¡Oh Madrid! ¡Oh corte! ¡Oh confusión y regocijo de
las Españas!… La conferencia que me encargasteis, señores y amigos,
llega á vuestros oídos con retraso de seis á ocho lustros, porque el
triste conferenciante que habéis elegido para esta solemnidad no puede
hablaros de lo que ve, sino de lo que vió; y en él se da el caso
singular de que la Voluntad y la Inteligencia, ambas rendidas al
cansancio, se inhiben totalmente, traspasando sus funciones á la
Memoria, tanto más lozana cuanto más vieja, y siempre atisbadora y
charlatana.
Si vosotros oís mi disertación en este suntuoso recinto, erigido para
mayor esplendor de la corporación insigne, yo me tomo la licencia de
hablaros desde el Ateneo viejo, que es mi Ateneo, mi cuna literaria, el
ambiente fecundo donde germinaron y crecieron modestamente las pobres
flores que sembró en mi alma la ambición juvenil.
Aquel caserón vetusto, situado en una calle mercantil, empinada, de
ruin aspecto y tránsito penoso, permanece tan claro en mi mente como en
los días venturosos en que fué altar de mis ensueños, descanso de mis
tardes, alegría de mis noches y embeleso de todas mis horas.
El largo y ancho pasillo; la modesta biblioteca; el salón llamado
Senado; las salas de lectura, irregulares y destartaladas; la cátedra
dificultosa y entorpecida por pies derechos de madera forrados de papel;
la Cacharrería y demás gabinetes interiores de tertulia no se pueden
olvidar por el que vivió largos años en aquel recinto, aparejado con
derribo de tabiques y adherencia de feísimos pegotes, sin más luces que
las de la calle y patios lóbregos.
Si en la memoria vive el local, ¿qué decir de los hombres que en un
período de veinte ó más años allí moraron espiritualmente, allí
disertaron, desde allí dieron luz, fuerza y calor á la sociedad
española, encaminándola al estado de cultura en que hoy se encuentra?
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