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autor: Baldomero Lillo


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El Grisú

Baldomero Lillo


Cuento


En el pique se había paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacías, y el capataz mayor de la mina, un hombrecillo flaco cuyo rostro rapado, de pómulos salientes, revelaba firmeza y astucia, aguardaba de pie con su linterna encendida junto al ascensor inmóvil. En lo alto el sol resplandecía en un cielo sin nubes y una brisa ligera que soplaba de la costa traía en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del océano.

De improviso el ingeniero apareció en la puerta de entrada y se adelantó haciendo resonar bajo sus pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestía un traje impermeable y llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz, penetró en la jaula seguido por su subordinado, y un segundo después desaparecían calladamente en la oscura sima.

Cuando, dos minutos después, el ascensor se detenía frente a la galería principal, las risotadas, las voces y los gritos que atronaban aquella parte de la mina cesaron como por encanto, y un cuchicheo temeroso brotó de las tinieblas y se propagó rápido bajo la sombría bóveda.

Míster Davis, el ingeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomía en la que el whiskey había estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor y respeto casi supersticioso. Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocía la piedad y en su orgullo de raza consideraba la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atención de un gentleman que rugía de cólera si su caballo o su perro eran víctimas de la más mínima omisión en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias.

Indignábale como una rebelión la más tímida protesta de esos pobres diablos y su pasividad de bestias le parecía un deber cuyo olvido debía castigarse severamente.


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20 págs. / 35 minutos / 312 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Anillo

Baldomero Lillo


Cuento


A don José Toribio Marín.


Playa Blanca o Las Cruces es uno de los sitios más hermosos de la costa. Situado a escasa distancia de Cartagena, el terreno se interna en el mar, y cierra, por el norte, la gran bahía en cuyo extremo sur está el puerto de San Antonio.

La naturaleza ha prodigado profusamente sus dones a este delicioso paraje. Las tierras cubiertas de flores y vegetación, ostentan por todas partes pequeñas villas o chalets semiocultos entre el ramaje; y conglomerados de rocas gigantescas bordean la costa, dejando a intervalos pequeñas abras y caletas donde las olas van a morir mansamente en la dorada arena de la playa. Nombres pintorescos designan estas diminutas ensenadas: La Caleta, Los Pescadores, Los Caracoles, Los Ericillos, Las Piedras Negras. Casi todas tienen alguna tradición o leyenda entre las cuales descuella la historia del anillo por lo extraña y trágica.

Aunque el suceso ocurrió hace algunos años, aún perdura su recuerdo en la memoria de los que lograron conocer sus emocionantes detalles.

Por esa época, entre los numerosos veraneantes del balneario, se destacaba singularmente por su distinción una pareja de recién casados. Francés de origen el marido, era un rubio mozo apuesto y elegante, y ella, la mujer, una niña casi, atraía a su paso todas las miradas por su gran belleza. Jóvenes y ricos, la dicha les sonreía y en todos sus actos dejaban trasparentar el intenso amor que se profesaban.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 226 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

Sub Terra

Baldomero Lillo


Cuentos, Colección


Los inválidos

La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornarlas vacías y colocarlas en las jaulas.

Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las fatigas de una penosa jornada.

A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazos entonces vigorosos hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.

Todos estaban silenciosos ante la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje.

Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos la arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de humedad.


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Dominio público
149 págs. / 4 horas, 21 minutos / 2.624 visitas.

Publicado el 26 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Compuerta Número 12

Baldomero Lillo


Cuento


Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.

Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.

El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.


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7 págs. / 13 minutos / 1.082 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Juan Fariña

Baldomero Lillo


Cuento


Sobre el pequeño promontorio que se interna en las azules aguas del golfo se ven hoy las viejas construcciones de la mina de…

Altas chimeneas de cal y ladrillo se levantan sobre los derruidos galpones que cobijan las maquinarias, cuyas piezas roídas por el orín descansan inmóviles sobre sus basamentos de piedras. Los émbolos ya no avanzan ni retroceden dentro de los cilindros, y el enorme volante detenido en su carrera parece la rueda de un vehículo atascado en aquel hacinamiento de escombros carcomidos por el tiempo.

En lo más alto, dominando la líquida inmensidad, la cabría destaca las negras líneas de sus maderos entrecruzados en el fondo azul del cielo como una cifra siniestra y misteriosa. En las agrias laderas, las casas de los obreros muestran sus techos hundidos, y por los huecos de las puertas y ventanas, arrancadas de sus goznes, se ven blanqueadas paredes llenas de grietas de las desiertas habitaciones.

Algunos años atrás ese paraje solitario era asiento de un poderoso establecimiento carbonífero y la vida y el movimiento animaban esas ruinas donde no se escucha hoy otro rumor que el de las olas, azotando los flancos de la montaña.

Densas columnas de humo se escapaban entonces de las enormes chimeneas, y el ruido acompasado de las máquinas, junto con el subir y bajar de los ascensores en el pique, no se interrumpía jamás. Mientras, allá abajo, en las habitaciones escalonadas en la falda de la colina, las voces de las mujeres y los alegres gritos de los niños se confundían con el ruido del mar en aquel sitio siempre inquieto y turbulento.


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11 págs. / 20 minutos / 147 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Chiflón del Diablo

Baldomero Lillo


Cuento


En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.

Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:

—Quédense ustedes.

Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia.

La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.


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12 págs. / 21 minutos / 791 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Barrena

Baldomero Lillo


Cuento


—Aquellos sí que eran buenos tiempos —dijo el abuelo dirigiéndose a su juvenil auditorio, que lo oía con la boca abierta—. Los cóndores de oro corrían como el agua y no se conocían ni de nombre estos sucios papeles de ahora. No había más que dos piques: el Chambeque y el Alberto, pero el carbón estaba tan cerca de los pozos que, de cada uno de ellos, se sacaban muchos cientos de toneladas por día.

Entonces fue cuando los de Playa Negra quisieron atajarnos corriendo una galería que iba desde el bajo de Playa Blanca en derechura a Santa María. Nos cortaban así todo el carbón que quedaba hacia el norte, debajo del mar. Apenas se supo la noticia, todo el mundo fue al Alto de Lotilla a ver los nuevos trabajos que habían empezado los contrarios con toda actividad. Tenían ya armada la cabria del pique casi en la orilla misma donde revienta la ola en las altas mareas. Los pícaros querían trabajar lo menos posible para cerrarnos el camino. Entretanto nuestros jefes no se contentaban sólo con mirar. Estudiaban el modo de parar el golpe, y andaban para arriba y para abajo corriendo desaforados con unas caras de susto tan largas que daban lástima.

Acababa una mañana de llegar al pique, cuando don Pedro, el capataz mayor, me llamó para decirme:

—Sebastián, ¿cuántos son los barreteros de tu cuadrilla?

—Veinte, señor —le contesté.

—Escoge de los veinte —me mandó—, diez de los mejores y te vas con ellos al Alto de Lotilla. Allí estaré yo dentro de una hora.

Me fui abajo y escogí mis hombres, y antes de la hora ya estábamos juntos con una nube de peones, de carpinteros y de mecánicos en la media falda del cerro que mira al mar.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 126 visitas.

Publicado el 8 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

Cuentos Completos

Baldomero Lillo


Cuentos, colección


Cambiadores

—Dígame usted, ¿qué cosa es un cambiador?

—Un cambiador, un guardagujas como más propiamente se le llama, es un personaje importantísimo en toda línea ferroviaria.

—¡Vaya, y yo que todavía no he visto a ninguno y eso que viajo casi todas las semanas!

—Pues, yo he visto a muchos, y ya que usted se interesa por conocerlos, voy a hacerle una pintura del cambiador, lo más fielmente que me sea posible.

Mi simpática amiga y compañera de viaje dejó a un lado el libro que narraba un descarrilamiento fantástico, debido a la impericia de un cambiador, y se dispuso a escucharme atentamente.

—Ha de saber usted —comencé, esforzando la voz para dominar el ruido del tren lanzado a todo vapor— que un guardagujas pertenece a un personal escogido y seleccionado escrupulosamente.

Y es muy natural y lógico que así sea, pues la responsabilidad que afecta al telegrafista o jefe de estación, al conductor o maquinista del tren, es enorme, no es menor la que afecta a un guardagujas, con la diferencia de que si los primeros cometen un error puede éste, muchas veces, ser reparado a tiempo; mientras que una omisión, un descuido del cambiador es siempre fatal, irremediable. Un telegrafista puede enmendar el yerro de un telegrama, un jefe de estación dar contraorden a un mandato equivocado, y un maquinista que no ve una señal puede detener, si aún es tiempo, la marcha del tren y evitar un desastre, pero el cambiador, una vez ejecutada la falsa maniobra, no puede volver atrás. Cuando las ruedas del bogue de la locomotora muerden la aguja del desvío, el cambiador, asido a la barra del cambio, es como un artillero que oprime aún el disparador y observa la trayectoria del proyectil.


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Dominio público
509 págs. / 14 horas, 52 minutos / 118 visitas.

Publicado el 2 de octubre de 2023 por Edu Robsy.

Inamible

Baldomero Lillo


Cuento


Ruperto Tapia, alias “El Guarén”, guardián tercero de la policía comunal, de servicio esa mañana en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle con el cuerpo erguido y el ademán grave y solemne del funcionario que está penetrado de la importancia del cargo que desempeña.

De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido, el guardián Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas. Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun los artículos pertinentes del Código Penal le son familiares. Contribuye a robustecer esta fama de sabiduría su voz grave y campanuda, la entonación dogmática y sentenciosa de sus discursos y la estudiada circunspección y seriedad de todos sus actos. Pero de todas sus cualidades, la más original y característica es el desparpajo pasmoso con que inventa un término cuando el verdadero no acude con la debida oportunidad a sus labios. Y tan eufónicos y pintorescos le resultan estos vocablos, con que enriquece el idioma, que no es fácil arrancarles de la memoria cuando se les ha oído siquiera una vez.


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9 págs. / 16 minutos / 466 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Remolque

Baldomero Lillo


Cuento


—…Créanme ustedes que me cuesta trabajo referir estas cosas. A pesar de los años, su recuerdo me es todavía muy penoso.

Y mientras el narrador se concentraba en sí mismo para escudriñar en su memoria, hubo por algunos momentos un silencio profundo en la pequeña cámara del bergantín. Sin la ligera oscilación de la lámpara colgada de la ennegrecida techumbre, nos hubiéramos creído en tierra firme y muy lejos del “Delfín”, anclado a una milla de la costa.

De pronto quitóse el marino la pipa de la boca y su voz grave y pausada resonó:

—Era yo entonces un muchacho y servía como ayudante y aprendiz en diversas faenas a bordo del “San Jorge”, un pequeño remolcador de la matrícula de Lota.

La dotación se componía del capitán, del timonel, del maquinista, del fogonero y de este servidor de ustedes, que era el más joven de todos. Nunca hubo en barco alguno tripulación más unida que la de ese querido “San Jorge”. Los cinco no formábamos más que una familia, en la que el capitán era el padre y los demás los hijos. ¡Y qué hombre era nuestro capitán! ¡Cómo le queríamos todos! Más que cariño, era idolatría la que sentíamos por él. Valiente y justo, era la bondad misma. Siempre tomaba para sí la tarea más pesada, ayudando a cada cual en la propia con un buen humor que nada podía enturbiar. ¡Cuántas veces viendo que mis múltiples faenas teníanme rendido, reventado casi, vino hacia mí diciéndome alegre y cariñosamente: “Vamos, muchacho, descansa ahora un ratito mientras yo estiro un poco los nervios”!


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10 págs. / 18 minutos / 254 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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