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autor: Carmen de Burgos etiqueta: Cuento


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La Flor de Brezo

Carmen de Burgos


Cuento


Cerca de Alcira, apartada de la carretera, aprovechando un rincón delicioso del terreno para esconderse, se levanta entre una espesa arboleda, la casita blanca que de lejos hace suspirar al viajero, la pequeña masía valenciana, con su alegre emparrado, donde se entremezclan las hojas de enredadera con los sarmientos de la vid.

Los rayos del sol de fuego envolvían á la tierra en esa abrasadora caricia que engendra la vida.

El campo presentaba todos los tonos de las mieses doradas; las viñas dejaban asomar entre sus verdes pámpanos apretados racimos; las palmeras mecían gallardamente los maduros ramos de dátiles y en la atmósfera flotaba un perfume de vitalidad acre y embriagador. Aquél hálito fecundante de la Naturaleza penetraba en el débil y cansado or ganismo de Mercedes, oxigenando su sangre y dándole una nueva vida.

Mercedes era la dueña del cortijo, una encantadora huérfana de diez y ocho años, de cuerpo anémico y es píritu cansado por la contínua agitación de las fiestas de la corte.

Ahora, toda su vida sufria un extraño cambio; el ambiente de amor y fecundidad en que se sentía envuelta, al mismo tiempo que le hacia recuperar la salud, exaltaba su imaginación, y la joven, obligada a permanecer allí por prescripción facultativa, soñaba con un enamorado

doncel, muy distinto de los campesinos que la rodeaban.

La imaginación hace milagros en las cabecitas de las jóvenes románticas.

Mercedes no había amado nunca, y, como todas las mujeres hermosas yaduladas, rendía sólo culto á su propia belleza. Un día encontró un ramo de flores de brezo sujeto á los hierros de la ventana. Las frescas florecillas ostentaban su lindo color encarnado, y las gotas de rocío brillaban entre los pétalos como un polvillo de diamantes.


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3 págs. / 6 minutos / 19 visitas.

Publicado el 21 de enero de 2025 por Edu Robsy.

Puñaladas Morales

Carmen de Burgos


Cuento


Era doña Cipriana un tipo original: alta, huesuda, con la piel amarillenta y arrugada y el cabello encanecido. Los mechones blancos que orlaban su frente no eran esas coronas cantadas por los poetas, símbolos de ilusiones desaparecidas que animaron un corazón juvenil; representaban más bien una prematura decrepitud; una naturaleza ajada por el tiempo y la monotonía de la vida.

Sus ojos llamaban la atención por la viveza de la mirada, á pesar de tener las órbitas hundidas y caídos los párpados, relampagueaba en ellos un rayo de vida, una luz extraña, algo que parecía indicar la llama del amor, viviendo todavía en aquella mujer de sesenta años.

Casada con un honrado comerciante, su existencia se deslizó como la de tantas otras mujeres para las que la vida se reduce á las indispensables ocupaciones caseras y que sólo ven en el marido la llave de la despensa, y que no tienen más relaciones con el mundo que el chismorreo continuo del vecindario.

La naturaleza le había negado el goce de la maternidad, y á la muerte de su esposo se encontró doña Cipriana con una fortuna regular y un corazón que jamás había latido á impulsos de la pasión amorosa.

Y ocurrió que la pobre mujer, bajo la influencia de la mirada de Antonio, un joven antiguo amigo de la casa, sintió despertarse la vida con toda la ternura y todas las nimiedades encantadoras y delicadas que son propias del amor.

Antonio era un joven alto, delgado, de correctas y nobles facciones, y de negros ojos, en los que se veía una mezcla extraña de energía, ternura, movilidad, viveza y melancolía.

Más de una romántica señorita suspiraba por el mozo, y alguna dama le perseguía detrás de la per siana con miradas ansiosas.


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1 pág. / 3 minutos / 9 visitas.

Publicado el 21 de enero de 2025 por Edu Robsy.

La Ciudad Encantada

Carmen de Burgos


Cuento


I

Comenzaba a despuntar el día en el valle, donde aquellas ocho o diez casuchas eran como una escuadrilla de lanchas perdidas entre el oleaje del océano, así de solas, de apartadas de todo estaban entre las ondulaciones del terreno.

Desde la ciudad hasta allí corría la carretera, cuasi intransitable, encajonada en la garganta de dos montañas, junto al lecho del río. siguiendo la misma linea curva, llena de recovecos, que habían tenido que seguir las aguas para caminar por las sinuosidades del terreno.

Al llegar allí se abría el campo en un horizonte amplio, formando una O inmensa, encerrado por las altas montañas que lo rodeaban.

Agosto, época de sazón de la Naturaleza, cuando los árboles y las viñas dan fruto, la tierra mieses doradas y en los bancales maduran las hortalizas con ese olor de maternidad que impregna el aire, no se notaba allí apenas.

Terreno pedregoso, roquizo, reseco, a pesar de los ríos. Las cebadas y los centenos eran entecos, y el monte producía sólo hierbas olorosas y maderas.

Con las primeras piadas de los pájaros y los primeros resplandores del alba, el lugarcillo se puso en movimiento.

Salieron los hombres en mangas de camisa, despeinados y soñolientos, con prolongados bostezos, a las puertas de las casas, y la primera mirada fué para el cielo, como gente que sabe leer en él la hora y el tiempo.

Aquel rosa fuerte que aureolaba el horizonte, indicaba un calor asfixiante.

Como respondiendo a esta idea, un viejo, que se había asomado a la puerta de la casa más grande del lugar, y que parecía la más lujosa, dijo:

—¡Y van a venir hoy excursionistas para la Ciudad encantada!

—No sabemos si vendrán por aquí o por Villajoyosa, padre —repuso un joven.

—Por aquí pasaron las caballerías con los avíos de la comida —añadió un muchachote—; pero seguramente se van por el otro lado nada nos han dicho.


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30 págs. / 53 minutos / 240 visitas.

Publicado el 5 de abril de 2021 por Edu Robsy.

El Último Encargo

Carmen de Burgos


Cuento


Todas las tardes se repetía para Manuel la misma escena; cansado del trabajo monótono, regular y frío de las oficinas, salía á la calle con el cerebro lleno de pesadez calenturienta, y al respirar el aire oxigenado, lanzaba un suspiro de satisfacción, recordando, con amarga conformidad, las sombrías paredes de su despacho, cárcel de los condenados al trabajo forzoso para ganar el pan.

Manuel andaba apresuradamente, durante todo el día, sobre el libro, lleno de fa igosas columnas de números; había creído ver una cabecita rubia, de ojos azules, melancólicos, espirituales, con los labios rosados y el cutis de una blancura diáfana y nacarada.

Al llegar á su modesto cuarto tercero, encontraba Manuel la cabecita rubia de una encantadora niña de diez y ocho años, que se lanzaba á sus brazos llena de infantil alegría.

La mesa, con la modesta comidita, servida sobre blanco mantel, con vasos y platos, deslumbrante de lim pieza, lo esperaba.

Después la pequeña chimenea encendida, la butaca preparada, la mesita con el tabaco y la novela favorita al alcance de su mano, todo parecía destinado á que Manuel olvidase las horas tristes de la oficina.

El joven era feliz; aquel amor constituía toda su dicha y toda su ambición; la sombra de la duda no había empañado nunca su pensamiento; había sido el primer amor de Elena; ella era huérfana y pobre, vivía con una hermana de su madre, que la recogió por caridad, y trabajaba en un obrador de modista.

El la esperaba todas las tardes al salir del taller, y los dos formaban bellas novelas para el porvenir.

La muerte de la que servia de madre á Elena turbó la felicidad de los enamorados; la joven quedaba sin amparo, y el modesto empleado le ofreció su escaso porvenir, que ella aceptó llena de agradecimiento.

Manuel quiso verificar en seguida la boda; pero era menor de edad y la madre no prestó su consentimiento.


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3 págs. / 5 minutos / 5 visitas.

Publicado el 21 de enero de 2025 por Edu Robsy.

Aroma de Pecado

Carmen de Burgos


Cuento


Sola, en la elegante habitación del hotel, se revolvía en el lecho, sin poderse dormir. Sus carnes producían rumor de raso al rozar contra las sábanas, y los encajes se quebraban á su contacto con acento de caricia.

Apretó el botón de la luz eléctrica y paseó una mirada investigadora por el cuarto. La cama se retrataba en la gran luna del armario, con su regia magnificencia. Sobre la chimenea jarrones de flores; en todas partes juguetes y bibelots; el tocador lleno de frascos y cajas de perfumes; los muebles rientes: chaise-longue, butaquitas coquetas, alfombras muelles y cojines. ¡Qué distante estaba aquella habitación de su severa alcoba de Madrid! Recordábala con su enorme lecho de nogal, sus sábanas planchadas, la colcha modesta, las escasas sillas y el reclinatorio de terciopelo. No había más muebles que esos y la mesa de noche con la botella del agua y el libro de devociones. Siempre, al tender la mirada en torno, halló los cuadros de mártires, de santos, la cara sufriente de una Dolorosa ó las llagas de un Crucificado. Ahora era su propia imagen la que se le ofrecía en los espejos múltiples.

Se alzó en el lecho, y dirigió la vista á la luna más próxima. ¿Era tan hermosa como se contemplaba? ¡Hacía tanto tiempo que no reparaba en su belleza! Suelto el negro cabello sobre los hombros, encendidas las mejillas, rojos los labios, brillantes las pupilas bajo su cortinaje de negras pestañas, con el seno amplío, la garganta firme y los brazos morenos, la luz arrancaba á sus carnes tonalidades plateadas. Por un momento sintió admiración, ternura hacia su pobre cuerpo, descuidado en prematura vejez, y estrechando dulcemente sus senos, bajó la cabeza y se besó los brazos...

¿Qué hacía? Dudó un momento. Después echóse atrás y saltó resuelta al suelo, para acercarse al espejo.


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11 págs. / 19 minutos / 157 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

La Incomprensible

Carmen de Burgos


Cuento


«¡Ven! ¡¡Ven!! Estoy aquí solo, rodeado de rosas, pero ¡ay! faltas tú... ¿Cuándo vienes? Dímelo pronto, nena... Me siento apenado, melancólico, lejos de mi sol moreno, de mi gitana de las tristes dulzuras. ¡Ven! Te necesito para que sonría mi alma y florezca en torno mío la primavera...»

Los ojos de Isabel no podían separarse de aquel párrafo apasionado de la carta que temblaba en su mano. Aquella carta, escrita en papel grande, pulso seguro y letra clara, de mayúsculas dibujadas como letra de imprenta, venía á traerle al cabo la felicidad tanto tiempo deseada. Y llegaba cuando la esperaba menos, cuando ya su alma había consumado el sacrificio de la separación, de la abdicación de todas sus esperanzas.

De espíritu soñador y romántico; desengañada muy prematuramente de la pequeñez de las cosas; despreciadora de todo, quizás porque todo se le ofrecía con exceso; asqueada de la jauría de hombres que seguían sus pasos como perros ansiosos de carne, el pintor fuerte, genial, grande y poderoso, apareció ante ella como descendiente de una raza de dioses, y su espíritu se le dio sin lucha, se le entregó como al esperado, al presentido durante muchos años en sus sueños de soledad, en sus ansias de ideal, en sus anhelos de lo infinito.

Su pasión había sido tan grande, que temió al agotamiento, al desencanto, á la desilusión, y huyó del lado del que amaba para conservar los dulces lazos del afecto, del perfume de un amor llamado á desvanecerse fatalmente cuando nada hubiese en él desconocido para el artista.

Llevaba tres años viajando; los escenarios nuevos, el interés de la curiosidad borraban recuerdos, la imagen del dios se esfumaba y renacía la paz en su espíritu.


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10 págs. / 18 minutos / 80 visitas.

Publicado el 24 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

En Pos del Ensueño

Carmen de Burgos


Cuento


Releía, las cartas esparcidas sobre la mesa como si deseara fortalecer su ánimo. Al fin, de un día á otro, iba á conocer á la mujer que se las escribió. Sentía miedo é impaciencia á un tiempo mismo, ¡Era tan hermosa la ilusión!

Más de un año de convivencia espiritual les había unido: desde que él escribió un artículo otoñal, de desesperación resignada, de tristeza infinita. A los pocos días de publicado recibió una carta de mujer, una carta sencilla y dulce, cuya autora sabía penetrar como hábil psicóloga en los repliegues recónditos de su alma y percibir y aquilatar todas las vibraciones de su temperamento de artista.

Ricardo leyó muchas veces la carta antes de contestarla, con el miedo de sufrir una equivocación; la analizó frase á frase; la sencillez, la afabilidad, la franqueza de la desconocida le cautivaban más cada vez. Su vanidad de hombre y de artista se sentía halagada á la par.

«¡Qué raro es —pensaba— que entre los millares de personas que nos leen, haya una que nos comprenda!»

Y le escribió una larga carta de artista... Según la pluma corría sobre el papel, la imagen de una mujer soñada surgía de sus puntos, y sin darse cuenta, con el fuego de la inspiración brotaban párrafos apasionados:

«He visto tu alma, la presentía, era la esperada... No me digas quién eres ni cómo te llamas... Te amo.»

Se arrepintió y se acusó de su ligereza después de puesta la carta en el correo y desvanecida la impresión... Pero cuando volvió á recibir nueva misiva, le latía el corazón violentamente. Su desconocida se mantenía digna y admirable en la respuesta. Sabía adivinar el estado de ánimo que dictó su carta y seguirlo en las regiones de luz del sentimiento...

«Tienes razón; no debes saber quién soy... Seré para ti la quimera,... Ámame así... Yo también te amo.»


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8 págs. / 15 minutos / 69 visitas.

Publicado el 27 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

¡Imposible!

Carmen de Burgos


Cuento


Al llegar al recodo de la vereda, Ramón se detuvo un momento y volvió la cabeza.

Sus ojos se abrieron como si quisiera abarcar todo el panorama y grabarlo en su cerebro; después la mirada se fijó en un solo punto, en una pequeña casita que blanqueaba en la lejanía; un sollozo levantó su pecho, y, haciendo un supremo esfuerzo, centinuó su camino.

Ocho días después Ramón estaba en Roma principiando su vida de artista.

No le seguiremos paso a paso en sus luchas con la sociedad y consigomismo. Imitaremos á los amigos, que sólo acuden después del triunfo..

Por eso no narro las angustias de Ramón cuando, á solas en su taller, arrojaba desesperado los pinceles que se negaban á dar vida y realidad á las concepciones de su mente.

Al fin, la mano educada empezó á obedecer al pensamiento, y el artista gustó esas dulces emociones que agitan el alma en los momentos de inspiración.

Pero ni aun en ellos, cuando con la carne temblorosa y el espíritu engrandecido por el soplo divino del genio, el mundo entero desaparecía para él; cuando en su retina se di bujaba una mancha negra donde sólo brillaba la luz de la idea, ni en aquellos momentos sublimes olvidaba Ramón el paisaje de su tierra natal, que reproducía en todos sus cuadros.

La habilidad del artista disimulaba que los rasgos de sus mujeres, mo renas ó rubias, niñas ó ancianas, tenían la unidad de un solo tipo, y el fondo de sus lienzos, ya presentaran la luz esplendorosa del medio día ó las sombrías brumas invernales, estaban también inspirados en un solo modelo.

Porque Ramón había dejado aquella tierra soñando conquistarse un nombre y una posición para ofrecérselas á la mujer que amaba.

Ella era rica y noble; sólo el Arte podía elevarlo á él, pobre hijo del pueblo, para llegar hasta ella sin que su dignidad padeciera por una unión desigual.


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3 págs. / 5 minutos / 6 visitas.

Publicado el 21 de enero de 2025 por Edu Robsy.

Alma de Artista

Carmen de Burgos


Cuento


I

Selma cambió el sencillo traje de calle por una bata de seda azul, restos de su pasada opulencia.

Con sus zapatitos de raso blanco y su cabellera color de castaña madura, caída en revueltos rizos sobre la espalda, tenía el aspecto delicado y grácil de una niña.

Ángel la miraba tristemente hundida en su butaca, cerca del balcón, en aquel hotelito de la Caleta, donde había ido á buscar el aire del mar y el clima templado de Málaga. Sobre la palidez de cera mate extendida sobre su rostro se destacaba la rizada barba y la nariz aguileña, con esas líneas que caracterizan á la raza semítica. Parecía un Cristo demacrado por el ayuno.

La terrible tisis iba disecándole el cuerpo, una delgadez estrema parecía tallar sus nervios, y su cabellera rizosa caía en bucles sobre la frente tersa y bella. Aun lucía en sus ojos grandes la mirada dominadora del genial tenor que fué aplaudido en el mundo entero; aun sus labios conservaban un gesto de arrogancia.

Selma cogió el cestillo de la costura y se sentó en una sillita baja á los pies del artista.

—Deja eso —dijo él con un gesto de disgusto, señalando la labor.

La joven no contestó y se apresuró á obedecer sonriendo. El brillo de las lágrimas iluminó los ojos del enfermo.

—¡Qué injusto soy, Selma mía! Tienes necesidad de trabajar y te lo impido... Ya no somos ricos.

—No pienses en eso...—dijo ella con voz suave—; no es cosa precisa.

—La vida tiene burlas muy crueles, Selma; los artistas debían morir sin conocer las miserias ni las enfermedades... en plena gloria.

La joven le acarició dulcemente la mano.

—¡Qué buena eres! —siguió él—. ¡Cómo me compadeces!...

—¡Compadecerte! No, Ángel, no pronuncies esa palabra; cuando se compadece no se ama. Amar es admirar.

—¡He estado tan ciego!


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10 págs. / 18 minutos / 225 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

Madre por Hija

Carmen de Burgos


Cuento


María, la molinera, se rejuvenecía cada vez más desde la muerte de su marido.

Muchas personas de las que iban á llevar costales de trigo y á recoger la harina, observaban cómo de día en día la molinera se redondeaba de formas y adquiría color de manzana.

Su matrimonio había sido feliz: el marido, aunque algo brusco y rudo, fué siempre cariñoso; no faltó jamás pan en la casa ni manta de abrigo en el invierno; la molienda abundante permitía vivir bien de la maquila.

María era entonces una jovencita delgaducha, pálida, sin curvas y sin jugos; una niña apenas desarrollada, que sufría la pobreza orgánica de las hembras sujetas á la inmoralidad de la monogamia. Todos los años tenía un chiquillo y se le moría otro. Siempre pariendo y criando, entre el continuo trabajo de la casa, del corral y del molino. Cuando murió su Vicente, lo lloró con verdadero sentimiento; no puede decirse si lo amaba; estaba acostumbrada á él y no había querido á nadie con amor de hembra.

Pero desde que se murió el buen hombre, María empezó á ser joven, en el descanso de una existencia tranquila. Se encerró en el molino con sus dos hijos para que nadie tuviese que murmurar de ella.

Los libró del servicio militar: el mayor se había casado hacía un año, y ya era abuela María.

Aquella noche acababa de soltar al perro en el corralón y de correr las trancas de las puertas del molino y de la casa, cuando fuertes aldabonazos vinieron á turbar el silencio.

¡Aquel que llamaba no era Frasquillo! Ella conocía bien el modo de llamar de su hijo. Y sin embargo, debía ser algún conocido, porque el perro, que lo había olfateado, no ladraba.

Descolgó el candil del clavo, desde donde ahumaba la pared, y se dirigió hacia la puerta. El que llegaba redobló impaciente el aldabón.

—¿Quién va? —preguntó la molinera.

—Soy yo, Pepe Manteca —repuso una voz malhumorada—. Abre pronto.


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5 págs. / 10 minutos / 137 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

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