Un incidente de manos en el recreo llevó a dos niños a
romperse los dientes a la salida de la escuela. A la puerta del plantel
se hizo un tumulto. Gran número de muchachos, con los libros al brazo,
discutían acaloradamente, haciendo un redondel en cuyo centro estaban,
en extremos opuestos, los contrincantes: dos niños poco más o menos de
la misma edad, uno de ellos descalzo y pobremente vestido. Ambos
sonreían, y de la rueda surgían rutilantes diptongos, coreándolos y
enfrentándolos en fragorosa rivalidad. Ellos se miraban echándose los
convexos pechos, con aire de recíproco desprecio. Alguien lanzó un
alerta:
—¡El profesor! ¡El profesor!
La bandada se dispersó.
—Mentira. Mentira. No viene nadie. Mentira…
La pasión infantil abría y cerraba calles en el tumulto. Se formaron
partidos por uno y otro de los contrincantes. Estallaban grandes
clamores. Hubo puntapiés, llantos, risotadas.
—¡Al cerrillo! ¡Al cerrillo! ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hurra!…
Un estruendoso y confuso vocerío se produjo y la muchedumbre se puso en marcha. A la cabeza iban los dos rivales.
A lo largo de las calles y rúas, los muchachos hacían una algazara
ensordecedora. Una anciana salió a la puerta de su casa y gruñó muy en
cólera:
—¡Juan! ¡Juan! ¡A dónde vas, mocito! Vas a ver…
Las carcajadas redoblaron.
Leonidas y yo íbamos muy atrás. Leonidas estaba demudado y le castañeteaban los dientes.
—¿Vamos quedándonos? —le dije.
—Bueno —me respondió—. ¿Pero si le pegan a Juncos?…
Llegados a una pequeña explanada, al pie de un cerro de la campiña,
se detuvo el tropel. Alguien estaba llorando. Los otros reían
estentóreamente. Se vivaba a contrapunteo:
—¡Viva Cancio! ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hurraaaaa!…
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