La procesión se llevaría a cabo, a tenor de
inmemorial liturgia, en amplias y artísticas andas, resplandecientes de
magnolias y de cirios. El anda, este año, sería en forma de huerto. Dos
hombres fueron designados para ir a traer de la espesura, la madera
necesaria. A costa de artimañas y azogadas maniobras, los dos niños,
Miguel y yo, fuimos incluidos en la expedición.
Había que encaminarse hacia un gran carrizal, de singular varillaje y
muy diferente de las matas comunes. Se trataba de una caña especial, de
excepcional tamaño, más flexible que el junco y cuyos tubos eran
susceptibles de ser tajados y divididos en los más finos filamentos. El
amarillo de sus gajos, por la parte exterior, tiraba más al amaranto
marchito que al oro brasilero. Su mejor mérito radicaba en la
circunstancia de poseer un aroma característico, de mística unción, que
persistía durante un año entero. El carrizo utilizado en cada Semana
Santa, conservado era en casa de mi tío, como una reliquia familiar,
hasta que el del año siguiente viniese a reemplazarlo. De la honda
quebrada donde crecía, su perfume se elevaba un tanto resinoso, acre y
muy penetrante. A su contacto, la fauna vernacular permanecía en éxtasis
subconsciente y en las madrigueras chirriaban, entre los colmillos
alevosos, rabiosas oraciones.
Miguel llevó sus cinco perros: Bisonte, color de estiércol de cuy, el
más inteligente y ágil; Cocuyo, de gran intuición nocturna; Aguano, por
su dulzura y pelaje de color caoba, y Rana, el más pequeño de todos.
Miguel los conducía en medio de un vocerío riente y ensordecedor.
A medida que avanzábamos, el terreno se hacía más bajo y quebrado,
con vegetaciones ubérrimas en frondas húmedas y en extensos macizos de
algarrobos. Jirones de pálida niebla se avellonaban al azar, en las
verdes vertientes.
Leer / Descargar texto 'El Niño del Carrizo'