I. Introducción a la Pedagogía
I
Con paso decidido acomete el héroe la empinada cuesta del
Observatorio. Es, para decirlo pronto, un héroe chiquito, paliducho, mal
dotado de carnes y peor de vestido con que cubrirlas; tan insignificante,
que ningún transeúntes, de éstos que llamamos personas, puede creer, al
verle, que es de heroico linaje y de casta de inmortales, aunque no está
destinado a arrojar un nombre más en el enorme y ya sofocante inventario
de las celebridades humanas. Porque hay ciertamente héroes más o menos
talludos que, mirados con los ojos que sirven para ver las cosas usuales,
se confunden con la primer mosca que pasa o con el silencioso, común o
incoloro insectillo que no molesta a nadie, ni siquiera merece que el
buscador de alimañas lo coja para engalanar su colección entomológica...
Es un héroe más oscuro que las historias de sucesos que aún no se han
derivado de la fermentación de los humanos propósitos; más inédito que las
sabidurías de una Academia, cuyos cuarenta señores andan a gatas todavía,
con el dedo en la boca, y cuyos sillones no han sido arrancados aún al
tronco duro de las caobas americanas.
Esto no impide que ocupe ya sobre el regazo de la madre Naturaleza el
lugar que le corresponde, y que respire, ande y desempeñe una y otra
función vital con el alborozo y brío de todo ser que estrena sus órganos.
Y así, al llegar al promedio de la cuesta, a trozos escalera, a trozos mal
empedrada y herbosa senda, incitado sin duda por los estímulos del aire
fresco y por el sabroso picor del sol, da un par de volteretas, poniendo
las manos en el suelo, y luego media docena de saltos, agitando a compás
los brazos como si quisiera levantar el vuelo. Desvíase pronto a la
derecha y se mete por los altibajos del cerrillo de San Blas; vuelve a los
pocos pasos, vacila, mira en redondo, compara, escoge sitio, se sienta...
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