I. Perdido
Se puso el sol. Tras el breve crepúsculo vino tranquila y oscura la
noche, en cuyo negro seno murieron poco a poco los últimos rumores de la
tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino,
apresurando su paso a medida que avanzaba la noche. Iba por angosta
vereda, de esas que sobre el césped traza el constante pisar de hombres
y brutos, y subía sin cansancio por un cerro en cuyas vertientes se
alzaban pintorescos grupos de guinderos, hayas y robles. (Ya se ve que
estamos en el Norte de España.)
Era un hombre de mediana edad, de complexión recia, buena talla, ancho
de espaldas, resuelto de ademanes, firme de andadura, basto de
facciones, de mirar osado y vivo, ligero a pesar de su regular obesidad,
y (dígase de una vez aunque sea prematuro) excelente persona por
doquiera que se le mirara. Vestía el traje propio de los señores
acomodados que viajan en verano, con el redondo sombrerete, que debe a
su fealdad el nombre de hongo, gemelos de campo pendientes de una
correa, y grueso bastón que, entre paso y paso, le servía para apalear
las zarzas cuando extendían sus ramas llenas de afiladas uñas para
atraparle la ropa.
Detúvose, y mirando a todo el círculo del horizonte, parecía impaciente
y desasosegado. Sin duda no tenía gran confianza en la exactitud de su
itinerario y aguardaba el paso de algún aldeano que le diese buenos
informes topográficos para llegar pronto y derechamente a su destino.
—No puedo equivocarme—murmuró—. Me dijeron que atravesara el río por
la pasadera... así lo hice. Después que marchara adelante, siempre
adelante. En efecto, allá, detrás de mí queda esa apreciable villa, a
quien yo llamaría Villafangosa por el buen surtido de lodos que hay en
sus calles y caminos.... De modo que por aquí, adelante, siempre
adelante (me gusta esta frase, y si yo tuviera escudo no le pondría otra
divisa) he de llegar a las famosas minas de Socartes.
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