Textos más populares esta semana de Charles Dickens publicados por Edu Robsy no disponibles | pág. 2

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autor: Charles Dickens editor: Edu Robsy textos no disponibles


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El Barón de Grogzwig

Charles Dickens


Cuento


El barón Von Koëldwethout, de Grogzwig, Alemania, era probablemente un joven barón como cualquiera le gustaría ver uno. No es necesario que diga que vivía en un castillo, porque es evidente; tampoco es necesario que diga que vivía en un castillo antiguo, pues ¿qué barón alemán viviría en uno nuevo? Había muchas circunstancias extrañas relacionadas con este venerable edificio, entre las cuales no era la menos sorprendente y misteriosa el hecho de que cuando soplaba el viento, éste rugía en el interior de las chimeneas, o incluso aullaba entre los árboles del bosque circundante, o que cuando brillaba la luna ésta se abría camino por entre determinadas pequeñas aberturas de los muros y llegaba a iluminar plenamente algunas zonas de los amplios salones y galerías, dejando otras en una sombra tenebrosa. Tengo entendido que uno de los antepasados del barón, que andaba escaso de dinero, le han clavado una daga a un caballero que llegó una noche pidiendo servidumbre de paso, y se supone que tos hechos milagrosos tuvieron lugar como consecuencia de aquello. Y, sin embargo, difícilmente puedo saber cómo sucedió, pues el antepasado del barón, que era un hombre amable, se sintió después tan apenado por haber sido tan irreflexivo, y haber puesto sus manos violentas sobre una cantidad de piedras y maderos pertenecientes a un barón más débil, que construyó como excusa una capilla obteniendo un recibo del cielo como saldo a cuenta.


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Publicado el 22 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Velo Negro

Charles Dickens


Cuento


Una velada de invierno, quizá a fines de otoño de 1800, o tal vez uno o dos años después de aquella fecha, un joven cirujano se hallaba en su despacho, escuchando el murmullo del viento que agitaba la lluvia contra la ventana, silbando sordamente en la chimenea. La noche era húmeda y fría; y como él había caminado durante todo el día por el barro y el agua, ahora descansaba confortablemente, en bata, medio dormido, y pensando en mil cosas. Primero en cómo el viento soplaba y de qué manera la lluvia le azotaría el rostro si no estuviese instalado en su casa.

Sus pensamientos luego cayeron sobre la visita que hacía todos los años para Navidad a su tierra y a sus amistades e imaginaba que sería muy grato volver a verlas y en la alegría que sentiría Rosa si él pudiera decirle que, al fin, había encontrado un paciente y esperaba encontrar más, y regresar dentro de unos meses para casarse con ella. Empezó a hacer cálculos sobre cuándo aparecería este primer paciente o si, por especial designio de la Providencia, estaría destinado a no tener ninguno. Volvió a pensar en Rosa y le dio sueño y la soñó, hasta que el dulce sonido de su voz resonó en sus oídos y su mano, delicada y suave, se apoyó sobre su espalda.

En efecto, una mano se había apoyado sobre su espalda, pero no era suave ni delicada; su propietario era un muchacho corpulento, el cual por un chelín semanal y la comida había sido empleado en la parroquia para repartir medicinas. Como no había demanda de medicamentos ni necesidad de recados, acostumbraba ocupar sus horas ociosas —unas catorce por día— en substraer pastillas de menta, tomarlas y dormirse.

—¡Una señora, señor, una señora! —exclamó el muchacho, sacudiendo a su amo.

—¿Qué señora? —exclamó nuestro amigo, medio dormido—. ¿Qué señora? ¿Dónde?


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11 págs. / 20 minutos / 787 visitas.

Publicado el 18 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Tienda de Antigüedades

Charles Dickens


Novela


Al señor don Samuel Rogers

Estimado señor.

Permítame que asocie mis «placeres de la memoria» a este libro dedicándolo a un poeta cuyos escritos (como todo el mundo sabe) rebosan sentimientos generosos y sinceros, y a un hombre cuya vida cotidiana (como no todo el mundo sabe) es igualmente pródiga en simpatía y compasión hacia los más pobres y humildes de su especie.

Su siempre fiel amigo,

Charles Dickens

Prólogo de 1841

Un autor —dice Fielding en su introducción a Tom Jones— no debería compararse con quien ofrece un banquete con fines benéficos, sino con quien regenta una fonda en la que es bien recibida cualquier persona dispuesta a pagar. Quien paga por lo que come puede exigir que se gratifique su paladar, por exquisito y antojadizo que este sea; y si lo ofrecido no le resulta agradable, tendrá derecho a censurar, quejarse y maldecir la comida cuanto se le antoje.

»Para impedir, pues, que los clientes se sientan ofendidos ante semejante decepción, es costumbre entre los hospederos honrados y juiciosos ofrecer una minuta que todos puedan consultar al entrar en la fonda. Enterados, así, de lo que les espera, pueden o bien quedarse y ser obsequiados con lo que se les ofrece o bien marcharse a algún otro lugar más acorde con su gusto».


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691 págs. / 20 horas, 9 minutos / 493 visitas.

Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Tiempos Difíciles

Charles Dickens


Novela


Libro primero. La siembra

Capítulo I. Las únicas cosas necesarias

—Pues bien; lo que yo quiero son realidades. No les enseñéis a estos muchachos y muchachas otra cosa que realidades. En la vida sólo son necesarias las realidades.

No planteéis otra cosa y arrancad de raíz todo lo demás. Las inteligencias de los animales racionales se moldean únicamente a base de realidades; todo lo que no sea esto no les servirá jamás de nada. De acuerdo con esta norma educo yo a mis hijos, y de acuerdo con esta norma hago educar a estos muchachos. ¡Ateneos a las realidades, caballero!

La escena tenía lugar en la sala abovedada, lisa, desnuda y monótona de una escuela, y el índice, rígido, del que hablaba, ponía énfasis en sus advertencias, subrayando cada frase con una línea trazada sobre la manga del maestro. Contribuía a aumentar el énfasis la frente del orador, perpendicular como un muro; servían a este muro de base las cejas, en tanto que los ojos hallaban cómodo refugio en dos oscuras cuevas del sótano sobre el que el muro proyectaba sus sombras. Contribuía a aumentar el énfasis la boca del orador, rasgada, de labios finos, apretada. Contribuía a aumentar el énfasis la voz del orador, inflexible, seca, dictatorial. Contribuía a aumentar el énfasis el cabello, erizado en los bordes de la ancha calva, como bosque de abetos que resguardase del viento su brillante superficie, llena de verrugas, parecidas a la costra de una tarta de ciruelas, que daban la impresión de que las realidades almacenadas en su interior no tenían cabida suficiente. La apostura rígida, la americana rígida, las piernas rígidas, los hombros rígidos…, hasta su misma corbata, habituada a agarrarle por el cuello con un apretón descompuesto, lo mismo que una realidad brutal, todo contribuía a aumentar el énfasis.

—En la vida, caballero, lo único que necesitamos son realidades, ¡nada más que realidades!


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373 págs. / 10 horas, 52 minutos / 481 visitas.

Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Pequeña Dorrit

Charles Dickens


Novela


Prólogo a la edición de 1857

He dedicado a esta historia muchas horas de trabajo a lo largo de dos años. Muy mal las habría empleado si no pudiera dejar que sus méritos y defectos, en conjunto, hablaran por sí mismos al lector. Pero del mismo modo que no deja de ser razonable suponer que he prestado una atención más constante a los hilos que la recorren que la que haya podido prestarles nadie en el curso de su publicación intermitente, también es razonable pedir que se contemple como una obra completa y con el dibujo terminado.

Si tuviera que disculparme por las ficciones exageradas relacionadas con los Barnacle y el Negociado de Circunloquios, buscaría en la experiencia común de cualquier inglés y no me atrevería a mencionar el hecho irrelevante de que yo mismo falté a los buenos modales en los tiempos de la guerra con Rusia y del Tribunal Militar de Chelsea. Si tuviera la osadía de defender a un personaje tan extravagante como el señor Merdle, insinuaría que está inspirado en la época de las acciones ferroviarias, en los tiempos de determinado banco irlandés y en un par de empresas más igualmente admirables. Si tuviera que alegar algo para atenuar la absurda fantasía de que a veces una mala intención se presenta como buena y de carácter religioso, señalaría la curiosa coincidencia que ha llegado a su clímax en estas páginas en los días del examen público de los anteriores directores de determinado Banco Real Británico. Pero me someto a juicio en todos estos asuntos, si fuera necesario, y aceptaré el testimonio (procedente de una autoridad contrastada) de que nada semejante ha sucedido nunca en este país.


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1.087 págs. / 1 día, 7 horas, 42 minutos / 268 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Raspa Mágica

Charles Dickens


Cuento infantil


Érase una vez un rey que tenía una reina; él era el más viril de los hombres, y ella la más hermosa de las mujeres. La profesión del rey era funcionario. El padre de la reina había sido médico en otra ciudad.

Tenían diecinueve hijos y no paraban de tener más. Diecisiete de los niños cuidaban del bebé; y Alicia, la mayor, cuidaba de todos. Sus edades iban desde los siete años a los siete meses.

Pero sigamos con nuestra historia.

Un día el rey iba camino de la oficina cuando se detuvo en la pescadería para comprar una libra y media de salmón —pero no de la parte de la cola— que la reina (una prudente ama de casa) quería que le enviaran. El Sr. Pickles, el pescadero, dijo:

—Desde luego, señor. ¿Alguna cosa más? Buenos días.

El rey continuó melancólico hacia la oficina, porque faltaba mucho para el día de cobro trimestral y a varios de sus queridos hijos la ropa se les quedaba pequeña. No se había alejado mucho cuando el chico de los recados del Sr. Pickles llegó corriendo en su busca y le dijo:

—Señor, no se ha fijado usted en la anciana dama que estaba en la tienda.

—¿Qué anciana dama? —preguntó el rey— Yo no vi ninguna.

El rey no había visto a la anciana porque, para él, la anciana era invisible, aunque el chico del Sr. Pickles sí la veía. Probablemente porque ensuciaba y salpicaba con el agua, en la que dejaba caer los lenguados con violencia, de tal manera que si la dama no hubiese resultado visible para él, le habría estropeado la ropa.

En ese momento la anciana llegó corriendo. Su vestido era de seda tornasolada de una calidad magnífica, y olía a lavanda seca.

—¿Es usted el rey Watkins I? —preguntó la anciana.

—Me llamo Watkins, sí —respondió el rey.

—Padre, si no me equivoco, de la hermosa princesa Alicia —afirmó la dama.

—Y de otras dieciocho preciosidades más —replicó el rey.


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11 págs. / 20 minutos / 259 visitas.

Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Una Confesión Encontrada en una Prisión de la Época de Carlos II

Charles Dickens


Cuento


Tenía el grado de teniente en el ejército de St Majestad y serví en el extranjero en las campañas de 1677 y 1678. Concluido el tratado de Nimega, regresé a casa y, abandonando el servicio militar, me retiré a una pequeña propiedad situada a escasos kilómetros al este de Londres, que había adquirido recientemente por derechos de mi esposa.

Ésta será la última noche de mi vida, por lo que expresaré toda la verdad sin disfraz alguno. Nunca fui un hombre valiente, y siempre, desde mi niñez; tuve una naturaleza desconfiada, reservada y hosca. Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el mundo, pues mientras escribo esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en el libro negro de la muerte.

Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano contrajo una enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor alguno, pues casi no nos habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él era un hombre generoso y de corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más satisfecho de la vida y en general amado. Los que por ser amigos suyos quisieron conocerme en el extranjero o en nuestro país, raras veces seguían viéndome mucho tiempo, y solían decir en nuestra primera conversación que se sorprendían de encontrar dos hermanos que fueran tan distintos en sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a provocar esa declaración, pues sabía las comparaciones que iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi corazón una enconada envidia, trataba de justificarla ante mí mismo.


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8 págs. / 15 minutos / 245 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Sentimental

Charles Dickens


Cuento


La señorita Crumpton, o, para citar con toda autoridad a la inscripción que aparecía en la verja del jardín del «Minerva House», en Hammersmith, «Las señoritas Crumpton», eran dos personas de una estatura fuera de lo común, particularmente delgadas y excesivamente flacas; tiesas como un palo y de color apergaminado.

La señorita Amelia Crumpton contaba treinta y ocho años y la señorita María Crumpton admitía tener cuarenta, confesión que era perfectamente innecesaria por cuanto era evidente que por lo menos tenía cincuenta. Vestían de la manera más interesante —como si fueran mellizas—; tenían un aire tan feliz y satisfecho como un par de clavelones a punto de echar grano. Eran muy precisas, tenían las ideas más estrictas posibles respecto de la propiedad, usaban peluca y siempre despedían un fuerte olor a lavanda.

«Minerva House» —«La Casa de Minerva», diosa de la Sabiduría— dirigida bajo los auspicios de las dos hermanas, era un establecimiento dedicado a completar la educación de jóvenes señoritas, donde una veintena de muchachas, cuya edad oscilaba entre los quince y los diecinueve abriles, adquirían un conocimiento superficial de todo y un verdadero conocimiento de nada: enseñanza de los idiomas francés e italiano; lecciones de baile dos veces por semana y otras cosas convenientes para la vida. Era un edificio todo blanco, un poco apartado del camino, cercado por una valla. Las ventanas de los dormitorios estaban siempre entreabiertas para que, a vista de pájaro, pudieran admirarse las numerosas camas de hierro y unos muebles tapizados de blanquísima cotonada, e imprimir así en el transeúnte el debido sentido de la fastuosidad del establecimiento.


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15 págs. / 26 minutos / 219 visitas.

Publicado el 9 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Juicio por Asesinato

Charles Dickens


Cuento


He observado siempre el predominio de una falta de valor, incluso entre personas de cultura e inteligencia superiores, para hablar de las experiencias psicológicas propias cuando éstas han sido de un tipo extraño. Casi todos los hombres tienen miedo de que las historias de este tipo que puedan contar no encuentren paralelo o respuesta en la vida interior de quien les oye, y, por tanto, sospechen o se rían de ellos. Un viajero sincero que hubiera visto un animal extraordinario parecido a una serpiente marina no tendría miedo alguno a mencionarlo; pero si ese mismo viajero hubiera tenido algún presentimiento singular, un impulso, un pensamiento caprichoso, una (supuesta) visión, un sueño o cualquier otra impresión mental notable, se lo pensaría mucho antes de mencionarlo. Atribuyo en gran parte a esa reticencia la oscuridad en la que se encuentran implicados estos temas. No comunicamos habitualmente nuestra experiencia de estas cosas subjetivas lo mismo que lo hacemos con nuestras experiencias de la creación objetiva. Como consecuencia, la experiencia general a este respecto parece algo excepcional, y realmente es así por cuanto es lamentablemente imperfecta.


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14 págs. / 25 minutos / 198 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Novia del Ahorcado

Charles Dickens


Novela corta


Era una auténtica casa antigua de muy curiosa descripción, en la que abundaban las viejas tallas las vigas, los tablones, y que tenía una excelente antigua caja de escalera con una galería o escales superior separada de la primera por una curiosa estacada de roble viejo o de caoba de Honduras. Es y seguirá siendo durante muchos años una casa de notable pintoresquismo; y en la profundidad d los viejos tablones de caoba habitaba un misterio grave, como si fueran lagunas profundas de agua o,, cura, como las que sin duda habían existido entre ellos cuando eran árboles, dando al conjunto un carácter muy misterioso a la caída de la noche.

Cuando nada más bajar del coche el señor Goodchild y señor Idle se presentaron por primera vez en la puerta y penetraron en el sombrío y hermoso salón, fueron recibidos por media docena de ancianos silenciosos vestidos de negro, todos exactamente igual, que se deslizaron escaleras arriba junto a los serviciales propietario y camarero, pero sin que pareciera que se estuvieran entrometiendo en su camino, o les importara si lo estaban haciendo no, y que se apartaron hacia la derecha y la izquierda de la vieja escalera cuando los huéspedes entraron en la sala de estar. Era un día claro y brillante, pero al cerrar la puerta el señor Goodchild dijo: —¿Quién demonios son esos ancianos?

Y poco después, cuando ambos salieron y entraron, no observaron que hubiera anciano alguno. Desde entonces los ancianos no volvieron a reaparecer, ni siquiera uno de ellos. Los dos amigos habían pasado una noche en la casa pero no habían vuelto a verlos. El señor Goodchild paseó por la casa, revisó los pasillos y miró en las puertas, pero no encontró ningún anciano; por lo visto, ningún miembro del establecimiento echaba en falta a anciano alguno ni lo esperaba.


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23 págs. / 40 minutos / 184 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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