i corria por el bloque llenaba el surco cada cinco minutos, obligando al minero a soltar la herramienta para estraer con ayuda de su gorra de cuero aquel sucio i negro líquido que, escurriéndose por debajo de su cuerpo, iba a formar grandes charcas en el fondo de la galeria.

Hacia algunas horas que trabajaba con ahinco para finiquitar aquel corte i empezar la tarea de desprender el carbon. En aquella estrechísima ratonera el calor era insoportable, Pedro Maria sudaba a mares i de su cuerpo, desnudo hasta la cintura, brotaba un cálido vaho que con el humo de la lámpara formaba a su alrededor una especie de niebla cuya opacidad, impidiéndole ver con precision, hacia mas difícil la dura e interminable tarea. La escasa ventilacion aumentaba sus fatigas, el aire cargado de impurezas, pesado, asfixciante, le producia ahogos i accesos de sofocacion i la altura de la labor, unos setenta centímetros escasos, solo le permitia posturas incómodas i forzadas que concluian por entumecer sus miembros ocasionándole dolores i calambres intolerables.


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 341 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

Sobre el Abismo

Baldomero Lillo


Cuento


Regis, después de coger de la larga fila de cestas alineadas junto al muro de la galería una que ostentaba unida al asa un pequeño caracol agujereado, ocupó su sitio entre dos gruesos pilares y se dispuso a satisfacer el voraz apetito que cinco horas de ruda labor habíanle despertado.

Eran las doce del día. Los obreros de aquella sección de la mina iban llegando en pequeños grupos; y las luces de sus lámparas fijas a las viseras de sus gorras, brillaban como extrañas luciérnagas en los negros y tortuosos túneles.

Cada cual, llegado a la fila de cestas, tomaba la que le pertenecía y se retiraba a su rincón a despachar en silencio la merienda.

Durante un largo cuarto de hora sólo se oyó bajo la negra bóveda el sordo chocar de las mandíbulas y el sonoro tintineo de los platos y cucharas manejados por manos rudas e invisibles. De pronto, una voz aislada se dejó oír a la que contestaron muchas otras, estableciéndose animados diálogos en la oscuridad. En un principio, la conversación versó sobre el trabajo, mas, poco a poco, fue ampliándose el campo de la charla. Mientras que en un lado se discutía en voz baja, con gravedad, en otro se bromeaba y se reía celebrándose los dicharachos de los bufones que hacían blanco de sus burlas al más viejo de la cuadrilla, un pobre hombre que siempre llegaba retrasado buscando afanoso su cesta que los bromistas ocultábanle de continuo para gritarle según se aproximaba o no al escondrijo:

—¡Caliente!

—¡Frío, como el agua del río!

—¡Que se chamusca, que se quema don Lupe! —todo esto en medio de grandes risotadas.

Regis, compadecido del viejo que aturdido por la algazara iba y venía infructuosamente, se levantó y puso en sus manos trémulas la cesta desaparecida, lanzando al mismo tiempo un enérgico apóstrofe a los malignos burladores.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 23 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

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