Mi tío, el prior de los Camaldulenses, era hombre de muy buen humor, a
pesar de vivir entregado a la lectura de viejas hagiografías, vetustos
cronicones y apergaminados infolios, de los que sacaba datos para la
historia de la Orden, que, desde hacía mucho tiempo, estaba escribiendo.
Yo pasaba entonces por una dolorosa crisis moral, debida no sé si a la
seriedad con que tomé ciertas lecturas filosóficas, o al pesar que me
produjo la muerte de mi Susana, una novia un poco diabólica que tuve, y a
la que, probablemente por eso, amé con pasión. Lo cierto es que tuve
una racha de misticismo y acudí en confesión donde mi buen tío, quien,
con gran afabilidad, descargó mi conciencia del peso de algunos miles de
gordos pecados, cometidos durante muchos años de descreimiento e
impiedades. No se contentó mi buen tío con este aseo de mi alma, sino
que, comprendiendo que mi estado moral y nervioso me ponían en peligro
de caer en uno de estos dos abismos: la locura o el suicidio, me llevó
al convento a fin de que las lecturas piadosas, la meditación y la paz
de la celda contribuyeran a devolverme la paz del espíritu. En un
principio la tranquilidad conventual me permitió concentrarme, y fueron
más agudos mis dolores y más mortificantes mis recuerdos y meditaciones.
Pero, poco a poco, la paz exterior fue invadiendo mi alma. Mi virtuoso
tío acudía en las noches a la biblioteca del convento, en donde yo me
había instalado, y entre la lectura de dos enrevesados capítulos,
disertaba conmigo sobre alguna cuestión architeológica; me refería
anécdotas y curiosidades históricas o me hacía alguna relación, mística
con sus puntas de picardía profana. A los dos meses mi espíritu estaba
ya curado y me parecían cortas las noches para escuchar la alegre charla
de mi tío y sus claras y profundas disertaciones.
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