Érase un gran edificio llamado Diccionario de la Lengua Castellana,
de tamaño tan colosal y fuera de medida, que, al decir de los cronistas,
ocupaba casi la cuarta parte de una mesa, de estas que, destinadas a
varios usos, vemos en las casas de los hombres. Si hemos de creer a un
viejo documento hallado en viejísimo pupitre, cuando ponían al tal
edificio en el estante de su dueto, la tabla que lo sostenía amenazaba
desplomarse, con detrimento de todo lo que había en ella. Formábanlo dos
anchos murallones de cartón, forrados en piel de becerro jaspeado, y en
la fachada, que era también de cuero, se veía, un ancho cartel con
doradas letras, que decían al mundo y a la posteridad el nombre, y
significación de aquel gran monumento.
Por dentro era mi laberinto tan maravilloso, que ni el mismo de Creta
se le igualara. Dividíanlo hasta seiscientas paredes de papel con sus
números llamados páginas. Cada espacio estaba subdividido en tres
corredores o crujías muy grandes, y en estas crujías se hallaban
innumerables celdas, ocupadas por los ochocientos o novecientos mil
seres que en aquel vastísimo recinto tenían su habitación. Estos seres
se llamaban palabras.
* * *
Una mañana sintiose gran ruido de voces, putadas, choque de armas,
roce de vestidos, llamamientos y relinchos, como si un numeroso ejército
se levantara y vistiese a toda prisa, apercibiéndose para una tremenda
batalla. Y a la verdad, cosa de guerra debía de ser, porque a poco rato
salieron todas o casi todas las palabras del Diccionario, con fuertes y
relucientes armas, formando un escuadrón tan grande que no cupiera en la
misma Biblioteca Nacional. Magnífico y sorprendente era el espectáculo
que este ejército presentaba, según me dijo el testigo ocular que lo
presenció todo desde un escondrijo inmediato, el cual testigo ocular era
un viejísimo Flos sanctorum, forrado en pergamino, que en el propio
estante se hallaba a la sazón.
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