Yo creo en ese árbol,
en su generosidad de frutos y de sombra,
en la musicalidad de sus maderas
y en la fuerza primordial de su raigambre.
Y creo en esta piedra,
en su voluntad inerte de dura permanencia,
en su potencialidad de cimiento o de herida
y en su totémica presencia de infinito.
Creo en el ojo candente,
padre de las luces y las sombras,
en su germinadora voz
y su sable vengador de bosques y de ozono.
También creo en el río,
en su prodigalidad de risa permanente,
en su vergelidad
y en su meandrosa transcurrencia de destino.
En todas las aguas creo,
en la extensa avalancha de los mares,
en su caldo creador,
y en el mar pequeño de las lágrimas.
En las flores y las aves
creo,
en el delirante acorde de sus trinos y colores
y en su pertinaz ofrecimiento.
En la tierra que piso
y que horado para sembrar futuro,
en su polvo memorioso y ecuménico,
también creo.
En el barro, creo.
Continente de ánforas y adobes
en donde cobijar
almas, secretos y existencias.
En el aire,
transporte de los sueños
donde se cuelgan las canciones
cazadoras de sentimientos, creo.
Y, aunque no creo en dios,
ni en supremos arquitectos
o universales voluntades,
creo en la divinidad.
La que todos llevamos dentro,
cada hombre, cada cosa,
cada minúscula partícula de cosmos y de tiempo.
Y en nuestro propio infierno.
Creo en la vida eterna
porque sé que todo deviene en otras cosas
y de otras cosas
todo hace su sustento.
Creo en la gente.
Como muchedumbre aglomerada
y como individualidad
desnuda, propia, valiente o atemorizada.
Creo en los ojos de la gente,
en sus manos,
en manos con más manos y más manos
queriendo encadenar amores, risas y anhelos.
Creo en mí.
Y creo en vos, que estás leyendo.
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