Entre dos hileras de cuartos, cuyo aspecto sórdido denotaba la
desidia o la avaricia del propietario, extendíase un espacio de quince
metros de ancho por cuarenta de largo, cruzado por alambres y cordeles
que sostenían pinzas de ropa de todas formas y colores.
Separadas entre sí por delgados tabiques, las habitaciones carecían
de ventanas y sólo tenían una puerta, cuya parte alta ostentaba algunos
agujeros para dar paso al aire del exterior.
Obreros y jornaleros ocupaban estos cuartos. En el más grande, con
frente a la calle tenía su habitación la portera o mayordoma, encargada
de las importantes funciones de cobrar los alquileres, de dar el
desahucio a los reacios en el pago y a los que no le rindiesen el
acatamiento debido a su alta investidura de representante del
propietario.
En una mañana de agosto, fría y nebulosa, mujeres y niños
desarrapados asomábanse a las puertas de las habitaciones. Afuera, en el
patio, algunas lavanderas inclinadas sobre sus artesas batían la ropa
en el agua jabonosa con los brazos desnudos, amoratados por el frio.
De pronto, de una de las piezas salió corriendo y dando chillidos una
muchachita de seis a siete años seguida de cerca por una mujer que le
gritaba llena de cólera:
—¡Párate chiquilla, no te digo que te pares!
Pero la pequeña, avispada y ágil, se le escabullía fácilmente entre
las artesas, barriles, tinas y otros artefactos que llenaban el patio.
Cuando se convenció que la persecución resultaba inútil, la abandonó y se entró al cuarto, no sin antes conminar a la fugitiva:
—No van a ser palos los que te voy a dar cuando te pille, bribona.
La aludida, contorsionando la morena cara, hizole una serie de muecas para significarle que le importaba un ardite la amenaza.
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