Textos más populares este mes de Baldomero Lillo | pág. 3

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autor: Baldomero Lillo


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En la Rueda

Baldomero Lillo


Cuento


En el fondo del patio, en un espacio descubierto bajo un toldo de durazneros y perales en flor, estaba la rueda. Componíase de una valla circular de tres y medio metros de diámetro hecha con duelas de barriles viejos. En el suelo, cuidadosamente enarenado, había dos hermosos gallos sujetos por una de sus patas a una argolla incrustada en la barrera y, en derredor de ésta, sentados los de la primera fila y de pie los de la segunda, estrechábase un centenar de individuos. Muchachos de dieciséis años, mozos imberbes, hombres de edad madura y viejos encorvados y temblorosos, observaban con avidez los detalles preliminares de la riña. Cada una de las condiciones del desafío: el monto de la apuesta, el número de careos, la operación del peso, provocaba alegatos interminables que concluían a veces en vociferaciones y denuestos.

Por fin, las partes contrarias se pusieron de acuerdo, y mientras el juez ocupaba su sitio, los dos gallos contendores: el Cenizo y el Clavel, sostenidos en el aire por sus dueños, fueron objeto de un último y minucioso examen. Picos y alas, pies y plumas, todo fue cuidadosamente registrado y escudriñado. Los espolones requirieron una atención especial. Reforzados en su base con un anillo de cuero y raspados delicadamente con la hoja de un cortaplumas, quedaron convertidos en agujas sutilísimas.

Terminados los preparativos el juez de la cancha ocupó su asiento: un banco más elevado que los demás. Tenía delante un marco de madera con dos alambres horizontales que sostenían, atravesados por el centro, pequeños discos de corcho: eran los tantos para anotar las caídas y los careos.

Contados los discos, el juez golpeó encima de la barrera para llamar la atención, y luego, dirigiéndose a los galleros, hízoles un ademán con la diestra.


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6 págs. / 11 minutos / 138 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Inamible

Baldomero Lillo


Cuento


Ruperto Tapia, alias “El Guarén”, guardián tercero de la policía comunal, de servicio esa mañana en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle con el cuerpo erguido y el ademán grave y solemne del funcionario que está penetrado de la importancia del cargo que desempeña.

De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido, el guardián Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas. Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun los artículos pertinentes del Código Penal le son familiares. Contribuye a robustecer esta fama de sabiduría su voz grave y campanuda, la entonación dogmática y sentenciosa de sus discursos y la estudiada circunspección y seriedad de todos sus actos. Pero de todas sus cualidades, la más original y característica es el desparpajo pasmoso con que inventa un término cuando el verdadero no acude con la debida oportunidad a sus labios. Y tan eufónicos y pintorescos le resultan estos vocablos, con que enriquece el idioma, que no es fácil arrancarles de la memoria cuando se les ha oído siquiera una vez.


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9 págs. / 16 minutos / 467 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Juan Fariña

Baldomero Lillo


Cuento


Sobre el pequeño promontorio que se interna en las azules aguas del golfo se ven hoy las viejas construcciones de la mina de…

Altas chimeneas de cal y ladrillo se levantan sobre los derruidos galpones que cobijan las maquinarias, cuyas piezas roídas por el orín descansan inmóviles sobre sus basamentos de piedras. Los émbolos ya no avanzan ni retroceden dentro de los cilindros, y el enorme volante detenido en su carrera parece la rueda de un vehículo atascado en aquel hacinamiento de escombros carcomidos por el tiempo.

En lo más alto, dominando la líquida inmensidad, la cabría destaca las negras líneas de sus maderos entrecruzados en el fondo azul del cielo como una cifra siniestra y misteriosa. En las agrias laderas, las casas de los obreros muestran sus techos hundidos, y por los huecos de las puertas y ventanas, arrancadas de sus goznes, se ven blanqueadas paredes llenas de grietas de las desiertas habitaciones.

Algunos años atrás ese paraje solitario era asiento de un poderoso establecimiento carbonífero y la vida y el movimiento animaban esas ruinas donde no se escucha hoy otro rumor que el de las olas, azotando los flancos de la montaña.

Densas columnas de humo se escapaban entonces de las enormes chimeneas, y el ruido acompasado de las máquinas, junto con el subir y bajar de los ascensores en el pique, no se interrumpía jamás. Mientras, allá abajo, en las habitaciones escalonadas en la falda de la colina, las voces de las mujeres y los alegres gritos de los niños se confundían con el ruido del mar en aquel sitio siempre inquieto y turbulento.


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11 págs. / 20 minutos / 147 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Cruz de Salomón

Baldomero Lillo


Cuento


Aquella noche, la tercera de la trilla, en un rincón de la extensa ramada construida al lado de la “era”, un grupo de huasos charlaba alegremente alrededor de una mesa llena de vasos y botellas, y alumbrada débilmente por la escasa luz del candil. Aquel grupo pertenecía a los jinetes llamados corredores a la “estaca” y entre todos descollaba la arrogante figura del Cuyanito que, llegado sólo el día anterior, era el héroe de la fiesta. Jinete de primera línea, soberbiamente montado, habíase atraído desde el primer instante todas las miradas por la gallardía de su apostura y su gracejo en el decir. Excitado por el vino, relataba algunas peripecias de su accidentada vida. Él, y lo decía con orgullo, a pesar de su sobrenombre era un chileno a quien cierto asuntillo había obligado a trasponer la cordillera con alguna prisa.

Tres años había permanecido fuera de la patria cuyo nombre había dejado bien puesto en las palpas del otro lado. De ello podía dar fe la piel de su cuerpo acribillada a cicatrices. Al llegar a este punto de la conversación, de su tostado y moreno semblante, de sus pardos y expresivos ojos, brotaron llamaradas de osadía.

Envalentonado con los aplausos y las frecuentes libaciones, poco a poco fue haciéndose más comunicativo, relatando hechos e intimidades que seguramente en otras circunstancias hubiérase guardado de referir.

El corro en derredor de la mesa había engrosado considerablemente cuando, de pronto, alguien insinuó al narrador:

—¡Cuéntenos el asuntito aquel que lo hizo emigrar a la otra banda!

El interpelado pronunció débilmente algunas excusas, pero la misma voz con acento insinuante repitió:

—¡Vaya, déjese de escrúpulos de monja! ¡Aquí estamos entre hombres que saben cómo se contesta a un agravio! ¡Son cosas de la vida…! Por supuesto que habrá por medio alguna chiquilla.


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4 págs. / 7 minutos / 167 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Mano Pegada

Baldomero Lillo


Cuento


Por la carretera polvorienta, agobiado por la fatiga y el fulgurante resplandor del sol, marcha don Paico, el viejo vagabundo de la mano pegada. Su huesosa diestra oprime un grueso bastón en que apoya su cuerpo anguloso, descarnado, de cuyos hombros estrechos arranca el largo cuello que se dobla fláccidamente bajo la pesadumbre de la cabeza redonda y pelada como una bola de billar.

Un sombrero de paño terroso, grasiento, de alas colgantes, sumido hasta las orejas, vela a medias el rostro de expresión indefinible, mezcla de astucia y simplicidad, animado por dos ojos lacrimosos que parpadean sin cesar. Una larga manta descolorida y llena de remiendos cae en pesados pliegues hasta cerca de las rodillas, y sus pies descalzos que se arrastran al andar dejan tras de sí un ancho surco en la espesa capa de polvo que cubre el camino.

Junto a él, montado en un caballo alazán de magnífica estampa, va don Simón Antonio, y más atrás, jinetes en ágiles cabalgaduras, siguen al patrón a respetuosa distancia el mayordomo y un vaquero de la hacienda.

La atmósfera es sofocante. El aire está inmóvil y un hálito abrasador parece desprenderse de aquellas tierras chatas y áridas, cortadas en todas direcciones por los tapiales, los setos vivos y los alambrados de los potreros.

Don Simón Antonio con su gran sombrero de pita sujeto por el barbiquejo de seda y su manta de hilo con rayas azules, parece sentir también la influencia enervadora de aquel ambiente. Su ancha y rubicunda faz está húmeda, sudorosa; y sus grises ojillos, de ordinario tan vivaces y chispeantes en la penumbra de sus pobladas cejas hirsutas, miran ahora con vaguedad, adormilados, soñolientos.


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11 págs. / 20 minutos / 97 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Inválidos

Baldomero Lillo


Cuento


La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornar las vacías y colocarlas en las jaulas.

Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las fatigas de una penosa jornada.

A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazos entonces vigorosos hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.

Todos estaban silenciosos ante la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje.

Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos la arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de humedad.


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8 págs. / 14 minutos / 224 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Chascuda

Baldomero Lillo


Cuento


La historia tal como nos la narró el hacendado es más o menos así: Hacía ya dos años que era juez de distrito en X, empezó nuestro amigo, cuando las hazañas de La Chascuda me obligaron a tomar cartas en el asunto para investigar lo que hubiese de verdad en los fabulosos cuentos que relataban los campesinos acerca del misterioso fantasma que traía aterrorizados a los caminantes que tenían precisión de pasar por la Angostura de la Patagua.

El primer mes pasaron de doce los viajeros que tuvieron que habérselas con él, y este número fue en aumento en el segundo y tercer mes hasta que, por fin, no hubo alma viviente que se atreviese a cruzar sin buena compañía por el sitio de la temerosa aparición. Este estaba situado en la medianía de la carretera que va desde mi hacienda, Los Maitenes, hasta el pueblo de X.

Llamábasele la Angostura de la Patagua porque ahí el camino atravesaba una profunda zanja, cavada por las aguas lluvias al borde mismo de una hondísima quebrada en cuya ladera arraigaba una patagua gigantesca. Las ramas superiores cruzaban por encima de la carretera y cubrían el extremo inferior del foso. Aquel lugar, verdaderamente siniestro y solitario, era el que había elegido La Chascuda para sus apariciones nocturnas. Todos los que la habían visto estaban acordes en la descripción del fantasma y en los relatos que hacían de los detalles del encuentro. Referían que, al llegar a la zanja, un poco antes de pasar por debajo de las ramas de la patagua, el caballo deteníase de improviso, daba bufidos y trataba de encabritarse y que, cuando obligado por el látigo y la espuela descendía al foso, súbitamente se descolgaba del árbol, y caía sobre la grupa del animal, un monstruo espantable cuya vista producía en los jinetes tal terror, que la mayoría se desmayaba con el susto.


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Dominio público
13 págs. / 23 minutos / 824 visitas.

Publicado el 26 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Angelito

Baldomero Lillo


Cuento


Allá donde empiezan los primeros contrafuertes de la cordillera de Nahuelbuta, a pocos kilómetros del mar, se extiende una vasta región erizada y cubierta de cerros altísimos, de profundas quebradas y bosques impenetrables.

En un aislamiento casi absoluto, lejos de las aldeas que se alzan en los estrechos valles vecinos al océano, vive un centenar de montañeses cuya única labor consiste en la corta de árboles, que, labrados, y divididos en trozos, transpórtanse en pequeñas carretas hasta los establecimientos carboníferos de la costa.

Por todas partes, ya sea en la falda de los cerros o en el fondo de las quebradas, se escucha durante el día el incesante rumor de las hachas que hieren los troncos seculares del roble, el lingue y el laurel.

Dos veces en el mes sube, desde el llano, uno de los capataces de la hacienda para medir y avaluar la labor de los madereros, nombre que se les da a estos obreros de las montañas. Después de un prolijo examen, entrega a cada uno una boleta con la anotación de la cantidad que le corresponde por la madera elaborada. Estas boletas sirven de moneda para adquirir en el despacho de la hacienda los artículos necesarios para la vida del trabajador y su familia. En estos días, en las miserables chozas diseminadas en la maraña de la selva, en huecos abiertos a filo de hacha, mujeres y niños de rostros macilentos y cuerpos semidesnudos espían con ojos tímidos a través de los claros del boscaje, la silueta del capataz, amo y señor, para ellos todopoderoso, de cuanto existe en la montaña.


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Dominio público
10 págs. / 19 minutos / 499 visitas.

Publicado el 8 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

La Propina

Baldomero Lillo


Cuento


Echó una mirada de desesperación a la esfera del reloj y abandonando el mostrador irrumpió en su cuarto como una tromba. El tren salía a las cinco en punto y tenía, por consiguiente, los minutos precisos para prepararse. Lavado y perfumado con nerviosos movimientos, se puso camisa de batista, la corbata de raso y vistió en seguida el flamante frac que el sastre le entregara la semana anterior. Echó una última mirada al espejo, se abotonó el saco de viaje y, encasquetándose el sombrero de pelo, en cuatro brincos se encontró en la calle. Sólo disponía de media hora para llegar a la estación situada en las afueras de la polvorosa villa. Mientras corría por la acera miraba ansiosamente delante de sí. Mas la suerte parecía sonreírle, pues al doblar la bocacalle encontró un coche al cual subió gritando mientras cerraba la portezuela.

—¡Arrea de firme que voy a tomar el tren de cinco!

El auriga que era un gigantón descarnado y seco contestó:

—Apurada está la cosa, patrón, vamos muy retrasados.

—¡Cinco pesos de propina si llegas a tiempo!

Un diluvio de fustazos y el arranque repentino del coche anunciaron al pasajero que las mágicas palabras no habían caído en el vacío. Recostado en los cojines metió la diestra en uno de los bolsillos del amplio saco de brin extrayendo de él una elegante esquela con cantos dorados. Leyó y releyó varias veces la invitación en la cual su nombre Octaviano Pioquinto de las Mercedes de Palomares, aparecía con todas sus letras trazadas al parecer por una mano femenil. Una nota decía al pie: “Se bailará”.

Mientras el coche corre envuelto en una nube de polvo, el impaciente viajero no cesa de gritar, adhiriéndose con pies y manos a los desvencijados asientos:

—¡Más a prisa, hombre, más a prisa!


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 230 visitas.

Publicado el 15 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

Relatos Varios

Baldomero Lillo


Cuentos, colección


El calabozo número 5

—¡Bah! ¡Un carcelero!

—Que tiene un corazón de oro.

La irónica mirada que me dirigió Rafael picó vivamente mi amor propio.

—¿De modo —insistí— que niegas que don Serafín, por el puesto que desempeña, sea un hombre bueno, de sentimientos nobles y humanitarios? Pues yo te aseguro que es la persona más culta, agradable y afectuosa que he conocido.

La incredulidad y el escepticismo de mi interlocutor para apreciar las acciones de los demás me ponía nervioso, y generalmente nuestras polémicas sobre este tópico terminaban en disputa.

Esta vez la controversia me excitaba más que de costumbre, pues se trataba de una persona a quien yo conocía muy de cerca. Era mi vecino y nos unían relaciones estrechas y cordiales.

—Amable, sí, no lo niego. Demasiado amable y además tiene la mirada falsa.

Esto ya era demasiado y deteniéndome bruscamente sujeté por un brazo al doctor que caminaba silencioso a mi derecha y dije a Rafael, con el tono seguro y convencido del que se encuentra en terreno sólido.

—Esta vez, maldiciente incorregible, tendrás que confesar, mal que te pese, que te has equivocado.

Los tres nos hallábamos en ese instante a cien metros escasos de la entrada principal de la cárcel penitenciaria. La pesada y sombría fachada del edificio se destacaba entre los altos olmos de la avenida y bajo el cielo gris plomizo de aquella mañana de otoño, con tonos lúgubres que despertaban en el espíritu las ideas melancólicas q1ue evocan las tumbas y los cementerios.

Ahí, detrás de aquellos muros, reinaba también la muerte, pero una muerte más fría, más callada, más pavorosa que la pálida moradora del campo santo.


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Dominio público
85 págs. / 2 horas, 30 minutos / 45 visitas.

Publicado el 2 de octubre de 2023 por Edu Robsy.

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