A don Juan Valera
Era de noche. Jesús, enclavado en el madero, no había muerto aún;
de rato en rato los músculos de sus piernas se retorcían con los
calambres de un dolor intenso, y su hermoso rostro, hermoso aun en las
convulsiones de su prolongada agonía, hacía una mueca de agudo
sufrimiento… ¿Por qué su Padre no le enviaba, como un consuelo, la
caricia paralizadora de la muerte?… Le parecía que el horizonte
iluminado por rojiza luz se dilataba inmensamente. Poco a poco fue
saliendo la luna e iluminó con sarcástica magnificencia sus carnes
enflaquecidas, las oquedades espasmódicas que se formaban en su vientre y
en sus flancos, sus llagas y sus heridas, su rostro desencajado y
angustioso…
—Padre mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué esta burla cruel de la Naturaleza?
Los otros dos crucificados habían muerto hacía ya tiempo, y estaban
rígidos y helados, expresando en sus rostros la última sensación de la
vida; el uno tenía congelada en los labios una mueca horrorosa de
maldición; el otro una sonrisa de esperanza. ¿Por qué habían muerto
ellos, y él, el Hijo de Dios, no? ¿Se le reservaba una nueva expiación?
¿Quedaba aún un resto de amargura en el cáliz del sacrificio?…
En aquel momento oyó Jesús una carcajada espantosa que venía de
detrás del madero. ¡Oh! Esa risa, que parecía el aullido de una hiena
hambrienta, la había él oído durante cuarenta noches en el desierto. Ya
sabia quién era el que se burlaba de su dolorosa agonía: Satán, Satán
que infructuosamente le había tentado durante cuarenta días, estaba allí
a sus espaldas, encaramado a la cruz; sentía que su aliento corrosivo
le quemaba el hombro martirizando las desolladuras con la acción
dolorosa de un ácido. Oyó su voz burlona que le decía al oído:
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