I
En una mañana del mes de Febrero de 1810 tuve que salir de la Isla,
donde estaba de guarnición, para ir a Cádiz, obedeciendo a un aviso tan
discreto como breve que cierta dama tuvo la bondad de enviarme. El día
era hermoso, claro y alegre cual de Andalucía, y recorrí con otros
compañeros, que hacia el mismo punto si no con igual objeto caminaban,
el largo istmo que sirve para que el continente no tenga la desdicha de
estar separado de Cádiz; examinamos al paso las obras admirables de
Torregorda, la Cortadura y Puntales, charlamos con los frailes y
personas graves que trabajaban en las fortificaciones; disputamos sobre
si se percibían claramente o no las posiciones de los franceses al otro
lado de la bahía; echamos unas cañas en el figón de Poenco, junto a la
Puerta de Tierra, y finalmente, nos separamos en la plaza de San Juan de
Dios, para marchar cada cual a su destino. Repito que era en Febrero, y
aunque no puedo precisar el día, sí afirmo que corrían los principios de
dicho mes, pues aún estaba calentita la famosa respuesta: «La ciudad de
Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que al
señor D. Femando VII. 6 de Febrero de 1810».
Cuando llegué a la calle de la Verónica, y a la casa de doña Flora, esta
me dijo:
—¡Cuán impaciente está la señora condesa, caballerito, y cómo se conoce
que se ha distraído usted mirando a las majas que van a alborotar a casa
del señor Poenco en Puerta de Tierra!
—Señora—le respondí—juro a usted que fuera de Pepa Hígados, la
Churriana, y María de las Nieves, la de Sevilla, no había moza alguna en
casa de Poenco. También pongo a Dios por testigo de que no nos detuvimos
más que una hora y esto porque no nos llamaran descorteses y malos
caballeros.
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