Textos más populares esta semana de Carmen de Burgos | pág. 3

Mostrando 21 a 30 de 34 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Carmen de Burgos


1234

El Tesoro

Carmen de Burgos


Novela corta


I

Aquella, noche de luna había sabido aprovecharla bien el tío Manolo, para reunir en su era a los vecinos á desperfollar el enorme montón de mazorcas, resecas por el sol, sin que nadie echara de ver el trabajo con la agradable compañía de la gente moza y la salsa de sus historias de viejo marrullero.

En el centro de la empedrada era se apilaban las panochas envueltas en su sayal de estameña por el cual aparecían las hebras de una cabellera seca y marchita. Sobre la pila, una gran espuerta de dar el pienso á las vacas, iba recibiendo á las que eran despojadas de su ropaje por la turba de chiquillos, hombres y mujeres, que sentados sobre las falfollas mullidas y crujientes, rompían con pinchos de madera la tosca envoltura, la seda interior guardada bajo ella, y después de separarlas del tallo con rumor suspirante, las arrojaban al aire, rasgado con sus destellos de luz, para ir á caer en la espuerta, donde al chocar las facetas de los granos de oro, producían chasquidos de besos y risas de colegialas.

Aquel rasgar ropajes y desnudar mazorcas se verificaba entre la alegre charla y algazara de los mozuelos de ambos sexos, que estallaba con la franca alegría engendrada por la proximidad de la carne joven, mientras á un extremo del montón, las gentes formales rodeaban al tío Manolo y oían sus palabras con algo de respetuosa consideración, descuidando un tantico á los muchachos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
40 págs. / 1 hora, 11 minutos / 95 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

Como Flor de Almendro

Carmen de Burgos


Cuento


Ansiosa, acodada sobre la barandilla de popa, fijaba con insistencia los ojos en el horizonte, como si quisiera dar fuerza á sus pupilas para rasgarlo y descubrir la tierra.

La marcha tranquila del vapor la exasperaba en aquellos momentos en que rugía la tempestad dentro de su alma; hubiera querido montañas de olas que le arrojasen sobre la playa roto y maltrecho, con la velocidad del rayo.

Toda la noche la había pasado allí, fija la mirada en el horizonte, y á los primeros albores de la mañana, la faja plomiza delataba la proximidad de la costa.

El capitán había dicho que entrarían en el puerto á las diez de la mañana. ¡Cuántas horas aún! ¿Llegaría á tiempo? A esta pregunta, su corazón se angustiaba, y su garganta se oprimía con las agonías del llanto.

¡Si pudiera salvar la vida de aquel hombre con la suya! ¡Ó á lo menos decirle sólo una vez cuánto le amaba! ¡Pero pensar en que muriera así, lejos de ella!... ¡Sin haberle dicho la primera frase de amor!

Había recibido la carta de Roberto ocho días antes. Una carta tristísima, de pocas líneas, escritas con mano trémula:


«Te amo, Catalina, permíteme que te lo diga una vez, ahora que voy á morir... Perdóname que se escape de mí alma en este momento supremo mi pasión; olvídala luego... Conserva en tu memoria al amigo, al hermano...

«ROBERTO.»


¡Roberto le escribía aquella carta! ¡Roberto la amaba é iba á morir! Se revolvía poderosa en su alma la pasión... Ella le amaba también. En un momento se decidió: lo dispuso todo en pocas horas, y le expidió un telegrama que revelaba el estado de su espíritu á pesar del laconismo de sus frases:


«Espérame. Corro á tu lado. Te amo.

«CATALINA.»


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 93 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

¡Ay del Solo!

Carmen de Burgos


Cuento


Vae soli!

Eccles., cap. IV, v. 10.


Los veía todas las mañanas durante esos días otoñales en que el cielo de Madrid finge sonrisas de primavera; sentados frente al borde de las aceras, la larga fila de vendedores ambulantes se extendía á lo largo de la calle.

Antes de volver la esquina, en lo más ancho de la plazoleta, bajo los árboles casi desnudos que se desprendían lentamente de sus hojas, estaba el puesto de libros viejos, pretenciosamente alineados los de texto, encuadernados y voluminosos. Recordaban con su aspecto la ciencia adocenada y la mediocre burguesía de los catedráticos que los escribieron para rodar de mano en mano de una á otra generación de estudiantes, á los cuales se da todos los años patente de sabiduría por repetir de memoria unos renglones. Cerca de estos libros científicos se apilaban las novelas de folletín y de entregas, con las hojas grasientas ó rotas en su mayoría, y algunos ejemplares modernos, en cuyas anteportadas podían leerse las dedicatorias de inexpertos autores á tal cual crítico ó periodista.

Una mesilla de flores tristes y descoloridas, sobre las cuales caían como lágrimas de la Naturaleza las resecas hojas de los árboles, unía estas petrificaciones del pensamiento que repercute en las aulas de las universidades al kiosquillo donde se ofrecen los periódicos con su incitante olor de tinta fresca. Vuelto el recodo de la acera, las opulentas cestas de bellotas extremeñas, con su luciente cáscara de nogal bruñido, esparcían al sol sus tonos calientes, pareciendo alegrar con una evocación de montañas distantes a los cientos de pajarillos prisioneros dentro de sus jaulones, que revoloteaban mostrando el delicado plumón polícromo escondido debajo de las alas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 93 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

El Último Deseo

Carmen de Burgos


Cuento


I

Aquel gabinete azul tan bello, donde tantas horas de felicidad habían transcurrido, estaba revuelto, desordenado; fuera de su sitio sillones y muebles; tirados por mesas y sofás los vestidos, las gasas y los encajes; en el centro de la habitación mundos y maletas á medio arreglar, y en el suelo, sobre la alfombra, multitud de papeles de música y libros de todas clases, que habían de formar parte del equipaje.

Julia iba de acá para allá por la habitación, poniéndolo todo en orden, colocando en los baúles los objetos para el viaje. Pasaba ante Rafael luciendo la gallardía de su cuerpo hermoso, alto, fuerte y esbelto, y su cabeza de rizos de ébano con reflejos azulillos; el rostro de facciones correctas, labios de grana y plateada tez, donde brillaban dos ojos de azabache, con profundidades de abismo, entre doble fila de pestañas espesas, que se movían inquietas, con aletear de mariposas negras.

—¿Me escribirás? —preguntó él.

—¡Escribirte! ¡Ah! Sí, es verdad; vamos á dejar de vernos —contestó Julia.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo y se acercó temblorosa á su amigo, como si hasta aquel instante no hubiera medido toda la tristeza de la separación.

—Julia —añadió él con voz grave—, desiste de este viaje, de este alejamiento inútil... Tu marcha me llena de dolor... Te amo, Julia, te amo; encarnas toda la idealidad de mi alma... desvaneces todas mis tristezas en una nueva aurora de felicidad.


Leer / Descargar texto

Dominio público
16 págs. / 29 minutos / 89 visitas.

Publicado el 25 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

Los Espirituados

Carmen de Burgos


Novela


I. Entre montañas

Tardó en darse cuenta del lugar donde se encontraba, con la imaginación turbada aún por las telarañas del sueño. Después de pasear la mirada en torno suyo, se repitió en voz alta, para tener la seguridad de que se hallaba despierto:

—Estoy en Jaca. Estoy otra vez en Jaca.

Le parecía imposible encontrarse, a un tiempo mismo, en su propia casa y en aquella ciudad extraña.

No era ya el cuarto de hotel, destartalado y ruidoso, donde lo despertaban todas las mañanas los gritos y el barullo de las camareras, departiendo entre sí, o de chicoleo con los huéspedes, o con los asistentes de los militares que allí se hospedaban.

No estaba obligado a oír los burdos diálogos amorosos que interrumpía un “No me pellizque usted”, o el ruido del cachete con que se defendía alguna moza.

Se hallaba rodeado de los viejos muebles de la casa paterna. Amigos inmóviles que le evocaban los tiempos de la niñez y parecían borrar el recuerdo de todas las casas de huéspedes en que había vivido desde que salió de Murcia para ir a estudiar a Madrid, sin sospechar el sacrificio que esa decisión les costaba a sus padres.

¡Madrid! Todas las ciudades frecuentadas por estudiantes tienen siempre un aroma de juventud, de alegría. Se graban en el recuerdo de una manera imborrable, unidas a la memoria de los días más felices e ingenuos de la vida.

Había pensado más en las muchachas y en las diversiones que en los libros durante aquella época.

En Murcia había oído recordar a los viejos en sus tertulias sus tiempos de mocedad y de vida estudiantil, alegrada por las modistillas madrileñas, los bailes de organillo y los inolvidables “biftecks” de los cafés, que jamás sentaron mal a sus estómagos hambrientos y juveniles.


Leer / Descargar texto

Dominio público
178 págs. / 5 horas, 11 minutos / 89 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

La Muerte del Recuerdo

Carmen de Burgos


Cuento


Sentado cerca de la lumbre, perezosamente envuelto en su pelliza, el viejo senador contemplaba cómo caía la nieve en el jardín.

Los delicados cristalinos prismáticos venían, en una lluvia de pétalos de jazmín, á cubrir con su blancura la desolada tristeza de los desnudos troncos, empavesados por la nieve, como si les envolviesen guirnaldas de misteriosas flores nacidas en el aire.

Un criado anunció desde la puerta:

—El señor esta servido.

Al mismo tiempo los cristales y el pavimento retemblaban con el rodar silencioso de las ruedas de un coche en el patio.

Perezosamente se rodeó el anciano al cuello la bufanda de piel forrada en seda; se abotonó el abrigo de arriba á abajo; introdujo en el bolsillo la tabaquera; afianzó sobre la nariz las gafas que ocultaban los hundidos ojos, y después de calarse reposadamente los guantes de piel, tomó el bastón y el sombrero, que le sostenía el ayuda de cámara, y salió tapándose la boca con el pañuelo, tardo el paso, como si le costase trabajo dejar su gabinete en aquel día de frío.

Un secretario alto, rubio, atildado, de patillas simétricas é irreprochable traje, se inclinó á su paso ceremoniosamente, esperando que el señor se dignase dirigirle la palabra; pero don Juan pasó sin mirarlo.

—¿Deja mandado algo el señor? —preguntó con timidez.

—Nada.

Ya el lacayo sujetaba abierta la portezuela del coche... El secretario volvió á inclinarse con esa rigidez de los aduladores, que parecen tener una articulación más en su espina dorsal para doblar servilmente el cuerpo, y el carruaje partió con el cadencioso trotar de su tronco normando.

Encendió un cigarro don Juan y se arrellanó sobre los almohadones azules, mientras el coche cruzaba las calles del Caballero de Gracia, de Peligros y Alcalá, para salir al Prado.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 82 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

Los Que No Vivieron

Carmen de Burgos


Cuento


Habían llegado á lo alto de la montañita, y fatigados por la ascensión, se apoyaban el uno contra el otro.

Contemplaba él con cariño el rostro encendido, el cabello revuelto y el desaliño del vestido, originado por la larga caminata; ella parecía absorta en el paisaje; dilatadas las ventanas de la nariz para olfatear la tierra húmeda, que se abría como fermento de harina candeal al calor de los rayos solares.

Alcira dormía á sus pies con su grupo de alegres casitas, y el horizonte, prolongado en la inmensa llanura, mostraba la riqueza de sus tonalidades hasta perderse á lo lejos en el cielo y en el mar.

—¡Qué hermoso es esto! —repetía con la admiración del que no encuentra frases para expresar algo demasiado grande que le llena el alma, y abría aún más los ojos, como si quisiera grabar en la retina todo aquel cuadro de luz.

A sus espaldas la ermitita de San Salvador, con las dos hojas de la puerta abiertas de par en par, invitaba á visitarla; se veían desde fuera los exvotos colgados de las paredes por los creyentes. Cerca de la puerta, la enorme cruz de hierro señalaba el término del penoso vía crucis tendido en la falda de la montañeta y á sus pies, varias chicuelas jugaban golpeándose con el encarnizado apasionamiento de su tierra.

Lucían los naranjales el verdor metálico de las hojas repletas de savia, y las elegantes curvaturas de los recodos del río fingían pedazos de cielo reflejados en un cristal. La brisa, algo viva, que agitaba sus cabellos, traía rumor froufrouante de sedas y glasés, producido por el viento, entre cañaverales y naranjos.

Enrique la tomó del brazo, empujándola suavemente hacia la ermita. Lola se resistió.

—No, no —dijo con viveza—. ¿A qué entrar ahí? No me hables de las cosas muertas, cuando aquí se respira la vida.

Avanzó dos pasos hasta llegar al cercado de yeso que cerraba el circuito de la plazoleta de la ermita.


Leer / Descargar texto

Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 82 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

Los Míseros

Carmen de Burgos


Novela corta


I. En la playa

Aquella amplia playa, frente aquella extensión de mar tan grandiosa, parecía profanada con los toldos de lona y los cucuruchos de las tiendas de los bañistas.

No se avenían bien la majestad severa del paisaje y el artificio de los veraneantes. En Figueiras da Fox no había, como en Trouville, ni en las playas de moda de las grandes estaciones, una Naturaleza ya dominada por el espectáculo; la playa de Figueiras, frente á la grandiosidad del Atlántico, es bravía aun en los días serenos, aun con la grandiosidad de la inmensa sábana de agua verde que se extiende bajo el cielo.

En el centro del arenal se habían colocado, sobro los píes derechos, unos toldos de dril, festoneados, bajo los que se colocaban sillas de madera, taburetes y banquetas de todas clases para las bañistas, que se sentaban frente al mar. Algunos de aquellos toldos eran de propiedad particular, y se distinguían por el color de sus festones y por las iniciales, en bayeta roja, verde ó amarilla, que anunciaban el nombre del propietario. Los otros eran públicos, y por la módica cantidad de veinticinco reis se podían ocupar á voluntad.

Detrás de estos toldos estaban las casetas de lona donde se vestían y desnudaban los bañistas para cruzar toda la arena, entre las miradas de los curiosos, hasta llenar á la orilla del agua.

La extensión del mar se perdía á lo lejos, confundiendo su verdor lechoso con el pizarra del cielo; y parecía llegar siempre con coraje á la playa. levantándose en una ola amenazadora, que venía furiosa á quebrarse en el sitio mismo donde estaban los bañistas.

Una multitud abigarrada paseaba por delante de los toldos ó se agrupaba á la orilla del mar para ver á las que se bañaban dar sus saltos, cabriolas y gritos, agarradas al bañero.


Leer / Descargar texto

Dominio público
27 págs. / 48 minutos / 80 visitas.

Publicado el 9 de octubre de 2023 por Edu Robsy.

En la Sima

Carmen de Burgos


Cuento


I

Se extinguió la última trepidación de la máquina. El tren quedó inmóvil sobre los raíles. A la derecha se extendía el campo silencioso, la llanura inmensa, perdidas las montañas en el negror de las tinieblas; arriba un cielo con profundidades de terciopelo y los soles hundidos como clavos de plata en la densidad del obscuro azul. A la izquierda los faroles del andén esclarecían la parte baja de los árboles de ramaje anémico alineados á lo largo de la vía, raquíticos, de un verde obscuro y sombrío, tristes con el ansia de agua y el continuo respirar de humo y polvo, mientras las copas, sin luz, se recortaban en el aire con fantástica vaguedad.

En el fondo, el restaurant de la estación de Baeza dejaba escapar por las abiertas vidrieras un raudal de luz blanca, reflejada en los albos manteles y en la vajilla de loza que cubrían las grandes mesas.

Cerca del restaurant, la cantina ostentaba sobre el pequeño mostrador provisiones abundantes: bacalao frito, huevos duros, chorizos, rajas de salchichón. Un enorme cesto contenía multitud de panecillos; dos panzudos toneles y una ventruda damajuana de vidrio, que asomaba el cuello corto entre la funda de palma, estaban colocados al pie del mísero estante de madera, lleno de botellas, ofreciendo bebida en abundancia á las resecas gargantas de los viajeros modestos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
34 págs. / 1 hora / 77 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

Por las Ánimas

Carmen de Burgos


Cuento


Había llegado sin saber cómo hasta la estación del Mediodía, después de vagar toda la noche por los desiertos paseos de la Castellana, Recoletos y el Prado.

Sentíase aún la impresión de las sombras barridas por la luz del nuevo día, el ambiente húmedo de la noche, entre el perezoso bostezar de Madrid.

Los primeros rayos del sol, con su luz blanca y suave, esclarecían las copas de los árboles del Jardín Botánico y del Salón, haciéndoles brillar con reflejos cristalinos y esa tonalidad de verde tierno que recuerda el amarillo y el blanco, mientras el ramaje obscuro, negruzco, se mantenía envuelto en los desgarrones de la sombra y los troncos parecían las columnas de una loggetta con montera de hojas de cristal. Empezaban á llegar viajeros madrugadores; camiones y carros que paraban junto á la cerrada verja de la estación esperando que fuese hora de abrirla. Un hombre de blusa y pantalón de pana voceaba entre los grupos ofreciendo grotescas cabecitas de cartón: «Toribio, que saca la lengua y menea las orejitas.» Algunos viajeros aburridos compraban la antipática figurilla, la cual, merced á un tosco mecanismo, movía dos cuernecillos y una lengua roja, con el gesto procaz, desvergonzado de los chícueios que se burlan.


Leer / Descargar texto

Dominio público
9 págs. / 17 minutos / 75 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

1234