I
Venid acá otra vez, fieles parroquianos de estas páginas, y escuchad
la voz de aquel buen Tito, entrometido indagador de cosas y personas,
familiar diablillo que os entretuvo con la vaga historia del Rey
saboyano; venid acá otra vez, y os contará cómo saltó España del trono
mayestático al tablado de la República, las fatigas, desazones y
horribles discordias que afligieron a esta Patria nuestra, tan animosa
como incauta, y por fin, el traqueteo nervioso y epiléptico que la
precipitó a su desdichada caída.
Reconocedme, soy el mismo: chiquitín, travieso, enamorado, con
tendencias a exagerar estas cualidades o defectos, si es que lo son. Mi
estatura parece que tiende a empequeñecerse más cada día; la agilidad de
mi espíritu y de mis movimientos toca ya en lo ratonil, y en cuanto a
mis inclinaciones y aptitudes donjuanescas, debo decir que vivo en
constante combustión amorosa.
Ansío penetrar con vosotros en la selva histórica que nos ofrecen los
adalides republicanos en once meses del año 1873, año de sarampión
agudísimo del que salimos por la intensa vitalidad de esta vejancona
robusta que llamamos España. La historia de aquel año es, como he dicho,
selva o manigua tan enmarañada que es difícil abrir caminos en su densa
vegetación. Es en parte luminosa, en parte siniestra y obscura,
entretejida de malezas con las cuales lucha difícilmente el hacha del
leñador. En lo alto, bandadas de cotorras y otras aves parleras aturden
con su charla retórica; abajo, alimañas saltonas o reptantes,
antropoides que suben y bajan por las ramas hostigándose unos a otros,
sin que ninguno logre someter a los demás; millonadas de espléndidas
mariposas, millonadas de zánganos zumbantes y molestos; rayos de sol que
iluminan la fronda espesa, negros vapores que la sumergen en temerosa
penumbra.
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