Parte 1. Cuneiformes
Muro noroeste
Penumbra.
El único compañero de prisión que me queda ya ahora, se sienta a
yantar, ante el hueco de la ventana lateral de nuestro calabozo,
donde, lo mismo que en la ventanilla enrejada que hay en la mitad
superior de la puerta de entrada, se refugia y florece la angustia
anaranjada de la tarde.
Me vuelvo hacia él:
—¿Ya?
—Ya. Está usted servido —me responde sonriente.
Al mirarle el perfil de toro destacado sobre la plegada hoja
lacre de la ventana abierta, tropieza la mirada con una araña casi
aérea, como trabajada en humazo, que emerge en absoluta inmovilidad
en la madera, a medio metro de altura del testuz del hombre. El
poniente lanza un largo destello bayo sobre la tranquila tejedora,
como enfocándola. Ella ha tenido, sin duda, el tibio aliento solar;
estira alguna de sus extremidades con dormida perezosa lentitud y,
luego, rompe a caminar a intermitentes pasos hacia abajo, hasta
detenerse al nivel de la barba del individuo, de modo tal, que,
mientras éste mastica, parece que se traga a la bestezuela.
Por fin termina el yantar, y al propio tiempo, el animal
flanquea corriendo hacia los goznes del mismo brazo de puerta, en
el preciso momento en que ésta es entornada de golpe por el preso.
Algo ha ocurrido. Me acerco, vuelvo a abrir la puerta, examino en
todo el largo de las bisagras y doyme con el cuerpo de la pobre
vagabunda, trizado y convertido en dispersos filamentos.
—Ha matado usted una araña —le digo con aparente entusiasmo al
hechor.
—¿Sí? —me pregunta con indiferencia—. Está muy bien; hay aquí un
jardín zoológico terrible.
Y se pone a pasear, como si nada a lo largo de la celda,
extrayéndose de entre los dientes, residuos de comida que escupe en
abundancia.
¡La justicia! Vuelve esta idea a mi mente.
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