—Creo que lo mejor —dijo el doctor— es que uno de nosotros vaya a comprobar si se trata o no de un engaño.
—De acuerdo —contestó Considine—. Cuando acabemos de cenar, nos fumamos un puro y nos acercamos al campamento.
Y así, después de cenar, y tras haber terminado el Latour,
Joshua Considine y su amigo el doctor Burleigh se encaminaron hacia el
lado este del páramo, donde se levantaba el campamento gitano. Según
salían, Mary Considine, que se había acercado hasta el final del jardín,
justo donde empezaba el camino, llamó a su marido:
—Joshua, por favor, recuerda que vas a darles una oportunidad, no la
fórmula para hacerse ricos. No tontees con ninguna mujer gitana ni dejes
que Gerald haga ninguna tontería.
Considine alzó la mano como única respuesta, como si estuviera
haciendo un juramento, y se puso a silbar la vieja canción «La Condesa
Gitana». Gerald se le unió en la melodía y, entre risas, saludaron una y
otra vez con la mano a Mary, que estaba apoyada en la verja
contemplando cómo se alejaban a la luz del atardecer.
Era una hermosa noche de verano. Todo estaba en completa calma y se
respiraba una felicidad serena, como si aquella alegría y aquel sosiego
hubieran hecho del hogar de la joven pareja un paraíso. La vida de
Considine había sido bastante normal. El único acontecimiento digno de
mención, del que él tuviera conciencia, había sido su relación con Mary
Winston y la continua oposición de sus ambiciosos padres, que esperaban
un buen partido para su única hija.
Información texto 'Una Profecía Gitana'