PRIMERA PARTE
I. Arriba el telón.
Allá lejos, sobre verde colina á quien bañan por el Norte el Océano
y por Levante una tortuosa ría, está Ficóbriga, villa que no ha de
buscarse en la geografía, sino en el mapa moral de España, donde yo
la he visto.
Marchemos hacia ella, que el claro día y la pureza del amoroso
ambiente convidan al viaje. Estamos en Junio, mes encantador en esta
comarca costera cuando la deja de sus terribles manos destructoras
el huracán. Hasta el mar, el disciplente y sañudo Cantábrico, está
hoy tranquilo: permite á las naves correr sin miedo por su quieta
superficie, se arroja adormecido sobre las playas, y en lo profundo
de las grutas, en las ensenadas, en los acantilados y en los
arrecifes, sus mil lenguas de espuma modulan palabras de paz.
Las suaves colinas verdes van ascendiendo desde el mar hasta las
montañas, subiéndose unas sobre otras, cual si apostaran á quién
llega primero arriba. En toda la extensión del paisaje se ven casitas
rústicas de peregrina forma esparcidas por el suelo; mas en un punto
los desparramados edificios se convocan, se reunen, se abrigan
unos contra otros, formando el nobilísimo conjunto urbano que los
siglos llamaron Ficóbriga. Elévase en el centro la torre no acabada,
semejante á una cabeza sin sombrero; pero tiene en su campanario dos
ojos vigilantes, y allí dentro tres lenguas de metal que llaman á
misa por la mañana y rezan al anochecer.
En torno al pueblo (pues estamos cerca y podemos verlo), lozanas
mieses y praderas muy lindas anuncian cierto esmero agrícola.
Silvestres zarzas cercan una y otra heredad, y madreselvas llenas de
aromáticas manos blancas, árgomas espinosas, enormes pandillas de
helechos que se abaniquean á sí mismos, algunos pinos de verde copa y
multitud de higueras, á quienes sin duda debe su nombre Ficóbriga.
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