I
«En mi carta de ayer —decía la señora incógnita con fecha 14 de
Agosto— te referí que nuestro buen Hillo me mandó recado al mediodía,
recomendándome que no saliese a paseo por el pueblo, ni aun por los
jardines, porque corrían voces de que los soldados y clases del Cuarto
de la Guardia, los de la Real Provincial y los granaderos de a caballo,
andaban soliviantados, y se temía que nos dieran un día de jarana,
cuando no de luto y desórdenes sangrientos. Naturalmente, hice todo lo
contrario de lo que nuestro sabio Mentor con notoria prudencia me
aconsejaba: salí de paseo con dos amigos, señora y caballero,
prolongándose la caminata más que de costumbre, y no exagero si te digo
que anduvimos cerca de un cuarto de legua por el camino de Balsaín;
luego atravesamos todo el pueblo, llegando hasta más allá del Pajarón, y
nos volvimos a casita con un si es no es de desconsuelo, pues no vimos
turbas sediciosas, ni soldadesca desenfrenada, ni cosa alguna fuera de
lo vulgar y corriente. El drama callejero, género histórico en
España, que deseábamos ver no sin sobresalto en nuestra viva curiosidad,
permanecía entre bastidores, en ensayo tal vez. Sus autores, temerosos
de una silba, no se atrevían a mandar alzar el telón.
»Por mi parte, te aseguro que no sentía miedo; mis acompañantes sí:
sólo con la idea de que la revolución anunciada no pasase de comedia, se
atrevían a presenciarla. Y comedia tenía que ser en la presunción de
todos, pues de los jefes, del Comandante general del Real Sitio, Conde
de San Román, nada debía temerse, conocida de todo el mundo su adhesión a
la Reina y a Istúriz; de los jefes tampoco, que eran lo mejor de cada casa.
Las clases y tropa no son capaces de escribir por sí solas una página
de la Historia de España, y el día en que la escribieran, ¡ay!,
veríamos, a más de la mala gramática de hoy, una ortografía detestable.
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