I
Ayer, como quien dice, el año Tal de la Era Cristiana,
correspondiente al Cuál, o si se quiere, al tres mil y pico de la
cronología egipcia, sucedió lo que voy a referir, historia familiar que
nos transmite un papirus redactado en lindísimos monigotes. Es la tal
historia o sucedido de notoria insignificancia, si el lector no sabe
pasar de las exterioridades del texto gráfico; pero restregándose en
éste los ojos por espacio de un par de siglos, no es difícil descubrir
el meollo que contiene.
Pues señor… digo que aquel día o aquella tarde, o pongamos noche,
iban por los llanos de Egipto, en la región que llaman Djebel Ezzrit
(seamos eruditos), tres personas y un borriquillo. Servía éste de
cabalgadura a una hermosa joven que llevaba un niño en brazos; a pie,
junto a ella, caminaba un anciano grave, empuñando un palo, que así le
servía para fustigar al rucio como para sostener su paso fatigoso.
Pronto se les conocía que eran fugitivos, que buscaban en aquellas
tierras refugio contra perseguidores de otro país, pues sin detenerse
más que lo preciso para reparar las fuerzas, escogían para sus descansos
lugares escondidos, huecos de peñas solitarias, o bien matorros
espesos, más frecuentados de fieras que de hombres.
Imposible reproducir aquí la intensidad poética con que la escritura
muñequil describe o más bien pinta la hermosura de la madre. No podréis
apreciarla y comprenderla imaginando substancia de azucenas, que tostada
y dorada por el sol conserva su ideal pureza. Del precioso nene, sólo
puede decirse que era divino humanamente, y que sus ojos compendiaban
todo el universo, como si ellos fueran la convergencia misteriosa de
cielo y tierra.
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