Desde mi llegada a Nápoles, el objeto que más me ha ocupado la
imaginación ha sido el Vesubio, este soberbio gigante que se alza
aislado y solo en medió de la llanura más hermosa y apacible del mundo,
que domina el golfo más risueño del Mediterráneo, que se ve circundado a
respetuosa distancia por elevados montes cubiertos de población y de
arboleda, y que mira a sus pies, más como tirano que como protector, una
de las primeras y más ricas capitales de Europa, considerables y
risueñas poblaciones y preciosas quintas, que duermen tranquilas sobre
otras famosas ciudades y apacibles jardines que ha devorado el volcán.
Así, los niños juegan, travesean, descansan y duermen entre los árboles y
flores del cementerio en que yacen sus abuelos, sin recordar siquiera
sus nombres y sin pensar que los aguarda el mismo destino.
¡Cuán gallardo se eleva el monte Vesubio, ofreciendo desde lejos al
viajero atónito sus atrevidos contornos, que se destacan sobre un
apacible cielo y que encierran la figura de un ancho cono casi regular,
desde que se separa de la montaña de Somma, a quien está unido por la
base y con la que se cree que en tiempos remotísimos formaba un solo
cuerpo!... Lo fértil y risueño de su falda, donde reina una perpetua
primavera; la abundante y lozana vegetación de sus empinadas lomas; su
elevada cima cubierta de escorias y cenizas, que se bañan por la tarde
de un apacibilísimo color de púrpura, y el penacho de humo, ya
blanquecino, ya negruzco, ya dorado por los rayos del sol, que corona su
frente, forman un todo tan grande y tan magnífico, que visto una vez no
se olvida jamás, porque nada puede borrarlo de la fantasía.
Leer / Descargar texto 'Viaje al Vesubio'