Textos más populares esta semana de Charles Dickens | pág. 2

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autor: Charles Dickens


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La Casa Lúgubre

Charles Dickens


Novela


Introducción

La Casa lúgubre no es, desde luego, el mejor libro de Dickens, pero quizá sea su mejor novela. Tal distinción no es un mero artificio verbal: no deberíamos dejar de contrastarla con su obra. Esta historia en particular representa el cenit de su madurez intelectual. Madurez no significa necesariamente perfección. Sería absurdo decir que una patata madura es perfecta: a algunas personas les gustan las patatas nuevas. Una patata madura no es perfecta, pero es una patata madura; la mente de un epicúreo inteligente quizá no se encuentre capacitada sobre este asunto en particular, pero la mente de una patata inteligente admitiría al instante, sin duda, ser un espécimen auténtico y completamente desarrollado de su propia especie, ni más ni menos. En cierto grado, sucede lo mismo incluso en la literatura. Podemos intuir cuándo un humano ha llegado a su pleno desarrollo mental, hasta el extremo de desear que nunca lo hubiese alcanzado. Los niños son mucho más simpáticos que las personas mayores, pero el crecimiento es algo que existe. Cuando Dickens escribió La Casa lúgubre, había crecido.

Como Napoleón, levantó su ejército sobre la marcha. Había avanzado al frente de su tropel de enérgicos personajes como lo hizo Napoleón al frente de sus improvisados batallones de la Revolución. Y, como Napoleón, ganó batalla tras batalla antes de conocer su propio plan de campaña; como Napoleón, tenía un ejército victorioso casi antes de tener un ejército. Después de sus decisivas victorias, Napoleón comenzó a poner su casa en orden; después de sus decisivas victorias, Dickens comenzó a poner también su casa en orden. La casa, cuando la hubo arreglado, era La Casa lúgubre.


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1.097 págs. / 1 día, 8 horas / 199 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Estampas de Italia

Charles Dickens


Viajes


Pasaporte del lector

Si los lectores de este libro tienen a bien aceptar del propio autor las credenciales para visitar los diferentes lugares que constituyen el tema de sus recuerdos, quizá los vean con la imaginación de forma más agradable y con una idea más clara de lo que deben esperar.

Se han escrito muchos libros sobre Italia, que aportan múltiples medios de estudiar la historia de ese país tan interesante y las innumerables asociaciones con él relacionadas. Yo hago en este escasas alusiones a ese caudal informativo, ya que no considero en modo alguno consecuencia necesaria de haber tenido que recurrir a ese arsenal en beneficio propio el que haya de reproducir ante los ojos de mis lectores su contenido, fácilmente asequible.

Tampoco hallaréis en estas páginas análisis profundos sobre el gobierno o desgobierno de ninguna región del país. Todo el que visite esa hermosa tierra tendrá sin duda convicciones propias sobre el tema. Pues así como decidí yo cuando residía allí, como extranjero, abstenerme de analizar esas cuestiones con toda clase de italianos, así también preferiría no entrar en el tema ahora. En los doce meses que residí en una casa de Génova, nunca vi que las autoridades constitucionalmente celosas desconfiaran de mí; y lamentaría darles ahora motivo de arrepentirse de su generosa cortesía conmigo o con cualquiera de mis compatriotas.

Tal vez no haya en toda Italia una sola pintura o escultura que no pueda cubrirse sin problema con una montaña de papel impreso dedicado a estudios sobre ella. Así que no me extenderé en detalles sobre los cuadros y las estatuas célebres, pese a considerarme un sincero admirador de la pintura y la escultura.


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218 págs. / 6 horas, 21 minutos / 157 visitas.

Publicado el 9 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Fortuna de un Estudiante

Charles Dickens


Cuento


I

Aunque se ha hablado mucho de la sobriedad de los estómagos lacedemonios, de seguro que no hubieran podido resistir el sistema de alimentacion á que nos sujetaba el respetable doctor Glumpler en su colegio; de seguro que se hubieran insurreccionado.

Los vencedores de los persas requerian una comida, algo más nutritiva que los resíduos de grasa que se desprendian de los huesos de ternera con que nos obsequiaba el doctor; y por otra parte, si Jerges se hubiera limitado á alimentar á sus innumerables huestes con un poco de arroz hervido, como nos sucedía á nosotros, los vasallos que en sus extensos dominios contaba, no lo hubieran ensalzado hasta considerarle como un Dios.

Sin embargo, importa decir que bajo este punto de vista el colegio del doctor Glumper no se diferenciaba de otros muchos colegios, en donde los escolares de mi tiempo, hijos todos de muy buenas casas, seguían sus estudios, pero muriéndose de hambre. Es verdad que con lo que nos daban teníamos, á no dudarlo, lo suficiente para vivir, mas en comerlo estaba la dificultad. La comida, que nada tenía de buena al comienzo de la semana, al final de ésta se hacia irresistible; de modo que cuando llegaba el domingo, nos parecíamos á un grupo de jóvenes viajeros perdidos en las soledades del mar á quienes salva de una muerte próxima el feliz encuentro de un buque cargado de rosbeaf y de pudding: este buque era para nosotros lo que llamábamos la banasta de Hannah.

Hannah nos lavaba la ropa, y el sábado por la tarde, despues de la entrega de las prendas, iba invariablemente al jardin y allí, descubriendo su providencial banasta, sacaba á la luz una infinidad de golosinas que nos parecían excelentes; por su calidad y por lo módico de su precio.


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22 págs. / 39 minutos / 809 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Velo Negro

Charles Dickens


Cuento


Una velada de invierno, quizá a fines de otoño de 1800, o tal vez uno o dos años después de aquella fecha, un joven cirujano se hallaba en su despacho, escuchando el murmullo del viento que agitaba la lluvia contra la ventana, silbando sordamente en la chimenea. La noche era húmeda y fría; y como él había caminado durante todo el día por el barro y el agua, ahora descansaba confortablemente, en bata, medio dormido, y pensando en mil cosas. Primero en cómo el viento soplaba y de qué manera la lluvia le azotaría el rostro si no estuviese instalado en su casa.

Sus pensamientos luego cayeron sobre la visita que hacía todos los años para Navidad a su tierra y a sus amistades e imaginaba que sería muy grato volver a verlas y en la alegría que sentiría Rosa si él pudiera decirle que, al fin, había encontrado un paciente y esperaba encontrar más, y regresar dentro de unos meses para casarse con ella. Empezó a hacer cálculos sobre cuándo aparecería este primer paciente o si, por especial designio de la Providencia, estaría destinado a no tener ninguno. Volvió a pensar en Rosa y le dio sueño y la soñó, hasta que el dulce sonido de su voz resonó en sus oídos y su mano, delicada y suave, se apoyó sobre su espalda.

En efecto, una mano se había apoyado sobre su espalda, pero no era suave ni delicada; su propietario era un muchacho corpulento, el cual por un chelín semanal y la comida había sido empleado en la parroquia para repartir medicinas. Como no había demanda de medicamentos ni necesidad de recados, acostumbraba ocupar sus horas ociosas —unas catorce por día— en substraer pastillas de menta, tomarlas y dormirse.

—¡Una señora, señor, una señora! —exclamó el muchacho, sacudiendo a su amo.

—¿Qué señora? —exclamó nuestro amigo, medio dormido—. ¿Qué señora? ¿Dónde?


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11 págs. / 20 minutos / 755 visitas.

Publicado el 18 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Grillo del Hogar

Charles Dickens


Novela corta


Primer grito

I

Empezó el puchero. No necesito que me contéis lo que la señora Peerybingle dijera; yo me entiendo. Dejad que la señora Peerybingle se pase hasta la consumación de los siglos asegurando la imposibilidad de decidir cuál empezó: yo digo que fue el puchero. Tengo motivos para saberlo. El puchero empezó cinco minutos antes que el grillo, según el relojito holandés de cuadrante barnizado situado en el rincón.

¡Como si el reloj no hubiese cesado de tocar! ¡Como si el segadorcido de movimientos convulsivos y bruscos que lo remata, paseando la hoz de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha ante la fachada de su palacio morisco, no hubiese segado medio acre de césped imaginario antes que el grillo hubiese hecho notar su presencia!

A decir verdad, no fui nunca terco, como todo el mundo sabe. Por nada del mundo opondría mi opinión personal a la opinión de la señora Peerybingle, si no estuviese perfectamente seguro de lo ocurrido. «Nada me induciría a semejante cosa. Pero se trata de una cuestión de hecho, y el hecho es que el puchero empezó por lo menos cinco minutos antes que el grillo hubiese dado señal de vida. Si insistís, apostaré que transcurrieron diez minutos.

Dejarme contar el caso tal como ocurrió. Es lo que hubiera hecho desde la primera frase a no considerar que si cuento una historia debo empezar por el principio, y ¿cómo queréis que empiece por el principio si no empiezo por la vasija?

Parecía que la vasija y el grillo luchaban. Una lucha musical, exclusivamente musical. Vais a saber su origen y sus consecuencias.


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Dominio público
107 págs. / 3 horas, 7 minutos / 487 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Tiempos Difíciles

Charles Dickens


Novela


Libro primero. La siembra

Capítulo I. Las únicas cosas necesarias

—Pues bien; lo que yo quiero son realidades. No les enseñéis a estos muchachos y muchachas otra cosa que realidades. En la vida sólo son necesarias las realidades.

No planteéis otra cosa y arrancad de raíz todo lo demás. Las inteligencias de los animales racionales se moldean únicamente a base de realidades; todo lo que no sea esto no les servirá jamás de nada. De acuerdo con esta norma educo yo a mis hijos, y de acuerdo con esta norma hago educar a estos muchachos. ¡Ateneos a las realidades, caballero!

La escena tenía lugar en la sala abovedada, lisa, desnuda y monótona de una escuela, y el índice, rígido, del que hablaba, ponía énfasis en sus advertencias, subrayando cada frase con una línea trazada sobre la manga del maestro. Contribuía a aumentar el énfasis la frente del orador, perpendicular como un muro; servían a este muro de base las cejas, en tanto que los ojos hallaban cómodo refugio en dos oscuras cuevas del sótano sobre el que el muro proyectaba sus sombras. Contribuía a aumentar el énfasis la boca del orador, rasgada, de labios finos, apretada. Contribuía a aumentar el énfasis la voz del orador, inflexible, seca, dictatorial. Contribuía a aumentar el énfasis el cabello, erizado en los bordes de la ancha calva, como bosque de abetos que resguardase del viento su brillante superficie, llena de verrugas, parecidas a la costra de una tarta de ciruelas, que daban la impresión de que las realidades almacenadas en su interior no tenían cabida suficiente. La apostura rígida, la americana rígida, las piernas rígidas, los hombros rígidos…, hasta su misma corbata, habituada a agarrarle por el cuello con un apretón descompuesto, lo mismo que una realidad brutal, todo contribuía a aumentar el énfasis.

—En la vida, caballero, lo único que necesitamos son realidades, ¡nada más que realidades!


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373 págs. / 10 horas, 52 minutos / 467 visitas.

Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Cuento de Navidad

Charles Dickens


Cuento


PREFACIO

Con este fantasmal librito he procurado despertar al espí­ritu de una idea sin que provocara en mis lectores malestar consigo mismos, con los otros, con la temporada ni conmi­go. Ojalá encante sus hogares y nadie sienta deseos de verle desaparecer.

Su fiel amigo y servidor,

Diciembre de 1843

CHARLES DICKENS

PRIMERA ESTROFA. EL FANTASMA DE MARLEY

Marley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la me­nor duda al respecto. El clérigo, el funcionario, el propieta­rio de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su enterramiento. También Scrooge había fir­mado, y la firma de Scrooge, de reconocida solvencia en el mundo mercantil, tenía valor en cualquier papel donde apa­reciera. El viejo Morley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

¡Atención! No pretendo decir que yo sepa lo que hay de especialmente muerto en el clavo de una puerta. Yo, más bien, me había inclinado a considerar el clavo de un ataúd como el más muerto de todos los artículos de ferretería. Pero en el símil se contiene el buen juicio de nuestros ances­tros, y no serán mis manos impías las que lo alteren. Por con­siguiente, permítaseme repetir enfáticamente que Marley es­taba tan muerto como el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que estaba muetto? Claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea testamenta­rio, su único administrador, su único asignatario, su único heredero residual, su único amigo y el único que llevó luto por él. Y ni siquiera Scrooge quedó terriblemente afectado por el luctuoso suceso; siguió siendo un excelente hombre de negocios el mismísimo día del funeral, que fue solemni­zado por él a precio de ganga.


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93 págs. / 2 horas, 43 minutos / 395 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Armario Viejo

Charles Dickens


Cuento


Eran las diez de la noche. En la hostería de los Tres Pichones, de Abbeylands, un viajero, joven aún, se había retirado a su cuarto, y de pie, cruzados los brazos contra el pecho, contemplaba el contenido de un baúl que acababa de abrir.

—Bueno, todavía debo sacar algún partido de lo que me queda —dijo—. Sí, en este baúl puedo invocar un genio no menos poderoso que el de Las mil y una noches: el genio de la venganza... y quizá también el de la riqueza... ¿Quién sabe?... Empecemos antes por el primero.

Quien hubiese visto el contenido del baúl, más bien habría pensado que su dueño no debería hacer mejor cosa que llevárselo a un trapero, pues todo eran ropas, en su mayor parte pertenecientes, por su tela y forma, a las modas de otro siglo, excepto uno o dos vestidos de mujer; pero ¿qué podía hacer con traje de mujer el joven cuya imaginación se exaltaba de ese modo ante aquel guardarropa híbrido? No eran días de Carnaval...

—¡Alto! Dan las diez —repuso de pronto—. Tengo que apresurarme, no vaya a cerrar la tienda ese bribón.

Y hablando consigo mismo se abrochó el frac, se echó encima un capote de caza, bajó, franqueó la puerta, siguió por la Calle Mayor hasta recorrerla casi toda, torció por una calleja y se detuvo ante el escaparate de un comercio.


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14 págs. / 24 minutos / 381 visitas.

Publicado el 18 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Raspa Mágica

Charles Dickens


Cuento infantil


Érase una vez un rey que tenía una reina; él era el más viril de los hombres, y ella la más hermosa de las mujeres. La profesión del rey era funcionario. El padre de la reina había sido médico en otra ciudad.

Tenían diecinueve hijos y no paraban de tener más. Diecisiete de los niños cuidaban del bebé; y Alicia, la mayor, cuidaba de todos. Sus edades iban desde los siete años a los siete meses.

Pero sigamos con nuestra historia.

Un día el rey iba camino de la oficina cuando se detuvo en la pescadería para comprar una libra y media de salmón —pero no de la parte de la cola— que la reina (una prudente ama de casa) quería que le enviaran. El Sr. Pickles, el pescadero, dijo:

—Desde luego, señor. ¿Alguna cosa más? Buenos días.

El rey continuó melancólico hacia la oficina, porque faltaba mucho para el día de cobro trimestral y a varios de sus queridos hijos la ropa se les quedaba pequeña. No se había alejado mucho cuando el chico de los recados del Sr. Pickles llegó corriendo en su busca y le dijo:

—Señor, no se ha fijado usted en la anciana dama que estaba en la tienda.

—¿Qué anciana dama? —preguntó el rey— Yo no vi ninguna.

El rey no había visto a la anciana porque, para él, la anciana era invisible, aunque el chico del Sr. Pickles sí la veía. Probablemente porque ensuciaba y salpicaba con el agua, en la que dejaba caer los lenguados con violencia, de tal manera que si la dama no hubiese resultado visible para él, le habría estropeado la ropa.

En ese momento la anciana llegó corriendo. Su vestido era de seda tornasolada de una calidad magnífica, y olía a lavanda seca.

—¿Es usted el rey Watkins I? —preguntó la anciana.

—Me llamo Watkins, sí —respondió el rey.

—Padre, si no me equivoco, de la hermosa princesa Alicia —afirmó la dama.

—Y de otras dieciocho preciosidades más —replicó el rey.


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11 págs. / 20 minutos / 250 visitas.

Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Pequeña Dorrit

Charles Dickens


Novela


Prólogo a la edición de 1857

He dedicado a esta historia muchas horas de trabajo a lo largo de dos años. Muy mal las habría empleado si no pudiera dejar que sus méritos y defectos, en conjunto, hablaran por sí mismos al lector. Pero del mismo modo que no deja de ser razonable suponer que he prestado una atención más constante a los hilos que la recorren que la que haya podido prestarles nadie en el curso de su publicación intermitente, también es razonable pedir que se contemple como una obra completa y con el dibujo terminado.

Si tuviera que disculparme por las ficciones exageradas relacionadas con los Barnacle y el Negociado de Circunloquios, buscaría en la experiencia común de cualquier inglés y no me atrevería a mencionar el hecho irrelevante de que yo mismo falté a los buenos modales en los tiempos de la guerra con Rusia y del Tribunal Militar de Chelsea. Si tuviera la osadía de defender a un personaje tan extravagante como el señor Merdle, insinuaría que está inspirado en la época de las acciones ferroviarias, en los tiempos de determinado banco irlandés y en un par de empresas más igualmente admirables. Si tuviera que alegar algo para atenuar la absurda fantasía de que a veces una mala intención se presenta como buena y de carácter religioso, señalaría la curiosa coincidencia que ha llegado a su clímax en estas páginas en los días del examen público de los anteriores directores de determinado Banco Real Británico. Pero me someto a juicio en todos estos asuntos, si fuera necesario, y aceptaré el testimonio (procedente de una autoridad contrastada) de que nada semejante ha sucedido nunca en este país.


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1.087 págs. / 1 día, 7 horas, 42 minutos / 247 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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