Alma de Artista
Carmen de Burgos
Cuento
I
Selma cambió el sencillo traje de calle por una bata de seda azul, restos de su pasada opulencia.
Con sus zapatitos de raso blanco y su cabellera color de castaña madura, caída en revueltos rizos sobre la espalda, tenía el aspecto delicado y grácil de una niña.
Ángel la miraba tristemente hundida en su butaca, cerca del balcón, en aquel hotelito de la Caleta, donde había ido á buscar el aire del mar y el clima templado de Málaga. Sobre la palidez de cera mate extendida sobre su rostro se destacaba la rizada barba y la nariz aguileña, con esas líneas que caracterizan á la raza semítica. Parecía un Cristo demacrado por el ayuno.
La terrible tisis iba disecándole el cuerpo, una delgadez estrema parecía tallar sus nervios, y su cabellera rizosa caía en bucles sobre la frente tersa y bella. Aun lucía en sus ojos grandes la mirada dominadora del genial tenor que fué aplaudido en el mundo entero; aun sus labios conservaban un gesto de arrogancia.
Selma cogió el cestillo de la costura y se sentó en una sillita baja á los pies del artista.
—Deja eso —dijo él con un gesto de disgusto, señalando la labor.
La joven no contestó y se apresuró á obedecer sonriendo. El brillo de las lágrimas iluminó los ojos del enfermo.
—¡Qué injusto soy, Selma mía! Tienes necesidad de trabajar y te lo impido... Ya no somos ricos.
—No pienses en eso...—dijo ella con voz suave—; no es cosa precisa.
—La vida tiene burlas muy crueles, Selma; los artistas debían morir sin conocer las miserias ni las enfermedades... en plena gloria.
La joven le acarició dulcemente la mano.
—¡Qué buena eres! —siguió él—. ¡Cómo me compadeces!...
—¡Compadecerte! No, Ángel, no pronuncies esa palabra; cuando se compadece no se ama. Amar es admirar.
—¡He estado tan ciego!
Dominio público
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Publicado el 22 de agosto de 2020 por Edu Robsy.