I
Pacorrito Migajas era un gran personaje. Alzaba del suelo poco más de
tres cuartas, y su edad apenas pasaba de los siete años. Tenía la piel
curtida del sol y del aire, y una carilla avejentada que más bien le
hacía parecer enano que niño. Sus ojos eran negros y vividores, con
grandes pestañas como alambres y resplandor de pillería.
Pero su boca daba miedo de puro fea, y sus orejas, al modo de
aventadores, antes parecían pegadas que nacidas. Vestía gallardamente
una camisa de todos colores, por lo sucia, y pantalón hecho de
remiendos, sostenido con un solo tirante. En invierno abrigábase con una
chaqueta que fue de su señor abuelo, la cual después de cortadas las
mangas por el codo, a Pacorrito le venía que ni pintada para gabán.
En el cuello le daba varias vueltas a manera de serpiente, un guiñapo
con aspiraciones a bufanda, y cubría la mollera con una gorrita que
afanó en el Rastro.
No usaba zapatos, por serle esta prenda de grandísimo estorbo, ni tampoco medias, porque le molestaba el punto.
La familia de Pacorrito Migajas no podía ser más ilustre. Su padre,
acusado de intentar un escalo por la alcantarilla, fue a tomar aires a
Ceuta, donde murió. Su madre, una señora muy apersonada que por muchos
años tuvo puesto de castañas en la Cava de San Miguel, fue también
metida en líos de justicia, y después de muchos embrollos, y dimes y
diretes con jueces y escribanos, me la empaquetaron para el penal de
Alcalá. Aún quedaba a Pacorrito su hermana; pero ésta, abandonando su
plaza en la Fábrica de Tabacos, corrió a Sevilla en amoroso seguimiento
de un cabo de artillería, y ésta es la hora, en que no ha vuelto.
Estaba, pues, Migajas solo en el mundo, sin más familia que él mismo,
sin más amparo que el de Dios, ni otro guía que su propia voluntad.
II
¿Pero creerá el pío lector que Pacorrito se acobardó al verse solo? Ni por pienso.
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