I
Cesó de quejarse la pobrecita, movió la cabeza, fijando los tristes
ojos en las personas que rodeaban su lecho, extinguiose poco a poco su
aliento, y espiró. El Ángel de la Guarda, dando un suspiro, alzó el
vuelo y se fue.
La infeliz madre no creía tanta desventura; pero el lindísimo rostro
de Celinina se fue poniendo amarillo y diáfano como cera; enfriáronse
sus miembros, y quedó rígida y dura como el cuerpo de una muñeca.
Entonces llevaron fuera de la alcoba a la madre, al padre y a los más
inmediatos parientes, y dos o tres amigas y las criadas se ocuparon en
cumplir el último deber con la pobre niña muerta.
La vistieron con riquísimo traje de batista, la falda blanca y ligera
como una nube, toda llena de encajes y rizos que la asemejaban a
espuma. Pusiéronle los zapatos, blancos también y apenas ligeramente
gastada la suela, señal de haber dado pocos pasos, y después tejieron,
con sus admirables cabellos de color castaño obscuro, graciosas trenzas
enlazadas con cintas azules. Buscaron flores naturales, mas no
hallándolas, por ser tan impropia de ellas la estación, tejieron una
linda corona con flores de tela, escogiendo las más bonitas y las que
más se parecían a verdaderas rosas frescas traídas del jardín.
Un hombre antipático trajo una caja algo mayor que la de un violín,
forrada de seda azul con galones de plata, y por dentro guarnecida de
raso blanco. Colocaron dentro a Celinina, sosteniendo su cabeza en
preciosa y blanda almohada, para que no estuviese en postura violenta, y
después que la acomodaron bien en su fúnebre lecho, cruzaron sus
manecitas, atándolas con una cinta, y entre ellas pusiéronle un ramo de
rosas blancas, tan hábilmente hechas por el artista, que parecían hijas
del mismo Abril.
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